En "El País Semanal", dentro de la serie Relatos de verano, tenemos éste, de Vladímir Nabokov (1899-1977). Gran aficionado al ajedrez y al coleccionismo de mariposas, el escritor ruso (nacionalizado estadounidense) alcanzó notoriedad mundial con la publicación de Lolita, una obra que creó gran resquemor en la sociedad de su tiempo. Considerado uno de los grandes novelistas del siglo XX, otras de sus obras son Ada o el ardor, Pálido fuego o Pnin.
Traducido por María Lozano, será publicado por Alfaguara el próximo 7 de octubre, y formará parte de los Cuentos completos de Nabokov.
En la edición en papel de "El País Semanal", aparecen unas magníficas ilustraciones de Miguel Navia.
Debido a su extensión, lo iremos reproduciendo en tres entregas.
SEGUNDA ENTREGA:
SEGUNDA ENTREGA:
3.
A la mañana siguiente, hacia las once, Wolfe llamó a la puerta de los Khrenov. Unos platos tintinearon aterrorizados en la habitación y Natasha rompió a reír. Inmediatamente se deslizó al descansillo, después de cerrar con cuidado la puerta tras de sí.
–Estoy tan contenta. Mi padre está mejor hoy.
Iba vestida con una blusa blanca y una falda beige con botones en las caderas. Sus alargados ojos brillaban de felicidad.
–Ha pasado una noche muy inquieta –continuó rápidamente–, pero ahora está totalmente tranquilo. Ya no tiene fiebre. Incluso ha decidido que se va a levantar. Lo acaban de bañar.
–Hoy hace un sol espléndido –dijo Wolfe misteriosamente–. No he ido a trabajar.
Estaban de pie en el descansillo con su luz mortecina, apoyados ambos en la pared sin saber qué más decirse.
–¿Sabes qué, Natasha? –se aventuró finalmente Wolfe, separándose de la pared lentamente, como si la empujara, y metiéndose las manos en los bolsillos de sus arrugados pantalones grises–. Vámonos de excursión al campo. Estaremos de vuelta a las seis, ¿qué te parece?
Natasha le escuchaba reclinada en la pared, aunque a su vez empezó a enderezarse.
–Pero ¿cómo voy a dejar a mi padre solo? Aunque quizá…
Y al detectar la sombra de la duda en sus palabras, Wolfe se alegró.
–Natasha, guapa, venga, decídete, por favor. ¿No me acabas de decir que hoy tu padre está bien? Y la casera está ahí al lado para cualquier cosa que necesite.
–Es verdad –dijo Natasha lentamente–. Se lo voy a decir.
Y con un revuelo de la falda volvió a la habitación.
Encontró a Khrenov completamente vestido a excepción del cuello duro de la camisa; trataba de coger algo que había en la mesa.
–Natasha, Natasha, ayer te olvidaste de comprar los periódicos…
Natasha se dispuso a hacer té en el hornillo de gas.
–Papá, hoy me gustaría ir de excursión al campo. Wolfe me lo ha propuesto.
–Desde luego, hija mía, debes ir –contestó Khrenov y los blancos azulados de sus ojos se llenaron de lágrimas–. Créeme, hoy estoy mucho mejor. Si no fuera por esta ridícula debilidad…
Cuando Natasha se hubo ido, su padre empezó de nuevo a andar a tientas por la habitación, inseguro, buscando algo… Con un débil gruñido trató de mover el sofá. Y luego miró debajo del mismo… y se quedó allí un rato, tumbado en el suelo, la cabeza le daba vueltas con náuseas. Despacio, con mucho esfuerzo, consiguió incorporarse, ponerse de pie y llegar a la cama… Y de nuevo tuvo la sensación de que estaba cruzando algún puente, de que oía el ruido de un aserradero, de que unos árboles amarillentos flotaban, de que sus pies se hundían y hundían en el húmedo serrín, de que un viento frío venía zumbando del río, provocándole cada vez más y más escalofríos…
A la mañana siguiente, hacia las once, Wolfe llamó a la puerta de los Khrenov. Unos platos tintinearon aterrorizados en la habitación y Natasha rompió a reír. Inmediatamente se deslizó al descansillo, después de cerrar con cuidado la puerta tras de sí.
