José Luis Pardo
Contadores de sombra
Ha sido agosto extraño. En medio de las vacaciones, la inquietud apuntaba a la quiebra de su país. Alrededor se dibujaba el perfil de una tierra sin futuro y por eso quería evitar la pregunta: ¿Qué será de nuestros hijos?
JOSÉ LUIS PARDO 2 SEP 2012
Confiados, se fueron de vacaciones. Cuando estaba cerrando las persianas, ella sintió pasar sobre sus párpados una sombra de sospecha al acordarse involuntariamente de la consolidada tradición de aprovechar la distracción veraniega de la ciudadanía para promulgar decretos-leyes lancinantes y vergonzosos, implacablemente practicada por gobiernos de todos los signos ideológicos, pero dejó pasar la sombra como una nube efímera, entre otras cosas porque ya le resultaba difícil imaginar decretos más lancinantes y leyes más vergonzosas que las que se habían promulgado en los últimos tiempos, antes y después de haberse declarado la crisis bancaria. Echaron el cerrojo a la puerta y dejaron una luz semiencendida siguiendo las recomendaciones de la policía, debido al alarmante aumento de robos en los domicilios de la zona, algo que había llegado a ser, como tantas otras cosas, un ingrediente más de los que contribuían a crear ambiente para el acontecimiento que no debe ser nombrado. Él se había autoinoculado la ilusoria pero sedante creencia de que, en cuanto llegasen a la playa y comenzasen a escuchar el tranquilizador estruendo de las “motosierras” (que era como él llamaba a esos monstruosos cañones que expelen aire como tubos de escape, armados con los cuales unos hombres empequeñecidos por tales mecanismos hacen un ruido gigantesco a lo largo de las interminables urbanizaciones de la costa mediterránea con el pretexto de amontonar las hojas caídas de los árboles, pero con la finalidad real de despertar de su letargo a los veraneantes y hacerles tomar conciencia de sus inmerecidos privilegios), ya estarían más allá de la influencia de la prima de riesgo, más allá del miedo, de la angustia, de las posibilidades de manipulación y de la bilis de todos los colores, como si alguien que no tuviera medios exorbitantes de defensa y autosuficiencia pudiera realmente alcanzar semejante “más allá”.
Fue el mes de agosto más extraño de toda su vida. Cada vez que él sentía aquel pinchazo intermitente en la zona del hígado, procuraba pensar en otra cosa mientras sonreía a su esposa o miraba las olas romper lenta, sucesiva y desordenadamente desde la línea de los windsurfistas hasta la arena bajo sus pies: otra sombra atravesaba entonces, como un rayo, su imaginación habitualmente inactiva (“¿seguirá existiendo el sistema sanitario público que teníamos cuando volvamos a casa?”); intentaba disiparla con la mano, fingiendo que espantaba un mosquito, pensando sarcásticamente que no era un buen momento para caer enfermo, considerando no solamente la decadencia de la seguridad social, sino también el endurecimiento de las bajas por enfermedad. La ocasional yuxtaposición de aquel turbio dolor con la visión de la playa le hizo recordar que alguna vez alguien había comparado el progreso de su país con la formación de las olas, y la corrupción con esa grasienta espuma que se forma en su cresta; la punzada hepática hacía así que, en su confusa visión, esa grasa nauseabunda quedase sobrenadando en el agua cuando el oleaje se calmaba y acabase por inundar todas las instituciones públicas, como si el progreso de pronto se hubiese reducido a ese pringue. Afortunadamente, el ataque de rencor ultraliberal que esa visión provocaba era inmediatamente contrarrestado por el cava, que llegaba siempre a tiempo de mitigar a la vez el pinchazo y el resentimiento, y que con su aturdimiento propiciaba un humor demagógico-populista que identificaba “lo público” con “lo bueno” (identificación que, por desgracia, distaba mucho de ser correcta) y, después de un momento de euforia, se convertía otra vez en una sombra nostálgica, lo que nunca venía mal, teniendo en cuenta lo mucho que se desea la sombra en los rigores de la canícula.
