viernes, 4 de noviembre de 2011

PRENSA CULTURAL. "Todos los Shakespeare", por Manuel Rodríguez Rivero


   En "El País":
Todos los Shakespeare

MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO 26/10/2011

   Shakespeare fue un fraude, una patraña astutamente pergeñada para ocultar la verdadera identidad del autor de obras que se le atribuyen. Esa es la hipótesis de la que parte Anonymous, la película de Roland Emmerich que se estrenará dentro de unos días en los cines británicos y norteamericanos. Al director de palomiteros éxitos apocalípticos, como El día de mañana (2004) o 2012 (2009), no se le han escapado las posibilidades comerciales del viejo mito de naturaleza conspirativa que convierte a la primera gloria nacional de las letras inglesas en el centro de un rocambolesco thriller histórico. Todo ello ambientado en un Londres isabelino diseñado por ordenador y poblado por personajes ataviados para influir en el prêt-à-porter de la próxima temporada. No importa que la crítica cinematográfica y muchos eruditos shakespearianos hayan puesto el grito en el cielo ante las numerosas incoherencias del guion: con esos ingredientes y un reparto en el que alternan viejas glorias (Vanessa Redgrave) con nuevas celebridades (Rhys Ifans, Joely Richardson), el taquillazo parece asegurado. Sobre todo si recordamos el éxito internacional obtenido por Shakespeare enamorado (1998), en la que John Madden mezclaba con tanta habilidad como desparpajo ficción histórica con personajes reales y situaciones de las obras del autor.
   La sospecha de que, en realidad, Shakespeare no fue Shakespeare comenzó a extenderse en el Romanticismo, precisamente cuando sus obras se habían convertido (tras dos siglos de desigual consideración crítica y, a menudo, de abierto desdén) en piezas indiscutibles del canon literario. El argumento fundamental de los llamados antistratfordianos se basaba en la improbabilidad de que un individuo que, al parecer, había nacido en el seno de una familia menesterosa, medio analfabeta y provinciana hubiera podido alumbrar un asombroso corpus literario en el que se evidencia, además de notable erudición y gusto artístico, un conocimiento de primera mano de cuestiones de historia, derecho, medicina, costumbres cortesanas y vida en países extranjeros.
   La ingente bibliografía (unos 5.000 títulos) que plantea o defiende la posibilidad de que Shakespeare fuera otro constituye una especie de subgénero dentro de la floreciente industria cultural centrada en la figura del Bardo. El primero de los numerosos "pretendientes" fue Francis Bacon, al que también se le han atribuido, en diferentes momentos, la autoría de las obras de Marlowe, de Kyd o de Lyly, e incluso la Anatomía de la melancolía, de Burton. Ha habido otros, incluida una dama (Mary Sidney, condesa de Pembroke), pero hace ya tiempo que el candidato a Shakespeare más persistente y "argumentado" es Edward de Vere, decimoséptimo conde de Oxford: un libertino conocedor de los clásicos, elegante y mundano, que viajó por Europa y residió durante un tiempo en Venecia. Es decir, todo lo que no habría podido ser uno de los ocho hijos de los Shakespeare de Stratford.
   Ese personaje novelesco es el que protagoniza el nuevo blockbuster de Emmerich, repleto de (falsos) misterios históricos. Él es, en la película (narrada, por cierto, por Derek Jacobi, declarado partidario de la autoría de De Vere) el genial escritor oculto. Un personaje reconstruido con retazos de realidad y mucha especulación (se le atribuye ser hijo ilegítimo de Isabel I) que -lo que es la vida-, acaba convenciendo a un oscuro, semianalfabeto, borrachuzo e intrigante actorzuelo llamado William Shakespeare para que acepte ser su testaferro en una sociedad en que ni los poetas ni los dramaturgos eran considerados respetables. Hay más: intriga, sexo, incesto, violencia (¿adivinan quién fue, en realidad, el asesino del pobre Marlowe?), pero tendrán que pagar su entrada para enterarse. Mientras tanto, esté donde esté y sea quien sea, el autor de El mercader de Venecia y de Macbeth y de algunos de los más hermosos sonetos jamás escritos, tal vez sonría junto a Homero -otra hipótesis identitaria, para entendernos- contemplando desde lejos la inquebrantable novelería del mundo.

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