En la Revista de verano de "El País", este relato de Andrés Barba: EL PERRO:
Viste cómo moría el perro envenenado. Eras sólo un niño y viste cómo moría el perro envenenado. Lo encontraron tumbado entre las tomateras transpirando cansadísimo. La vecina pinchó al animal con una varita para ver si se movía ("Hay gente que no tiene conciencia", dijo). Era tan fácil envenenar a un perro. La cola dio dos golpes en los rodrigones de las alubias, la piel transpiraba, esa piel casi humana, blanquecina tras el pelo, como la de un anciano, las moscas. Era tan fácil envenenar a un perro; se envenena una bola de carne, una galleta, un cuenco de arroz. El perro marrón con una mancha gris en el lomo, ya no está, se acabó. Se veían las naranjas, la sombra de las naranjas, tú no estabas enfadado, ni triste, pensabas qué fácil es envenenar a un perro. Eras sólo un niño. Y sin embargo había algo que había sucedido mucho antes; en el dibujo tenue de las costillas subiendo y bajando, en la angustia de la cola golpeando el canalón. Lo llevaron como a una novia hasta la puerta, y en el grupo de curiosos también tú cogiste un palo y le diste con él en el hocico para ver si se movía. No se movía. "Qué fácil es envenenar a un perro -repetiste- se envenena una bola de carne, una galleta, un cuenco de arroz". Dentro del perro un personaje mágico cumplía un rito tan audaz como el de las brujas. Dentro del perro un perro antiguo reconocía caras, voces, recordaba escenas, te veía a ti, comprimido, y dentro de ti otra escena de ti, otro tú, más pequeño, porque fue ayer por la noche cuando fuiste solo. Te gustaba el perro, no era que no te gustara el perro. El perro marrón con una mancha gris en el lomo. Y le habías acariciado varias veces, y él había sido dócil, y tú curioso, porque la curiosidad era una de las formas del miedo, y él te había enseñado los dientes, unos colmillos amarillentos y brillantes, nicotínicos, casi humanos y entonces lo decidiste. ¿Fue entonces cuando lo decidiste o fue luego? No, fue entonces. Luego, por la noche, cuando te acercaste, los ojos le brillaban como dos alfileres y no ladró, no hizo nada, fue tan amable, como si ya lo sospechara todo. "Qué fácil es envenenar a un perro -escuchaste que repetía la vecina a la dueña de la pescadería- se envenena una bola de carne, una galleta, un cuenco de arroz". "Un pescado" dijo la pescadera. La tumba se la hicieron junto a los rodrigones de las alubias, antes incluso de que muriera porque uno de los curiosos era veterinario y dijo que ni modo. Y tú cavaste con todas tus fuerzas, y el dueño te dio dos golpecitos en la cabeza, dos golpecitos desolados y tenues. Y te dijo: "cógelo de ahí, anda, vamos a echarlo, chaval". Tú no estabas enfadado, ni triste, pensabas qué fácil es envenenar a un perro. Eras sólo un niño y no te atrevías a tocarlo.
Andrés Barba es autor de Las manos pequeñas (Anagrama), 2008.
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