Manuel Rodríguez Rivero
MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO 26 JUN 2012
Se escriben novelas por innumerables razones: por dinero, desde luego, pero también por amor o desamor, por venganza o por odio, por imitación o por envidia, para ser amados (o admirados), para entretener a hijos o amantes, incluso por la imperiosa necesidad de contar una historia que ha crecido muy adentro y exige una salida de urgencia. Cada novelista tiene la suya, pero, entre todas las razones mencionadas cuando son preguntados, hay una que se repite con frecuencia: para vivir otras vidas, para ser otros.
Las razones por las que Emilio Salgari (1862-1911) escribió más de ochenta novelas y un centenar de relatos pueden rastrearse en El último viaje del capitán Salgari (Ático de los Libros), de Ernesto Ferrero, una novela biográfica en torno a la peripecia vital de uno de los más leídos autores italianos de los dos últimos siglos. Junto con Verne —del que le separan tantas cosas— Salgari es uno de los grandes exponentes europeos de la novela de aventuras, un auténtico “padre de héroes” venerado por adolescentes de varias generaciones. Entre otros, los de la mía. Lo descubrí en dos o tres volúmenes sueltos de los que había publicado la editorial Maucci en los años veinte y que encontré incongruentemente albergados en la biblioteca de mis abuelos, junto a insoportables novelas de Vargas Vila y obras más modernas de Vicki Baum, Maxence Van der Meerch, o Mika Waltari. Fue en aquellos escasos libros donde conocí al aguerrido pirata (y, según supe luego, furibundo anti-imperialista) Sandokán, a su fiel amigo Yáñez y a su enamorada lady Mariana Guillonk, la dulce “perla de Labuán”. Más tarde, los volúmenes de la colección Molino, bastante menos aparatosos, me permitieron completar el ciclo de los “piratas de la Malasia” y descubrir a otros héroes salgarianos en escenarios tan diversos como el Caribe, el Far West, Australia, los mares árticos o la India. Fue también en Salgari (antes que en Verne) donde leí mi primera novela de ciencia-ficción: Las maravillas del año 2000, de la que lo único que recuerdo es un grabado que representaba una especie de barco-tranvía circulando por un ámbito helado.
Es verdad que las novelas de Salgari han envejecido peor que las de Verne. Quizás porque sus héroes son más aparatosos y están menos cuidadosamente caracterizados (incluso para los estándares de las novelas de aventuras). Supongo que leí a ambos al mismo tiempo, pero entonces me gustaba más Salgari que Verne, tal vez por sus mismos defectos y porque la fantasía del italiano apuntaba más a lo irracional, a lo primario, a la necesidad infantil de identificación con los más fuertes. Eran héroes, en cierto sentido, operísticos, desbordados, viscerales. Como las historias que protagonizaban.
La documentada novela de Ferrero muestra por la vía de la reconstrucción biográfica que Emilio Salgari fue el más complejo de todos sus héroes. Hijo y padre de una estirpe de suicidas, fantasioso con su propia biografía, viajero inmóvil a través de los exóticos escenarios de sus libros, su vida fue un desmesurado drama personal y familiar. Sus editores se nos muestran como tremendos ejemplos de la voracidad, la rapiña y la falta de escrúpulos tan frecuentes en su gremio a lo largo del siglo XIX. Vivió miserablemente mientras escribía artículos, cuentos y novelas a razón de tres páginas diarias, y pobre de él si la enfermedad o los imprevistos retrasaban la entrega. Harto de su sufrimiento y de asistir al hundimiento de su mujer en el manicomio en que estaba recluida, una mañana, tras escribir cartas a sus hijos, a su editor y al director de su periódico, se dirigió con una navaja de afeitar a un parque de Turín y allí se practicó un (chapucero) seppuku. En 1998 dos astrónomos italianos pusieron su nombre al asteroide 27094. Seguro que, como había hecho Pavese, de niños habían jugado a ser “piratas de la Malasia”.
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