–Estoy tan contenta. Mi padre está mejor hoy.
Iba vestida con una blusa blanca y una falda beige con botones en las caderas. Sus alargados ojos brillaban de felicidad.
–Ha pasado una noche muy inquieta –continuó rápidamente–, pero ahora está totalmente tranquilo. Ya no tiene fiebre. Incluso ha decidido que se va a levantar. Lo acaban de bañar.
–Hoy hace un sol espléndido –dijo Wolfe misteriosamente–. No he ido a trabajar.
Estaban de pie en el descansillo con su luz mortecina, apoyados ambos en la pared sin saber qué más decirse.
–¿Sabes qué, Natasha? –se aventuró finalmente Wolfe, separándose de la pared lentamente, como si la empujara, y metiéndose las manos en los bolsillos de sus arrugados pantalones grises–. Vámonos de excursión al campo. Estaremos de vuelta a las seis, ¿qué te parece?
Natasha le escuchaba reclinada en la pared, aunque a su vez empezó a enderezarse.
–Pero ¿cómo voy a dejar a mi padre solo? Aunque quizá…
Y al detectar la sombra de la duda en sus palabras, Wolfe se alegró.
–Natasha, guapa, venga, decídete, por favor. ¿No me acabas de decir que hoy tu padre está bien? Y la casera está ahí al lado para cualquier cosa que necesite.
–Es verdad –dijo Natasha lentamente–. Se lo voy a decir.
Y con un revuelo de la falda volvió a la habitación.
Encontró a Khrenov completamente vestido a excepción del cuello duro de la camisa; trataba de coger algo que había en la mesa.
–Natasha, Natasha, ayer te olvidaste de comprar los periódicos…
Natasha se dispuso a hacer té en el hornillo de gas.
–Papá, hoy me gustaría ir de excursión al campo. Wolfe me lo ha propuesto.
–Desde luego, hija mía, debes ir –contestó Khrenov y los blancos azulados de sus ojos se llenaron de lágrimas–. Créeme, hoy estoy mucho mejor. Si no fuera por esta ridícula debilidad…
Cuando Natasha se hubo ido, su padre empezó de nuevo a andar a tientas por la habitación, inseguro, buscando algo… Con un débil gruñido trató de mover el sofá. Y luego miró debajo del mismo… y se quedó allí un rato, tumbado en el suelo, la cabeza le daba vueltas con náuseas. Despacio, con mucho esfuerzo, consiguió incorporarse, ponerse de pie y llegar a la cama… Y de nuevo tuvo la sensación de que estaba cruzando algún puente, de que oía el ruido de un aserradero, de que unos árboles amarillentos flotaban, de que sus pies se hundían y hundían en el húmedo serrín, de que un viento frío venía zumbando del río, provocándole cada vez más y más escalofríos…
4.
–Sí, todos mis viajes… Natasha, a veces me siento como un dios. He visto el Palacio de las Sombras de Ceilán y he cazado diminutos pájaros color esmeralda en Madagascar. Los indígenas llevan collares confeccionados con huesos de vértebras, y por la noche cantan en la costa de una forma tan extraña, como si fueran chacales musicales. He vivido en una tienda de campaña no lejos de Tamatave, donde la tierra es roja y el mar azul oscuro. No te podría describir aquel mar.
Wolfe se quedó callado, jugueteando con una piña. Luego se pasó la palma hinchada de la mano a lo largo de su rostro y rompió a reír.
–Y aquí estoy, sin un céntimo, atrapado en la más miserable de las ciudades europeas, ahogándome en una oficina día tras día, como cualquier holgazán, malcomiendo pan y salchichas por la noche en un figón de camioneros. Y sin embargo, hubo un tiempo…
Natasha estaba tumbada boca abajo, apoyada en los codos bien abiertos, observando las copas iluminadas de los pinos conforme iban desapareciendo en las alturas turquesas. Mientras contemplaba el cielo, unos puntos redondos luminosos rielaban y se dispersaban en sus ojos. De cuando en cuando algo revoloteaba como un espasmo dorado de pino a pino. Junto a sus piernas cruzadas el Barón Wolfe se sentaba con su terno gris, su cabeza afeitada inclinada, y seguía manoseando la piña seca.
