En la Revista de verano de "El País", este relato de Leonardo Padura: BODAS DE DIAMANTE:
Serafín dio uno de sus gritos, ¡Lucrecia, dónde coño metiste mis chancletas!, y ella sonrió, sin preocuparse por responder, aunque no dejó de pensar: "¡Cabrón!". Entonces miró el reloj de la cocina y comprobó que, para ser exquisito, su guión debía esperar otras dos horas. ¿Pero qué eran aquellos 120 minutos que la separaban de la redención? Nada, o mejor, puro gozo, concluyó mientras lavaba unos platos y pensaba en las seis décadas de una condena cumplida tan profunda y plenamente.
Cuando andaba por los 62 años y los 42 de su matrimonio con Serafín había tenido la suerte de leer aquel artículo donde se deslizaba la información que, desde ese segundo, la había mantenido viva y expectante: según el Código Penal, a los 80 años los ciudadanos del país, aunque no perdían la responsabilidad penal, quedaban exentos de cumplir condenas carcelarias por cualquier delito que cometieran. La idea llegó como un relámpago y, desde aquel día, Lucrecia empezó a ser verdaderamente feliz: ¿si ya había resistido 42 años, qué cosa eran otros 18, esperados con un único y satisfactorio propósito?
Su mayor preocupación fue que la naturaleza -o Dios, según los creyentes- le hiciera una mala faena y se llevara del mundo a Serafín o quizás a ella misma, antes de que se cumpliera el plazo y le arrebatara aquel inmenso placer. También la martirizaba la posibilidad de que modificaran las leyes y desapareciera una bonificación que parecía decretada para ella: porque, si bien había sido capaz de soportar a Serafín, sus ataques de ira, sus gritos y ofensas por cualquier motivo y hasta sus eyaculaciones precoces, el encierro en una cárcel era algo que la horrorizaba -más incluso que vivir con un tirano que, 17 veces en 60 años, había llegado a la agresión física-.
Durante los primeros años de matrimonio cometió el error de desestimar la opción del divorcio a causa de sus tres hijos. Pero esos mismos hijos pusieron mar por medio en cuanto les fue posible y en alguna ocasión le confesaron que se iban de la casa y del país para estar lo más lejos posible del padre. Y le aconsejaron hacer lo mismo: pero ella dejó pasar el tiempo y, cuando lo pensaba seriamente, leyó el artículo que le dio sentido a su vida.
Desde que supo cómo se libraría del sátrapa que le amargaba la vida a todo el que se le aproximara, Lucrecia comenzó a vivir cada día de aquella moratoria con una fruición indescriptible: como mismo se había convertido en su carcelera, ella ejecutaría su liberación.
A las 11.10, Lucrecia se bebió una taza de café. Oficial y cronológicamente había entrado en los 80 años. Levantó el teléfono y llamó a la policía para notificar el asesinato de Serafín Torres, y añadió su dirección.
Esperó entonces a que su casi difunto marido diera un grito reclamando el oloroso café. En seguida, mi amor, respondió. Lucrecia se enjugó el sudor, pensó que en la calle el calor debía ser espantoso y, mientras, acarició el hacha que guardaba en la gaveta de la cocina. Cantando por lo bajo Vereda tropical fue a cumplir el sueño que la había mantenido en pie aquellos 18 años de paciencia y felicidad.
Cuando andaba por los 62 años y los 42 de su matrimonio con Serafín había tenido la suerte de leer aquel artículo donde se deslizaba la información que, desde ese segundo, la había mantenido viva y expectante: según el Código Penal, a los 80 años los ciudadanos del país, aunque no perdían la responsabilidad penal, quedaban exentos de cumplir condenas carcelarias por cualquier delito que cometieran. La idea llegó como un relámpago y, desde aquel día, Lucrecia empezó a ser verdaderamente feliz: ¿si ya había resistido 42 años, qué cosa eran otros 18, esperados con un único y satisfactorio propósito?
Su mayor preocupación fue que la naturaleza -o Dios, según los creyentes- le hiciera una mala faena y se llevara del mundo a Serafín o quizás a ella misma, antes de que se cumpliera el plazo y le arrebatara aquel inmenso placer. También la martirizaba la posibilidad de que modificaran las leyes y desapareciera una bonificación que parecía decretada para ella: porque, si bien había sido capaz de soportar a Serafín, sus ataques de ira, sus gritos y ofensas por cualquier motivo y hasta sus eyaculaciones precoces, el encierro en una cárcel era algo que la horrorizaba -más incluso que vivir con un tirano que, 17 veces en 60 años, había llegado a la agresión física-.
Durante los primeros años de matrimonio cometió el error de desestimar la opción del divorcio a causa de sus tres hijos. Pero esos mismos hijos pusieron mar por medio en cuanto les fue posible y en alguna ocasión le confesaron que se iban de la casa y del país para estar lo más lejos posible del padre. Y le aconsejaron hacer lo mismo: pero ella dejó pasar el tiempo y, cuando lo pensaba seriamente, leyó el artículo que le dio sentido a su vida.
Desde que supo cómo se libraría del sátrapa que le amargaba la vida a todo el que se le aproximara, Lucrecia comenzó a vivir cada día de aquella moratoria con una fruición indescriptible: como mismo se había convertido en su carcelera, ella ejecutaría su liberación.
A las 11.10, Lucrecia se bebió una taza de café. Oficial y cronológicamente había entrado en los 80 años. Levantó el teléfono y llamó a la policía para notificar el asesinato de Serafín Torres, y añadió su dirección.
Esperó entonces a que su casi difunto marido diera un grito reclamando el oloroso café. En seguida, mi amor, respondió. Lucrecia se enjugó el sudor, pensó que en la calle el calor debía ser espantoso y, mientras, acarició el hacha que guardaba en la gaveta de la cocina. Cantando por lo bajo Vereda tropical fue a cumplir el sueño que la había mantenido en pie aquellos 18 años de paciencia y felicidad.
Leonardo Padura es autor de la novela La neblina del ayer (Tusquets).
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