Carlo Maria Martini, la voz del diálogo en la Iglesia
En 2005 se especuló con que el cardenal sería el sucesor del papa Juan Pablo II
“He llegado al tiempo en el cual la edad y la enfermedad me envían una clara señal de que es hora de apartarse de las cosas de la Tierra para prepararme a la próxima llegada del Reino. Prometo mis oraciones para todas vuestras preguntas irresueltas. Pueda Jesús responder a los interrogantes más profundos en el corazón de cada uno de vosotros”. Hablaba así, abierto y paternal, el cardenal Carlo Maria Martini, arzobispo de Milán durante dos décadas, muerto ayer de Parkinson con 85 años. Con estas frases, el 24 de junio, se despedía de los lectores del Corriere della Sera, desde cuyas columnas cada domingo contestaba a sus cartas llenas de observaciones y dilemas éticos y de fe. Lo hizo durante tres años, y hasta que tuvo fuerzas, con palabras humanas y sencillas. Culto, exégeta del Antiguo Testamento, autor de numerosos libros, traducciones y escritos, supo hablar a las personas, católicas y no, visitaba habitualmente las cárceles y, a pesar de que a menudo no llevara el gorro purpúreo, conquistó una autoridad tal que cuando, en 1984, las Brigadas Rojas quisieron reanudar el diálogo con el Estado, fueron a entregar las armas en su curia.
Italia acogió conmovida la noticia del fallecimiento de una de las voces más valientes y rompedoras en el seno de la Iglesia contemporánea. Una voz que siempre se levó para fomentar el diálogo entre las religiones, la judía y la musulmana, justo en la ciudad clave de la retórica xenófoba de la Liga Norte. Las campanas de su antigua Diócesis sonaron al unísono para anunciar su fallecimiento y el lunes, día del funeral en el Duomo, será luto ciudadano.
Martini se retiró en su vida íntima para prepararse ante la muerte, y cuando estaba cerca, la eligió digna y natural: “Rechazó cualquier encarnizamiento terapéutico y se mantuvo lúcido hasta el último momento”, contó su neurólogo. “Tras una última crisis, en agosto, no podía engullir. Pero rehusó la alimentación forzada con tubitos y sondas gastrointestinales”, contó el doctor.
Martini nació en Turín en 1927, con 17 años entró en la Compañía del Jesús para estudiar Filosofía y Teología. Fue ordenado sacerdote en 1952. Paolo VI le nombró Rector de la Pontificia universidad Gregoriana. Giovanni Paolo II, lo destinó a guiar la diócesis de Milán y el día de Reyes de 1980, en San Pedro, le ordenó obispo. En febrero, Martini toma las riendas de su Diócesis. Enseguida puso en marcha una serie de meditaciones —la Escuela de la palabra— sobre la Biblia que conducía en público en la catedral, con el objetivo de acercar las Escrituras a las personas. La iniciativa tuvo mucho éxito y resonancia. En 1983, Woytila le hizo cardenal. Tres años más tarde, en Varsovia, fue elegido presidente del Consejo de las Conferencias Episcopales Europeas. Luego, lanzaría la cátedra de los no creyentes: ciclos de charlas donde dialogaba con laicos del mundo de la cultura, la política y las instituciones: “Cada uno guarda en sí a un creyente y a un no creyente que se interrogan recíprocamente”, dijo en la primera cita. Martini recibió en 2000 el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales.
En abril de 2002 obtuvo de Juan Pablo II el permiso de jubilarse, a pesar de que el Pontífice le invitara a quedarse un tiempo más. Su deseo era irse a Jerusalén para profundizar en sus estudios bíblicos. Y se fue. En 2005 iría a Roma para elegir en la silla de San Pedro a Joseph Ratzinger, el actual papa Benedicto XVI. En aquellos días de Concilio, algunos observadores especulaban que el mismo Martini fuera uno de los posibles sucesores de Woityla. No fue así. Volvió a Italia en 2008, ya anciano y bastante afectado por la enfermedad. Se retiró en una residencia de jesuitas a las afueras de Milán, donde pasó los últimos años estudiando, dando charlas y escribiendo.
Hace pocos meses salió Creer y conocer, fruto de una conversación con el exponente del Partido Democrático (centro izquierdas) Ignazio Marino. Un último libro que encendió el debate en Italia. En esas páginas, suerte de testamento ético, Martini encara con la valentía y humanidad que le caracterizaban los temas más espinosos que parecen contraponer la Iglesia a la sociedad contemporánea: el aborto y el principio de la vida; la fecundación asistida y la donación de los embriones; el uso del preservativo y la homosexualidad; la eutanasia. “Nunca, en él, el dogma venció sobre la vida real —comentó el teólogo Vito Mancuso—. Nunca la letra mató al espíritu. Martini fue uno de los ejemplos más límpidos del catolicismo liberal y no dogmático”.
En la BIBLIOTECA se encuentra un ejemplar del libro "¿En qué creen los que no creen? Un diálogo sobre la ética en el fin del mundo".
El diálogo epistolar entre el cardenal Carlo Maria Martini y Umberto Eco dio comienzo en el primer número de la revista Liberal —aparecido el 22 de marzo de 1995— y prosiguió con ritmo trimestral. Las ocho cartas de este epistolario público —intercambiadas y contestadas con admirable puntualidad por los dos corresponsales— aparecen aquí con la fecha de su redacción efectiva.
