Delphine de Vigan, un triunfo del tono
Por: Marcos Ordóñez | 20 de febrero de 2013
En literatura hay dos cosas de las que estoy seguro: solo llega al corazón lo que sale del corazón y todo depende del tono. Por supuesto que es importante la historia, pero si no aciertas con el tono malbaratas el asunto. El tono es una cuestión moral, como decía Godard hablando del travelling: hay que tener muy claro desde dónde se cuenta, cómo se cuenta, hasta dónde se cuenta. Y, desde luego, si no hay corazón, si no hay alma, si no hay una mirada a la altura de los ojos, ni por encima ni por debajo, igualmente se va al garete la historia porque deja de importarnos, se queda en un mero ejercicio.
Nada se opone a la noche, de Delphine de Vigan, ha sido un éxito de público y de crítica porque tiene corazón y tiene tono, mirada.
He tardado en leer esta novela. Eso que llaman “seguir la actualidad” es tan imposible como innecesario: tarde o temprano se acaba viendo o leyendo todo lo que vale la pena. Las películas son (más o menos) localizables, pero con los libros es más problemático, porque desaparecen de las librerías con extrema rapidez, y están esfumándose también las librerías de segunda mano, de modo que si no les echas el guante en su momento puedes quedarte sin ellos, pero Nada se opone a la noche está durando: va por la tercera o cuarta edición. En Francia lo publicó Lattès; aquí lo han editado Anagrama, en castellano, y Edicions 62, en catalán.
También tardé en leerla porque temía un melodrama confesional, una galería de atrocidades. Pero me lo recomendó la Espert, que tiene un gusto infalible, y acabó de atraparme la portada, una portada que promete otra cosa: esa fascinante criatura fotografiada en blanco y negro parece un personaje de Françoise Sagan, con el lema Bonjour tristesse tatuado en el omóplato derecho, o bailar, noche tras noche, en Modiano’s, ese club que se abre, fosforescente, a ciertas horas, en una alejada bocacalle de Neuilly.
La muchacha de la portada es Lucile, la madre de Delphine de Vigan, y su esplendor es un relámpago a las puertas del abismo, como el color y el bullicio feliz de esa película en super ocho que retrata, antes de que arda el fotograma, la vida aparentemente edénica de su familia. Sin embargo, necesitamos esa portada, emblema de la fugacidad y la pérdida, para contemplar a la joven Lucile cada tantas páginas y contrastar su imagen antigua con lo que se nos está contando, y tampoco viene mal la foto de Delphine de Vigan en la solapa: su sonrisa y el brillo de sus ojos nos dicen que ha sobrevivido, se ha reconquistado, es hija de su madre y de sí misma.
Nada se opone a la noche narra la inimaginable zambullida de Lucile en la locura, su dilatada permanencia, sus breves resurrecciones y sus atroces recaídas, y el suicidio final, que abre la novela, y la anorexia salvaje, anestesiante, de la hija. Y, como una constelación adversa, la terrible hilera de suicidios de parientes y amigos, y la sospecha de que el sonriente y vitalista abuelo Georges abusó sexualmente de Lucile y de sus amigas cuando eran niñas.
Un material, en suma, que se prestaba a todas las truculencias y todos los exhibicionismos, o para calzarle coturnos a la desgracia y jugar a O’Neill en versión francesa. Todo lo contrario. Nada se opone a la noche es un título inadecuado porque la mirada de Delphine de Vigan, que no deja nada sin escrutar pero sabe ser siempre cálida y afectuosa, abre senderos de luz en la oscuridad y convierte una historia durísima en un relato al que apetece volver cada día, porque sabe, como pedía Italo Calvino, “detectar todo lo que no es infierno y darle espacio”.
Leyéndola me hizo pensar en Jacques Audiard, el Audiard de Un prophète y De rouille et d’os.
El equilibrio de este libro es portentoso. Y el talento narrativo de su autora, y su honestidad: un verdadero triunfo del tono. Debería enseñarse en los talleres de escritura. Serviría de modelo e inspiración para quienes intentan abordar dolorosas historias familiares sin autocompasión, sin delectación mórbida, y convertirlas en relato, en gran relato.
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