Samí Naïr
Provocaciones y “blasfemia”
El mundo hundido en las guerras identitarias se puede volver loco por cualquier tontería
SAMI NAÏR 21 SEP 2012
Una vez más, el mismo culebrón. De La inocencia de los musulmanes a las viñetas de Charlie Hebdo en nombre de la defensa de la libertad de expresión; de la ira de los Estados musulmanes al fuego y la muerte sembrados por fanáticos manipulando la fe de millones de individuos, se repite inevitablemente lo buscado por unos y otros: provocar conflictos, gritar el odio, incentivar más las guerras de identidades. Los partidarios de la interculturalidad, del diálogo entre confesiones, del encuentro entre seres humanos diferentes pero unidos por la misma condición humana, lo deben entender: hay cada vez menos espacio por los valores que defienden. El mundo hundido en las guerras identitarias se puede volver loco por cualquier tontería.
Lo trágico es que se sabe a ciencia cierta que las provocaciones mediáticas y periodísticas se pagan, de ahora en adelante, con vidas humanas. No haremos aquí las cuentas macabras que la estupidez y la locura fanática de los dos bandos están haciendo pagar a la ciudadanía mundial. Unos invocan la libertad de prensa, de opinión y de expresión para justificar sus ataques en contra de una religión obviamente desestimada en Occidente y propicia a todas las inflamaciones. El Islam no tiene buena prensa aquí. Pero tienen teóricamente toda la razón los que consideran que no se debe tocar esa libertad fundamental. Incluso si hay insultos, sus adversarios tienen que respetarla; en caso contrario, pueden llevar esa libertad y sus insultos ante la justicia. Afortunadamente, el Estado de derecho está aquí para garantizar, aunque a veces solo en teoría, la equiparación de los derechos fundamentales.
Pero cuando se sabe de antemano que dicha libertad de expresión puede provocar fuego, ¿quieren solo, los que pretenden defenderla, ejercer un derecho o realmente encender el fuego? En materia de libertad de expresión es bastante difícil demostrar jurídicamente la voluntad de dañar al otro. Éticamente es diferente, pues entra aquí otro concepto cuya existencia parece ausente en la mente de los caballeros de la libertad de expresión anárquica: el de responsabilidad. Es esa responsabilidad la que es pateada en el conflicto actual. En el caso del autor de la película, inepta y grosera, se trata de alguien aparentemente en estado de guerra contra el Islam. Su participación en la provocación de las manifestaciones es obvia, aunque no se le puede condenar por los asesinatos de oficiales y civiles; en cambio, su responsabilidad ética es total y se le puede condenar, moralmente, en nombre de la ética de paz que trasciende la voluntad individual. Bien, pero esa condena no tiene contenido práctico. Nuestro hombre puede seguir tranquilamente filmando otras obsesiones de la misma índole. Es más, tendremos que protegerlo de la ira de los fanáticos del otro bando. Esto parece un sinsentido, pero es la realidad, dado el funcionamiento de la libertad de expresión en el Estado de derecho. En las sociedades tradicionales existía la condena al oprobio y a la vergüenza eterna: ahora eso no existe y la desvergüenza se ha vuelto, merced a la sociedad de mercantilización generalizada, un valor comercial muy rentable. Queda el desprecio por los que no vinculan la libertad jurídica con la responsabilidad humana. Eso es lo que merecen los que están alimentando el conflicto confesional.
Otros pretenden que en la casa cultural mundial de la globalización, o sea, en el Imperio Internet, hablar mal de su profeta equivale ni más ni menos que a una declaración de hostilidad. Dejemos de lado a los fanáticos que se aprovechan de las provocaciones irresponsables para radicalizar esta misma guerra de culturas: con ellos, desgraciadamente, no se puede hablar. Pero cuando se trata de responsables políticos o religiosos que piden prohibir la libertad de expresión en nombre del respeto a las confesiones, podemos decir que hemos llegado a lo máximo de la absurdidad pues la cuestión es: ¿quién juzga? ¿Dónde están los principios universales comunes en materia de religión? Intuían la dificultad, por eso La Liga árabe ha pedido a la ONU la creación del “delito de blasfemia”. ¡Faltaría más! ¿Habrá una sacralidad en sí de la religión? ¿Dónde empieza la blasfemia y dónde acaba? ¿Quizá quieren aprovechar la contienda para conseguir por fin que Dios y sus profetas sean intocables? Risible. Entonces ¿qué hacer? La respuesta sensata es evidente: por un lado, defender la libertad de expresión, incluso para los estúpidos y despreciables provocadores; por otro lado, hacer de la religión musulmana una confesión abierta, que no obliga a nadie y lucha en contra de los fanatismos.
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