Manuel Rodríguez Rivero
En "El País":Historia e invención
Manuel Rodríguez Rivero. 6 junio 2012
Si toda la historia que nos enseñan es presentista, es decir, está hecha desde el contexto y la ideología de quien la escribe, todo el pasado que conozco (incluido, tal vez, el que he vivido) se me antoja construido desde distintos presentes ya pasados. Pertenezco a una generación a la que le han contado la historia desde muy divergentes perspectivas, de ahí que mi escepticismo respecto al estatuto científico del conocimiento histórico haya aumentado con los años.
La primera vez que me enfrenté a la disciplina fue en cuarto de bachillerato, cuando debí estudiar un compacto manual en el que entraba desde Altamira hasta el Glorioso Alzamiento Nacional, con un pequeño apéndice en el que se mencionaba al amigo Eisenhower. Lo que entonces se llevaba era la historia descriptiva, heredera del positivismo y los historicismos del XIX, y en la que los de mi edad aprendíamos de memoria listas de reyes, testamentos, políticas matrimoniales y batallas decisivas, sin que jamás llegáramos a entender el cómo y el porqué de todo aquel quilombo événementiel de “sucesos sucedidos”.
En la Universidad la historia era ya otra historia. A partir de finales de los sesenta, y a través de discípulos del gran Vicens Vives (quien, por cierto, no disimulaba su admiración por Toynbee), ya se sentía el influjo de los primeros y segundos Annales e, incluso, el eco en sordina de los historiadores marxistas de Past and present: de repente el relato del pasado se despreocupó de sus tradicionales protagonistas y empezó a alimentarse bulímicamente de economía y sociología, de estadísticas y estamentos, de explotadores y explotados. Luego aterrizaron los minuciosos estructuralistas y los obsesivos cliómetras, los historiadores de las crisis y de las mentalidades, los microhistoriadores del molinero Menocchio y los que extraían conclusiones de la vida cotidiana en una aldea occitana. Todo era historia y todo se podía contar desde muchos puntos de vista: tras la aridez del estructuralismo y del linguistic turn,llegaron los derridianos, los deconstructores, las feministas, los historiadores culturales, los estudiosos de la queer history, hasta completar el resto de la abigarrada tropa. Y, cuando ya parecía que el viejo relato se había fragmentado en mil pedazos, un grupo de historiadores británicos que llegaría a ser muy influyente, requeridos por los medios, y posiblemente seducidos por la eclosión global de la novela histórica, volvieron a reinventarlo. De modo que se hicieron narradores y, tras triunfar en las televisiones escribiendo series históricas de amplia audiencia, se convirtieron en celebridades mediáticas.
Uno de ellos es Orlando Figes, uno de los más reputados estudiosos de Rusia y la URSS (sus principales libros han sido publicados por Edhasa). Hace un par de años, cuando ya era un celebrity historian y se había convertido en éxito mundial su estupendo libro Los que susurran (en el que despliega con arte de novelista y oficio de historiador la sórdida realidad de un conjunto de vidas privadas durante los años de plomo del estalinismo), se vio mezclado en un escándalo cutre: utilizando un seudónimo (“historiador”), se había dedicado a poner a caldo en Amazon los libros de otros colegas suyos. Fue descubierto y cometió más torpezas: primero amenazó a los denunciantes con llevarles a juicio y, más tarde, mintió echándole la culpa a su señora. Después pidió perdón y consiguió que sus éxitos de historiador mediático difuminaran sus estupideces de individuo vanidoso. Ahora, mientras en el Reino Unido se acumulan las reseñas ditirámbicas de su último libro, Just send me word, subtitulado con sentido de la mercadotecnia “una verdadera historia de amor y supervivencia en el Gulag” y basado en la correspondencia de una pareja separada por la guerra y el castigo, algunos sovietólogos rusos y anglosajones han denunciado presuntas inexactitudes o tergiversaciones contenidas en Los que susurran.
Mientras se aclara el asunto, he decidido volver a leer Doctor Zhivago.Sí, ya sé que solo es una novela. Pero, ¿acaso la historia no lo es también, a su manera, mucho más trágica y terrible?
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