Natasha suspiró.
–En la Edad Media –dijo mirando las copas de los pinos– me habrían quemado en la hoguera o me habrían canonizado. A veces tengo sensaciones extrañas. Como una especie de éxtasis. Luego me quedo como ingrávida, y siento como si estuviera flotando en algún lugar y entonces lo entiendo todo, la vida, la muerte, todo… En una ocasión, cuando tenía unos diez años, estaba sentada en el comedor, dibujando. Hasta que me cansé y empecé a pensar. Y de repente se cruzó en mis pensamientos la presencia de una mujer, descalza, con una ropa de color azul muy gastada, y una gran tripa grávida, y su rostro era menudo, delgado y amarillento, con unos ojos extraordinariamente bondadosos, extraordinariamente misteriosos… Sin mirarme, pasó corriendo y desapareció en la habitación de al lado. No me asusté. Por alguna extraña razón pensé que había venido a fregar los suelos. Nunca me volví a encontrar con aquella mujer, pero ¿sabes quién era? La Virgen María...
Wolfe sonrió.
–¿Qué te lleva a pensar eso, Natasha?
–Lo sé. Se me apareció en sueños cinco años más tarde. Llevaba un niño en el regazo y a sus pies descansaban unos ángeles apoyados en los codos, exactamente igual que en el cuadro de Rafael, con la diferencia de que éstos estaban vivos. Y por si eso no fuera suficiente, también tengo, a veces, otras visiones, más humildes. Cuando se llevaron a mi padre, en Moscú, me quedé sola en la casa y ocurrió lo siguiente: en la mesa de trabajo había una pequeña campana de bronce como las que les ponen a las vacas en el Tirol. Sin previo aviso se elevó en el aire, empezó a tañer y luego se cayó. Qué sonido tan puro, tan maravilloso.
Wolfe se la quedó mirando sorprendido y luego tiró la piña y habló con voz fría y opaca.
–Hay algo que tengo que decirte, Natasha. Verás, nunca he estado en África ni tampoco en la India. Todo lo que te he contado es mentira. Voy a cumplir treinta años, pero aparte de dos o tres ciudades rusas, una docena de pueblos, y este país desolado, no he visto nada más. Por favor, perdóname.
Y sonrió con una sonrisa melancólica. De repente, sintió una piedad intolerable por las grandiosas fantasías que le habían sostenido desde su niñez.
El tiempo era otoñal, seco y cálido. Los pinos apenas crujían al mecerse sus copas teñidas de oro.
–Una hormiga –dijo Natasha, levantándose y arreglándose la falda y las medias–. Nos hemos sentado sobre las hormigas.
–¿Me desprecias mucho? –preguntó Wolfe.
Ella se rió.
–No seas tonto. Somos tal para cual. Todo lo que te he contado de mis éxtasis y la Virgen María y la campanilla eran puras fantasías. Lo inventé todo un buen día, y, claro, después de eso, naturalmente, tuve la impresión de que realmente había sucedido.
–Eso suele pasar –dijo Wolfe, radiante.
–Cuéntame más cosas de tus viajes –preguntó Natasha, sin sarcasmo alguno.
Con un gesto mecánico, Wolfe sacó su contundente pitillera de plata.
–A tu servicio. Una vez, cuando navegaba en una goleta de Borneo a Sumatra…
–Sí, todos mis viajes… Natasha, a veces me siento como un dios. He visto el Palacio de las Sombras de Ceilán y he cazado diminutos pájaros color esmeralda en Madagascar. Los indígenas llevan collares confeccionados con huesos de vértebras, y por la noche cantan en la costa de una forma tan extraña, como si fueran chacales musicales. He vivido en una tienda de campaña no lejos de Tamatave, donde la tierra es roja y el mar azul oscuro. No te podría describir aquel mar.
Wolfe se quedó callado, jugueteando con una piña. Luego se pasó la palma hinchada de la mano a lo largo de su rostro y rompió a reír.
