Una imagen, un sonido, un olor. El detalle más nimio puede despertar la memoria y llevarnos diez, quince, incluso veinte años atrás. Y es entonces cuando aflora el sentimiento de culpa por algo que hicimos en aquella época. Eso fue lo que me ocurrió cuando entré en aquella tienda y oí la canción. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo: era la canción que escuchaba cada noche cuando era niño.
Yo no tendría más de diez años cuando todo pasó. Calculo ahora que sería el año 78 o, como mucho, el 79. Sufría de pesadillas. Cada noche soñaba con vampiros y fantasmas y me levantaba sobresaltado. Mi madre tenía que venir de su cuarto y se acostaba junto a mí, hasta que yo conciliaba el sueño. Recuerdo que en una visita rutinaria al médico mi madre le preguntó si lo de las pesadillas era normal. El médico dijo que sí, que era habitual en el proceso de crecimiento de cualquier chaval. "Lo que pasa es que tu hijo tiene demasiada imaginación", dijo riéndose.
Yo, en mi fuero interno, trataba de adivinar qué era lo que me creaba aquellas terribles pesadillas. Pudiera ser que viera en la televisión alguna película de terror, pero aquello ocurría contadas veces mientras las pesadillas las tenía casi cada noche. Después de darle muchas vueltas, al final di con el culpable de la situación.
En mi habitación dormíamos tres hermanos. Había una litera y una cama nido. En la cama nido dormía mi hermano mayor, y en la litera de arriba mi segundo hermano. La cuarta cama era para cuando venía mi tío de la mar. Recuerdo que yo prefería dormir en la litera de arriba, así estaría más a resguardo de los monstruos de debajo de la cama, pero mi hermano siempre se negó. Como yo era el más pequeño, no tuve más remedio que quedarme con la peor cama.
Mi hermano mayor solía dormir con un pequeño radiocasete. Su cinta favorita era la de un acordeonista que tocaba canciones patrióticas vascas. No sé si era por las canciones o por el sonido del acordeón pero yo odiaba aquella cinta. Y es que cada vez que me dormía con el sonido de aquel acordeonista tenía pesadillas. Yo se lo dije a mi hermano, le rogué que cambiara de cinta. Sin embargo, él me respondía que no, que aquellas canciones habían estado prohibidas durante mucho tiempo y era el momento de escucharlas.
Harto de ser siempre el último de la fila, de tener que obedecer una y otra vez a mis hermanos mayores, hice algo que ahora me llena de culpa. Un sábado, cuando mis hermanos estaban fuera de casa, saqué la cinta del magnetofón y la escondí. La escondí en el lugar más recóndito. Era la cinta o yo.
Mi hermano se enfureció muchísimo cuando no encontró la cinta en su lugar habitual. Primero le preguntó a mi madre si la había visto. Después se metió con mi otro hermano. Le acusaba de robarle la cinta, por envidia. Yo podía haber salido al rescate de mi hermano mediano, pero callé. No en vano me había dejado sin la litera de arriba. Por fortuna, mi hermano mayor nunca sospechó de mí. Cómo iba a sospechar de un mocoso de ocho años.
Nunca más tuve pesadillas.
Yo no tendría más de diez años cuando todo pasó. Calculo ahora que sería el año 78 o, como mucho, el 79. Sufría de pesadillas. Cada noche soñaba con vampiros y fantasmas y me levantaba sobresaltado. Mi madre tenía que venir de su cuarto y se acostaba junto a mí, hasta que yo conciliaba el sueño. Recuerdo que en una visita rutinaria al médico mi madre le preguntó si lo de las pesadillas era normal. El médico dijo que sí, que era habitual en el proceso de crecimiento de cualquier chaval. "Lo que pasa es que tu hijo tiene demasiada imaginación", dijo riéndose.
Yo, en mi fuero interno, trataba de adivinar qué era lo que me creaba aquellas terribles pesadillas. Pudiera ser que viera en la televisión alguna película de terror, pero aquello ocurría contadas veces mientras las pesadillas las tenía casi cada noche. Después de darle muchas vueltas, al final di con el culpable de la situación.
En mi habitación dormíamos tres hermanos. Había una litera y una cama nido. En la cama nido dormía mi hermano mayor, y en la litera de arriba mi segundo hermano. La cuarta cama era para cuando venía mi tío de la mar. Recuerdo que yo prefería dormir en la litera de arriba, así estaría más a resguardo de los monstruos de debajo de la cama, pero mi hermano siempre se negó. Como yo era el más pequeño, no tuve más remedio que quedarme con la peor cama.
Mi hermano mayor solía dormir con un pequeño radiocasete. Su cinta favorita era la de un acordeonista que tocaba canciones patrióticas vascas. No sé si era por las canciones o por el sonido del acordeón pero yo odiaba aquella cinta. Y es que cada vez que me dormía con el sonido de aquel acordeonista tenía pesadillas. Yo se lo dije a mi hermano, le rogué que cambiara de cinta. Sin embargo, él me respondía que no, que aquellas canciones habían estado prohibidas durante mucho tiempo y era el momento de escucharlas.
Harto de ser siempre el último de la fila, de tener que obedecer una y otra vez a mis hermanos mayores, hice algo que ahora me llena de culpa. Un sábado, cuando mis hermanos estaban fuera de casa, saqué la cinta del magnetofón y la escondí. La escondí en el lugar más recóndito. Era la cinta o yo.
Mi hermano se enfureció muchísimo cuando no encontró la cinta en su lugar habitual. Primero le preguntó a mi madre si la había visto. Después se metió con mi otro hermano. Le acusaba de robarle la cinta, por envidia. Yo podía haber salido al rescate de mi hermano mediano, pero callé. No en vano me había dejado sin la litera de arriba. Por fortuna, mi hermano mayor nunca sospechó de mí. Cómo iba a sospechar de un mocoso de ocho años.
Nunca más tuve pesadillas.
Kirmen Uribe es el autor de la novela Bilbao-New York-Bilbao, Premio Nacional de la Crítica 2009 en euskera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario