jueves, 6 de agosto de 2009

PRENSA. LECTURA. "Natasha", relato de Vladímir Nabokov (3)


En "El País Semanal", dentro de la serie Relatos de verano, tenemos éste, de Vladímir Nabokov (1899-1977). Gran aficionado al ajedrez y al coleccionismo de mariposas, el escritor ruso (nacionalizado estadounidense) alcanzó notoriedad mundial con la publicación de Lolita, una obra que creó gran resquemor en la sociedad de su tiempo. Considerado uno de los grandes novelistas del siglo XX, otras de sus obras son Ada o el ardor, Pálido fuego o Pnin.

Traducido por María Lozano, será publicado por Alfaguara el próximo 7 de octubre, y formará parte de los Cuentos completos de Nabokov.
En la edición en papel de "El País Semanal", aparecen unas magníficas ilustraciones de Miguel Navia.

Debido a su extensión, lo iremos reproduciendo en tres entregas.
TERCERA ENTREGA:


NATASHA (3)

5.
Una suave pendiente descendía hasta el lago. Los postes del pantalán de madera se reflejaban como espirales grises en el agua. Más allá del lago había un bosque de pinos negros, pero aquí y allí se divisaba algún tronco blanco y la neblina de las hojas amarillentas de un abedul. En el agua color turquesa oscuro flotaban relumbres de nubes y Natasha se acordó de repente de los paisajes de Levitán. Tuvo la impresión de que estaban en Rusia, que sólo podían estar en Rusia donde esa felicidad tórrida te aprieta la garganta, y se sentía feliz de que Wolfe le relatara aquel sinsentido maravilloso, con sus pequeños ruidos, lanzando pequeñas piedras planas que mágicamente patinaban sobre el agua para rebotar a continuación. En aquel día laborable no había gente; sólo se dejaban oír de cuando en cuando unas nubecillas de risas o de gritos, y la única sombra que se cernía sobre el lago era una ala blanca… la vela de un yate. Caminaron un buen rato a lo largo de la orilla del lago, subieron por la pendiente resbaladiza y encontraron un camino donde las matas de frambuesa emitían una bocanada de humedad negra. Un poco más adelante, junto al agua, había un café, desierto, sin camareras ni clientes a la vista, como si se hubiera declarado un fuego y todos se hubieran tenido que ir corriendo, llevándose consigo tazas y platos. Wolfe y Natasha dieron la vuelta al café y luego se sentaron a una mesa vacía donde hicieron como que comían y bebían mientras escuchaban la música de una orquesta que animaba el almuerzo. Y, mientras se divertían y reían, Natasha creyó oír el sonido nítido y real de una música de viento de color naranja. Luego, con una sonrisa misteriosa, se levantó de improviso y corrió a la orilla del lago. El Barón Wolfe fue tras ella penosamente: “¡Espera, Natasha… todavía no hemos pagado!”.
Después, encontraron un prado de color verde manzana, bordeado por juncias, a través del cual el sol hacía que el agua brillara como oro líquido, donde Natasha, entrecerrando los ojos y respirando con fuerza, repitió varias veces: “Dios mío, qué maravilloso…”.
Wolfe se sintió herido por la falta de respuesta y se quedó callado, y en aquel momento ligero y soleado junto al gran lago, una cierta tristeza le pasó flotando como un escarabajo melodioso.
Natasha frunció el ceño y dijo: “Por alguna razón, tengo la sensación de que mi padre está peor. Quizá no hubiéramos debido dejarlo solo”.
Wolfe recordó la escena del día anterior cuando el anciano se metió en la cama. Se vio a sí mismo observando aquellas piernas delgadas, con el brillo gris de sus pelos erizados. Y pensó: “¿Y si fuera a morirse precisamente hoy?”.
–No digas eso, Natasha… hoy estaba muy bien.
–Yo también lo pienso –contestó y se le pasó la tristeza.
Wolfe se quitó la chaqueta y, al quedarse en mangas de camisa, la corpulencia de su cuerpo despidió una leve aura de calor. Caminaban muy juntos y Natasha, que no dejó de mirar al frente, disfrutaba al sentir aquel calor que caminaba a su lado.
–¡Cuántos sueños, Natasha, cuántos sueños! –dijo, mientras describía círculos silbantes con un pequeño bastón–. ¿Tú crees que me miento a mí mismo cuando hago pasar mis fantasías por realidad? Tuve un amigo que sirvió durante tres años en Bombay. ¿Bombay? ¡Dios mío! La música encerrada en la geografía de los nombres. Esa palabra contiene en sí misma bombas gigantes de luz de sol, de tambores. Imagínate, Natasha, aquel amigo mío era incapaz de comunicar nada, no recordaba nada excepto las peleas de trabajo, el calor, la fiebre y la mujer de un cierto coronel británico. ¿Quién de nosotros dos ha visitado entonces realmente la India?… Resulta obvio, desde luego, que yo. Bombay, Singapur… recuerdo, por ejemplo…
