Manuel Rodríguez Rivero
El primer fulgor
MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO 09/11/2011
Los novelistas suelen ser muy imprecisos cuando se les pregunta acerca del origen remoto de sus historias. Rara vez lo que más tarde escribirán se les presenta como un todo organizado cuya puesta en página reclama urgencia. De entre los que traté en mi época de editor, al único que le sucedía (y solo durante algún tiempo) era a Luis Mateo Díez, que en el momento de empezar a escribir sabía no solo lo que iba a suceder en cada capítulo, sino también, y con sorprendente aproximación, las páginas que tendría. A los demás, sin embargo, no les ocurría tal cosa, sino que la historia se les desplegaba mientras la iban escribiendo a partir de notas pergeñadas en torno a algo que sí tenían seguro: un personaje, una escena, un diálogo. O, incluso, de algo mucho más enigmático: un fulgor, un destello, una especie temblor producido por alguna imagen u objeto y que quizá había tenido lugar en un tiempo muy alejado de la composición de la novela.
He pensado en esos imprecisos orígenes a propósito del reciente descubrimiento en Reino Unido de un cuadernito de notas de Charlotte Brontë en el que, entre otros muchos asuntos que van a dar trabajo a los estudiosos de la obra de la escritora victoriana, se encuentra la descripción de un incendio provocado, al parecer similar al que ocasiona aquella "loca del ático" (donde la había encerrado su marido, el sombrío señor Rochester) en la estupenda Jane Eyre (1847). Lo más sorprendente de todo es que ese diminuto manuscrito (19 páginas de 6 - 3,5 centímetros), una especie de periódico juvenil para consumo propio y de sus hermanas, data de cuando su autora tenía solo 14 años: y allí se encuentra quizás aquel primer "temblor" (el germen, la idea) de la que mucho después sería considerada una de las grandes novelas del siglo XIX.
Y, desde luego, en una de las más leídas, entonces y ahora. Publicado bajo el epiceno seudónimo de Currer Bell (las mujeres escritoras no estaban bien vistas), el libro se convirtió inmediatamente en un éxito. Su extremado romanticismo impregnado de elementos góticos y oscuros, el realismo de sus descripciones y su trama melodramática repleta de sorpresas, giros imprevistos y anagnórisis, cautivaron rápidamente a sus lectores. Pero lo que más les sorprendió fue la presencia de una heroína (en cuya formación y carácter pueden rastrearse numerosos rasgos autobiográficos de la autora) rebosante de inteligencia y pasión y que no se conducía según el canon de "feminidad" victoriano. Ahora ya conocemos -gracias, entre otros libros, a The Madwoman in the Attic (1974; traducción española en Cátedra, 1998), de Sandra Gilbert y Susan Gubar, uno de los estudios seminales de la crítica feminista-, el patriarcal contexto ideológico y literario en el que la novela tuvo que abrirse camino.
Jane Eyre, que releo parcialmente cada cierto tiempo, es uno de esos libros inagotables que nunca acaban de revelar todo lo que encierran. Más de una veintena de adaptaciones cinematográficas (la última, dirigida por Cari Joji Fukunaga, se estrenará próximamente en España) subrayan una fascinación que trasciende generaciones y hábitos culturales. Por mi parte, y desde que he leído la noticia del descubrimiento del manuscrito (que Sotheby's subastará en diciembre), no dejo de fantasear acerca de la posibilidad de que el germen de esa historia pueda encontrarse en el cuadernillo de una infeliz y sensible muchacha provinciana a la que, en las largas y frías tardes de su adolescencia, el fuego se le revelara como fuente de alivio, venganza y purificación. En ese caso, tal vez no solo su juiciosa protagonista (y narradora), sino también la enloquecida Bertha Rochester, una sombra ominosa siempre presente en la novela, podría formar parte muy íntima de ella.
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