Este es un fragmento de la primera carta de Umberto Eco:
Querido Carlo María Martini:
Confío en que no me considere irrespetuoso si me dirijo a usted llamándole por su nombre y apellidos, y sin referencia a los hábitos que viste. Entiéndalo como un acto de homenaje y de prudencia. De homenaje, porque siempre me ha llamado la atención el modo en el que los franceses, cuando entrevistan a un escritor, a un artista o a una personalidad política, evitan usar apelativos reductivos, como profesor, eminencia o ministro, a diferencia de lo que hacemos en Italia. Hay personas cuyo capital intelectual les viene dado por el nombre con el que firman las propias ideas. De este modo, cuando los franceses se dirigen a alguien cuyo mayor título es el propio nombre, lo hacen así: «Dites-moi—, Jacques Ma-ritain», «dites-moi, Claude Lévi-Strauss». Es el reconocimiento de una autoridad que seguiría siendo tal aunque el sujeto no hubiera llegado a embajador o a académico de Francia. Si yo tuviera que dirigirme a San Agustín (y confío en que tampoco esta vez me considere irreverente por exceso) no le llamaría «Señor obispo de Hipona» (porque otros después de él han sido obispos de esa ciudad), sino «Agustín de Tagasta».
Acto de prudencia, he dicho además. Efectivamente, podría resultar embarazoso lo que esta revista ha requerido a ambos, es decir un intercambio de opiniones entre un laico y un cardenal. Podría parecer como si el laico quisiera conducir al cardenal a expresar sus opiniones en cuanto a príncipe de la Iglesia y pastor de almas, lo que supondría una cierta violencia, tanto para quien es interpelado como para quien escucha. Es mejor que el diálogo se presente como lo que es en la intención de la revista que nos ha convocado: un intercambio de reflexiones entre hombres libres. Por otra parte, al dirigirme a usted de esta forma, pretendo subrayar el hecho de su consideración como maestro de vida intelectual y moral incluso por parte de aquellos lectores que no se sienten vinculados a otro magisterio que no sea el de la recta razón.
Superados los problemas de etiqueta, nos quedan los de ética, porque considero que es principalmente de estos de los que debería ocuparse cualquier clase de diálogo que pretenda hallar algunos puntos comunes entre el mundo católico y el laico (por eso no me parecería realista abrir en estas páginas un debate sobre el Filioque). Pero a este respecto, habiéndome tocado realizar el primer movimiento (que resulta siempre el más embarazoso), tampoco me parece que debamos adentrarnos en una cuestión de rabiosa actualidad, sobre la que quizá surgirían de inmediato posiciones excesivamente divergentes. Lo mejor, pues, es alzar la mirada y plantear un argumento de discusión que, aun siendo en efecto de actualidad, hunde sus raíces lo suficientemente lejos y ha sido causa de fascinación, temor y esperanza para todos los componentes de la familia humana en el curso de los dos últimos milenios.
Acabo de pronunciar la palabra clave. En efecto, nos estamos acercando al final del segundo milenio, y espero que sea todavía «políticamente correcto», en Europa, contar los años que cuentan partiendo de un evento que tan profundamente —y estarán de acuerdo incluso los fieles de cualquier otra religión o de ninguna— ha influido en la historia de nuestro planeta. La cercanía de esta fecha no puede dejar de evocar una imagen que ha dominado el pensamiento durante veinte siglos: el Apocalipsis.
La vulgata histórica nos dice que en los años finales del primer milenio se vivió obsesionado por la idea del fin de los tiempos. Es verdad que hace mucho que los historiadores descartaron como legendarios los tan cacareados «terrores del Año Mil», la visión de multitudes gimoteantes aguardando un alba que no habría de llegar, pero al mismo tiempo establecieron que la idea del final había precedido en algunos siglos a aquel día fatal y, lo que es aún más curioso, que lo había sobrevivido. De ahí tomaron forma los varios milenarismos del segundo milenio, que no fueron únicamente movimientos religiosos, por ortodoxos o heréticos que fueran, porque hoy en día se tiende a clasificar también como formas de milenarismo a muchos movimientos políticos y sociales, y de matriz laica e incluso atea, que pretendían acelerar violentamente el fin de los tiempos, no para construir la Ciudad de Dios, sino una nueva Ciudad Terrena.
Este es el principio de la respuesta de Carlo Maria Martini:
Querido Umberto Eco:
Estoy plenamente de acuerdo en que se dirija usted a mí utilizando mi nombre y apellido, y por ello yo haré lo mismo con usted. El Evangelio no es demasiado benévolo con los títulos («Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar "Rabbí"... ni llaméis a nadie "Padre" vuestro en la tierra... ni tampoco os dejéis llamar "maestro"», Mateo 23, 8-10). Así resulta, por otra parte, más claro, como usted dice, que éste es un intercambio de reflexiones realizado entre nosotros con libertad, sin corsés ni implicaciones de cargo alguno. Espero, en todo caso, que se trate de un intercambio fructífero, porque me parece importante poner de relieve con franqueza nuestras preocupaciones comunes y buscar la manera de aclarar nuestras diferencias, sacando a la luz lo que verdaderamente es diferente entre nosotros.
Estoy asimismo de acuerdo en alzar la mirada en este primer diálogo nuestro.
Entre los problemas que más nos preocupan se cuentan sin duda los relacionados con la ética. Pero los acontecimientos diarios que más impresionan a la opinión pública (me refiero en particular a los que afectan a la bioética) son, a menudo, eventos «fronterizos», ante los que se impone, en primer lugar, comprender de qué se trata desde el punto de vista científico antes de precipitarse a emitir juicios morales que sean fácilmente causa de polémica. Lo importante es determinar antes que nada los grandes horizontes entre cuyos límites se forman nuestros juicios. Y sólo a partir de ellos podremos discernir también los porqués de las valoraciones prácticas en conflicto.
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