Natasha seguía caminando a lo largo de la orilla del agua, y las olas de tamaño infantil del lago le salpicaban los pies. En algún lugar más allá del bosque pasaba un tren, como si viajara a lo largo de una cadencia musical, y ambos se detuvieron a escuchar. El día se había vuelto un poco más dorado, y los bosques al otro lado del lago tenían un matiz azulado.
Cerca de la estación del tren, Wolfe compró un cucurucho de ciruelas, pero resultaron estar amargas. Sentado en el vacío compartimiento de madera del tren, las fue arrojando a intervalos por la ventana, y no dejaba de lamentarse de que, en el café, no hubiera robado algunos de esos posavasos de cartón que ponen debajo de las jarras de cerveza.
–Vuelan tan bellamente, Natasha, como pájaros. Da gusto verlos.
Natasha estaba cansada; cerraba los ojos con determinación, una y otra vez, y, como le había ocurrido durante la noche, se veía arrastrada y vencida por una sensación leve de mareo.
–Cuando le cuente a mi padre nuestra excursión, por favor no me interrumpas ni me corrijas. Quizá le cuente cosas que no hemos visto. Distintas y pequeñas maravillas. Él me entenderá.
Cuando llegaron a la ciudad decidieron ir a casa caminando. El Barón Wolfe callaba, taciturno, con una mueca de desagrado ante el ruido feroz de las bocinas de los automóviles; Natasha, sin embargo, parecía empujada por velas de barcos, como si la fatiga la sostuviera, y la dotara de alas que la hacían ingrávida, y Wolfe se había transformado a sus ojos en un ser todo azul, tan azul como la noche. Cuando estaban a una manzana de su casa, Wolfe se detuvo de repente. Natasha siguió andando. Luego, también ella se paró. Miró a su alrededor. Wolfe alzó los hombros, metió las manos en los bolsillos de aquellos pantalones que le quedaban anchos, inclinó la cabeza como un toro y mirándola de reojo le dijo que la quería. Luego se dio la vuelta y se fue al estanco.
Natasha se quedó ahí de pie un rato como suspendida en el aire y luego fue caminando lentamente hacia su casa. También esto se lo tendré que decir a mi padre, pensó, avanzando a través de una niebla azul de felicidad, en la cual las farolas de la calle iban encendiéndose como piedras preciosas. Sintió que se iba debilitando, que unas silenciosas olas cálidas fluían por su columna vertebral. Cuando llegó a casa, vio que su padre, con una chaqueta negra, aguantándose la camisa sin cuello ni botón con una mano y balanceando las llaves de la puerta con la otra, salía apresuradamente, ligeramente encorvado en la niebla vespertina, y se dirigía al puesto de periódicos.
–Papá –le llamó y se dispuso a seguirle.
Él se paró al borde de la acera y, ladeando la cabeza, la miró con su habitual sonrisa taimada.
–Mi pequeño gallo de corral, canoso ya. No debías haber salido
–dijo Natasha.
Su padre ladeó la cabeza al otro lado y dijo con mucha suavidad: “Hija mía, el periódico trae hoy una noticia fabulosa. Pero he olvidado el dinero en casa. ¿Te importaría subir y traérmelo? Te espero aquí”.
Ella empujó la puerta, enfadada con su padre y a la vez contenta de que se encontrara tan animado. Subió las escaleras deprisa, etéreamente, como en un sueño. Al llegar al descansillo apresuró el paso. Puede coger frío esperándome ahí abajo…
Por alguna razón, la luz del descansillo estaba encendida. Al acercarse a la puerta Natasha oyó un murmullo de palabras suaves al otro lado de la misma. Se apresuró a abrirla de golpe. Había una lámpara de petróleo sobre la mesa, provocando casi una humareda. La casera, una criada y una persona desconocida bloqueaban el camino a la cama. Todas ellas se volvieron cuando entró Natasha y la casera con un grito se lanzó hacia ella…
Sólo entonces se dio cuenta Natasha de que su padre estaba tumbado en la cama; su aspecto era muy distinto al que tenía cuando se habían despedido por la mañana: ahora era un hombre viejo, muerto, con la nariz de cera.

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