–Y aquí estoy, sin un céntimo, atrapado en la más miserable de las ciudades europeas, ahogándome en una oficina día tras día, como cualquier holgazán, malcomiendo pan y salchichas por la noche en un figón de camioneros. Y sin embargo, hubo un tiempo…
Natasha estaba tumbada boca abajo, apoyada en los codos bien abiertos, observando las copas iluminadas de los pinos conforme iban desapareciendo en las alturas turquesas. Mientras contemplaba el cielo, unos puntos redondos luminosos rielaban y se dispersaban en sus ojos. De cuando en cuando algo revoloteaba como un espasmo dorado de pino a pino. Junto a sus piernas cruzadas el Barón Wolfe se sentaba con su terno gris, su cabeza afeitada inclinada, y seguía manoseando la piña seca.
Natasha suspiró.
–En la Edad Media –dijo mirando las copas de los pinos– me habrían quemado en la hoguera o me habrían canonizado. A veces tengo sensaciones extrañas. Como una especie de éxtasis. Luego me quedo como ingrávida, y siento como si estuviera flotando en algún lugar y entonces lo entiendo todo, la vida, la muerte, todo… En una ocasión, cuando tenía unos diez años, estaba sentada en el comedor, dibujando. Hasta que me cansé y empecé a pensar. Y de repente se cruzó en mis pensamientos la presencia de una mujer, descalza, con una ropa de color azul muy gastada, y una gran tripa grávida, y su rostro era menudo, delgado y amarillento, con unos ojos extraordinariamente bondadosos, extraordinariamente misteriosos… Sin mirarme, pasó corriendo y desapareció en la habitación de al lado. No me asusté. Por alguna extraña razón pensé que había venido a fregar los suelos. Nunca me volví a encontrar con aquella mujer, pero ¿sabes quién era? La Virgen María...
Wolfe sonrió.
–¿Qué te lleva a pensar eso, Natasha?
–Lo sé. Se me apareció en sueños cinco años más tarde. Llevaba un niño en el regazo y a sus pies descansaban unos ángeles apoyados en los codos, exactamente igual que en el cuadro de Rafael, con la diferencia de que éstos estaban vivos. Y por si eso no fuera suficiente, también tengo, a veces, otras visiones, más humildes. Cuando se llevaron a mi padre, en Moscú, me quedé sola en la casa y ocurrió lo siguiente: en la mesa de trabajo había una pequeña campana de bronce como las que les ponen a las vacas en el Tirol. Sin previo aviso se elevó en el aire, empezó a tañer y luego se cayó. Qué sonido tan puro, tan maravilloso.
Wolfe se la quedó mirando sorprendido y luego tiró la piña y habló con voz fría y opaca.
–Hay algo que tengo que decirte, Natasha. Verás, nunca he estado en África ni tampoco en la India. Todo lo que te he contado es mentira. Voy a cumplir treinta años, pero aparte de dos o tres ciudades rusas, una docena de pueblos, y este país desolado, no he visto nada más. Por favor, perdóname.
Y sonrió con una sonrisa melancólica. De repente, sintió una piedad intolerable por las grandiosas fantasías que le habían sostenido desde su niñez.
El tiempo era otoñal, seco y cálido. Los pinos apenas crujían al mecerse sus copas teñidas de oro.
–Una hormiga –dijo Natasha, levantándose y arreglándose la falda y las medias–. Nos hemos sentado sobre las hormigas.
–¿Me desprecias mucho? –preguntó Wolfe.
Ella se rió.
–No seas tonto. Somos tal para cual. Todo lo que te he contado de mis éxtasis y la Virgen María y la campanilla eran puras fantasías. Lo inventé todo un buen día, y, claro, después de eso, naturalmente, tuve la impresión de que realmente había sucedido.
–Eso suele pasar –dijo Wolfe, radiante.
–Cuéntame más cosas de tus viajes –preguntó Natasha, sin sarcasmo alguno.
Con un gesto mecánico, Wolfe sacó su contundente pitillera de plata.
–A tu servicio. Una vez, cuando navegaba en una goleta de Borneo a Sumatra…
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