Desde el comienzo de las vacaciones, ella se volvió una maestra en el arte de no abrir la boca. Sabía que cada vez que lo hacía, aunque fuese en mitad de la cena para comentar la calidad del souquet, su angustia podía jugarle una mala pasada y —como atestiguaba el desconfiado ceño de su marido cuando despegaba los labios— llevarle a hacer preguntas metafísicas (“¿para qué hemos estado trabajando toda nuestra vida y cotizando a la seguridad social durante cuarenta años? ¿para qué hemos estado pagando impuestos y ahorrando estos cuatro euros que ahora, como esas pobres gentes a quienes se les empieza a transparentar el abrigo de tanto haberlo remendado, bajo su apariencia prusiana traslucen su humilde lencería de pesetas?”). De modo que había aprendido a comunicarse por gestos, moviendo las manos alegremente, como si estuviese dirigiendo una orquesta (aunque la orquesta no podría tocar más que algo francamente decadente, como la suite de jazz nº 2 de Shostakovich o One for my baby de Billie Holliday), al mismo tiempo que sonreía y levantaba las cejas en señal de despreocupación. Como lectura de evasión, y ante la mirada atónita del vendedor (que llevaba meses sin ver a una persona entrar en la librería), se había comprado una novela histórica ambientada a finales de la Edad Media, que resultó ser francamente mala. A medida que leía sus páginas se iba formando, en torno al débil argumento del libro y sin su contribución consciente y deliberada, una especie de trama superpuesta. Hubo, en efecto, un tiempo en el cual todo el negocio de la creencia y la confianza en el porvenir constituía un sector administrado en régimen de monopolio por la Iglesia católica, y su libro describía un mundo en el cual esa creencia había entrado en colapso. En la realidad actual, ese negocio se llama “crédito” y lo administra, también en exclusiva, la banca. Y ella estaba asistiendo a la quiebra de la creencia en el porvenir de su país, es decir, estaba viendo cómo a su alrededor se dibujaba el perfil de una tierra sin futuro, aunque procuraba enfrascarse en la ridícula intriga de aquella fábula para no escuchar la interrogación que acabaría de amargar sus vacaciones (“¿qué será de nuestros hijos?”).
Aunque acerca de este asunto, en verdad, ambos tenían una seguridad tan inconfesa como sus dudas. Éstas últimas, aunque siempre implícitas entre ellos, eran más o menos acuciantes (“¿A dónde regresaremos cuando acaben nuestras vacaciones? ¿Tendremos aún casa, empleo, sueldo, cuenta bancaria? ¿Existirá aún el país del que partimos mirando aquellos carteles de la DGT que decían Lo principal es volver, pero no decían cómo ni a dónde?”) o curiosas (“¿Quién será tan cándido como para acudir a votar en las próximas elecciones, que se adivinan como uno de los hechos más apasionantes del horizonte?”). Aquélla otra, la seguridad, era de nuevo tan sombría como inexorable: si bien no querían aún decirlo abiertamente, ellos sabían muy bien cuál sería su futuro, porque ya lo habían vivido en su infancia y en su juventud; su futuro era su pasado, al que ahora tendrían que enfrentarse algo más cansados y con menos expectativas, como Sísifo la enésima vez que ve cómo su roca es devuelta al punto de partida de su pretendido ascenso. Esto contestaba a las preguntas que, antes del “despertar” crítico, inundaban alegremente los foros del espectáculo público: ¿cómo será la vivienda del futuro, el periódico del futuro, la universidad del futuro, la política del futuro? El enigma se había desvelado: serían, exactamente, las viviendas del pasado (pasarán lustros antes de que nadie construya otras nuevas), los periódicos, la universidad y la política del pasado, puesto que el país se había quedado repentinamente sin porvenir alguno, es decir, serían justamente todo eso de lo que hasta hace poco pensábamos que ya nos habíamos librado como quien consigue erradicar las liendres de su ropa o las cucarachas de su casa. En el fondo, eso les daba la tranquilidad de esas historias en las cuales no hay misterio alguno y todos los personajes saben demasiado bien a lo que se enfrentan, como si todo lo demás —los sueños de riqueza social y las aspiraciones a una democracia de primera— hubiera sido uno de esos espejismos que el desierto engendra y que después disipa.
En total, durante aquellas vacaciones acumularon grandes cantidades de sombra, aunque procuraron hacerlo con una extremada discreción porque sabían que, de divulgarse la noticia, aparecería alguna compañía dispuesta a facturarles también la materia oscura, incluyendo el no menos oscuro déficit tarifario del suministro de tinieblas.
José Luis Pardo es filósofo. Su último libro es El cuerpo sin órganos. Presentación de Gilles Deleuze (Pre-Textos).
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