Llegó al club antes que los otros, antes que el entrenador, antes incluso que la Sirenita. Se dirigió a los vestuarios, sin entretenerse en charlar con las recepcionistas, como solía. Atravesó con rapidez el gimnasio. Lo hizo sin mirarse en los espejos, nunca le hizo falta ir al encuentro de su imagen repetida. Se conocía de sobra. No era la más fea. Sí era la más torpe. Y la más fuerte.
Se lanzó a la piscina. La idea aleteaba en su cerebro como un insecto atrapado por un puño iracundo. Más que una idea, un impulso. Una emoción caótica, punzante, que le pedía acción inmediata, salida al aire. Ejecución.
Bajo el agua, sus piernas parecían más armoniosas que en tierra firme. Contemplándolas como hacía a menudo, con la espalda apoyada en una de las paredes de la piscina, podía creer que eran dos pilares, dos columnas griegas, dos pequeños colosos perdurables, necesarios y dignos de respeto. Otra cosa era cuando se desplazaba caminando, ahora un muslo, ahora el otro, lo que implicaba un humillante frotamiento, y ella sentía que el esfuerzo de mover aquellas dos masas cilíndricas que apenas se afinaban en los tobillos no servía para nada, no la conducía a parte alguna. Que su vida permanecía sin desarrollar, estéril, inmovilizada por esa inferioridad de su cuerpo inferior.
Realizar ejercicios en el agua le proporcionó, al principio, algo de alivio, algo de dignidad. Cualquier mejora en su capacidad motriz era acogida por el entrenador con sonoros "¡Muuuuy bien!", y con grititos por parte del resto del grupo.
Torpe, lenta, descoordinada, sintiendo su fuerza bruta latir en ella como un ultraje más, había recibido, hasta entonces, un condescendiente trato de los miembros de la clase. Solían repetirle que la relación entre su cuerpo y el agua iba a mejorar. Agradecida, doblaba las rodillas y saltaba, y aunque a los dos o tres saltos se escoraba y se hundía -por entonces era la única que realizaba ese ejercicio en la parte menos honda de la piscina, haciendo pie-, se consolaba pensando que su situación pronto iba a cambiar.
Y así fue. La llegada de la Sirenita desplazó la atención de sus piernas remisas a las extremidades perfectas de la nueva alumna, a sus movimientos armoniosos. Todos la querían; bien, no todos.
Así que esa mañana ella llegó antes que los demás, antes que el entrenador, antes incluso que la mujer perfecta.
Y cuando los otros entraron, con los gorros ya puestos y las gafas en la mano, cuando la vieron saltando en la parte honda de la piscina, sí, saltando y pedaleando con los brazos en alto, y riendo de placer, espontáneamente se colgaron las gafas del brazo y prorrumpieron en una gran ovación. La única que recibió en su vida.
El agua transparente de la piscina pronto reveló que la mujer saltaba sobre el cuerpo de la Sirenita. Tenía el cuello roto y la rubia cabeza se movía sin control, por primera vez desacompasada, ajena a sus extremidades.
Se lanzó a la piscina. La idea aleteaba en su cerebro como un insecto atrapado por un puño iracundo. Más que una idea, un impulso. Una emoción caótica, punzante, que le pedía acción inmediata, salida al aire. Ejecución.
Bajo el agua, sus piernas parecían más armoniosas que en tierra firme. Contemplándolas como hacía a menudo, con la espalda apoyada en una de las paredes de la piscina, podía creer que eran dos pilares, dos columnas griegas, dos pequeños colosos perdurables, necesarios y dignos de respeto. Otra cosa era cuando se desplazaba caminando, ahora un muslo, ahora el otro, lo que implicaba un humillante frotamiento, y ella sentía que el esfuerzo de mover aquellas dos masas cilíndricas que apenas se afinaban en los tobillos no servía para nada, no la conducía a parte alguna. Que su vida permanecía sin desarrollar, estéril, inmovilizada por esa inferioridad de su cuerpo inferior.
Realizar ejercicios en el agua le proporcionó, al principio, algo de alivio, algo de dignidad. Cualquier mejora en su capacidad motriz era acogida por el entrenador con sonoros "¡Muuuuy bien!", y con grititos por parte del resto del grupo.
Torpe, lenta, descoordinada, sintiendo su fuerza bruta latir en ella como un ultraje más, había recibido, hasta entonces, un condescendiente trato de los miembros de la clase. Solían repetirle que la relación entre su cuerpo y el agua iba a mejorar. Agradecida, doblaba las rodillas y saltaba, y aunque a los dos o tres saltos se escoraba y se hundía -por entonces era la única que realizaba ese ejercicio en la parte menos honda de la piscina, haciendo pie-, se consolaba pensando que su situación pronto iba a cambiar.
Y así fue. La llegada de la Sirenita desplazó la atención de sus piernas remisas a las extremidades perfectas de la nueva alumna, a sus movimientos armoniosos. Todos la querían; bien, no todos.
Así que esa mañana ella llegó antes que los demás, antes que el entrenador, antes incluso que la mujer perfecta.
Y cuando los otros entraron, con los gorros ya puestos y las gafas en la mano, cuando la vieron saltando en la parte honda de la piscina, sí, saltando y pedaleando con los brazos en alto, y riendo de placer, espontáneamente se colgaron las gafas del brazo y prorrumpieron en una gran ovación. La única que recibió en su vida.
El agua transparente de la piscina pronto reveló que la mujer saltaba sobre el cuerpo de la Sirenita. Tenía el cuello roto y la rubia cabeza se movía sin control, por primera vez desacompasada, ajena a sus extremidades.
Maruja Torres es autora de la novela Esperadme en el cielo (Destino), ganadora del Premio Nadal 2009.
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