En "El País Semanal", dentro de la serie Relatos de verano, tenemos éste, de Vladímir Nabokov (1899-1977). Gran aficionado al ajedrez y al coleccionismo de mariposas, el escritor ruso (nacionalizado estadounidense) alcanzó notoriedad mundial con la publicación de Lolita, una obra que creó gran resquemor en la sociedad de su tiempo. Considerado uno de los grandes novelistas del siglo XX, otras de sus obras son Ada o el ardor, Pálido fuego o Pnin.
Traducido por María Lozano, será publicado por Alfaguara el próximo 7 de octubre, y formará parte de los Cuentos completos de Nabokov.
En la edición en papel de "El País Semanal", aparecen unas magníficas ilustraciones de Miguel Navia.
Debido a su extensión, lo iremos reproduciendo en tres entregas.
PRIMERA ENTREGA:
NATASHA
1.
En las escaleras Natasha se cruzó con su vecino de la puerta de al lado, el Barón Wolfe. Subía con una leve fatiga las escaleras de madera lavada, acariciando la barandilla y silbando suavemente para sí.
–¿Adónde vas tan deprisa, Natasha?
–A la farmacia a por unas medicinas. Acaba de venir el médico. Mi padre está mejor.
–Buenas noticias.
Natasha, apresurada, con gabardina y sin sombrero, pasó de largo evitando el encuentro en un susurro de telas.
Apoyándose en el pasamanos de la escalera, Wolfe se detuvo a mirarla. Desde su altura le dio tiempo a atisbar el brillo de su peinado adolescente, partido en una raya. Sin dejar de silbar, subió hasta el último piso, arrojó su cartera toda mojada sobre la cama y se fue satisfecho a lavarse y secarse las manos.
Luego, llamó a la puerta del viejo Khrenov.
Khrenov vivía con su hija en una habitación al otro lado del descansillo. Su hija dormía en un sofá desvencijado cuyos extraños muelles se mecían como si fueran un prado de césped metálico que apuntara bajo la tapicería gastada. El resto del mobiliario era una mesa sin pintar, desordenada y toda cubierta con periódicos de tinta borrosa. El enfermo Khrenov, un anciano enjuto y apergaminado que llevaba un camisón que le llegaba hasta los tobillos, volvió a meterse en la cama –y el crujido de las tablas del suelo dio cuenta de sus pasos apresurados– y llegó a tiempo para cubrirse con la sábana justo en el momento en que la gran cabeza afeitada de Wolfe se asomaba por la puerta.
–Entra, me alegro de verte, pero entra ya.
El anciano respiraba con dificultad; la puerta de la mesilla de noche estaba entreabierta.
–Me he enterado de que estás ya casi recuperado del todo, Alexey Ivanych –dijo el Barón Wolfe, y se sentó junto a la cama palmeando las rodillas.
Khrenov le dio la mano, amarillenta y pegajosa, y negó con la cabeza.
–No sé lo que te habrán contado, pero tengo la absoluta seguridad de que me voy a morir mañana.
Y lo corroboró con un chasquido de sus labios.
–Tonterías –le interrumpió Wolfe alegremente mientras sacaba del bolsillo de atrás una enorme pitillera de plata–. ¿Te importa si fumo?
Estuvo jugando mucho rato con el mechero, sin dejar de chascar la piedra. Khrenov entrecerró los ojos. Tenía los párpados azulados como las membranas de una rana. Unos pelillos grisáceos cubrían su barbilla prominente. Sin abrir los ojos dijo: “Será como te acabo de decir. Mataron a mis dos hijos y a Natasha y a mí nos echaron brutalmente de nuestro nido natal. Ahora no nos queda más remedio que vivir y morir en una ciudad extraña. Qué estúpido, cuando te pones a pensarlo…”.
Wolfe comenzó a hablar alto y con determinación. Dijo que Khrenov tenía muchos años todavía por delante, gracias a Dios, y que todo el mundo volvería a Rusia en primavera, junto con las golondrinas. Y a continuación empezó a contar una anécdota del pasado.
–Ocurrió cuando viajaba por el Congo –dijo mientras su cuerpo, un punto corpulento, se mecía ligeramente al compás de sus palabras–. Ay, el lejano Congo, mi querido Alexey Ivanych, aquellas tierras salvajes y lejanas, si tú supieras… Imagínate un pueblo en medio de la selva, las mujeres con pechos desnudos y ondulantes y el brillo del agua, negra como el caracul entre las chozas. Y allí en medio, bajo un árbol gigantesco, un kiroku, había unas naranjas grandes como pelotas de goma, y por la noche desde el interior del tronco del árbol se oía como el ruido del mar. Mantuve una larga conversación con el reyezuelo local. Nuestro traductor era un ingeniero belga, otro hombre curioso. Por cierto, juraba que en 1895 había visto un ictiosauro en los pantanos no lejos de Tanganika. El reyezuelo era como una medusa tiznada de cobalto, engalanado con anillos y con una masa gelatinosa en el estómago. Y te voy a contar lo que pasó entonces…
Wolfe, que estaba disfrutando con su relato, sonrió y se acarició la calva azulada.
–Natasha ya está de vuelta –le interrumpió Khrenov con decisión callada, sin abrir los ojos.
Wolfe se ruborizó al instante y volvió la cabeza. Un segundo más tarde y como en la distancia, se oyó el ruido metálico de la llave de la puerta principal y unas pisadas crujieron en el hall de entrada. Y al momento, Natasha entró en la habitación, con mirada radiante.
–¿Cómo estás, papá?
Wolfe se levantó y dijo con fingida indiferencia: “Tu padre está perfectamente bien y no veo razón alguna para que siga en la cama… Iba a contarle una historia acerca de cierto brujo africano”.
Natasha sonrió a su padre y se dispuso a abrir el sobre de la medicina.
–Está lloviendo –dijo dulcemente–. Hace un tiempo horrible.
Como suele ocurrir cuando se menciona el tiempo, los otros miraron por la ventana. Al incorporarse, una vena gris azulada se dejó ver en el cuello estirado de Khrenov. Luego dejó descansar la cabeza en la almohada. Con expresión de tristeza Natasha iba contando las gotas de la medicina, marcando el tiempo con las pestañas. Su pelo negro, brillante, estaba cubierto de gotas de lluvia y bajo sus ojos se veían unas adorables sombras azules.
En las escaleras Natasha se cruzó con su vecino de la puerta de al lado, el Barón Wolfe. Subía con una leve fatiga las escaleras de madera lavada, acariciando la barandilla y silbando suavemente para sí.
–¿Adónde vas tan deprisa, Natasha?
–A la farmacia a por unas medicinas. Acaba de venir el médico. Mi padre está mejor.
–Buenas noticias.
Natasha, apresurada, con gabardina y sin sombrero, pasó de largo evitando el encuentro en un susurro de telas.
Apoyándose en el pasamanos de la escalera, Wolfe se detuvo a mirarla. Desde su altura le dio tiempo a atisbar el brillo de su peinado adolescente, partido en una raya. Sin dejar de silbar, subió hasta el último piso, arrojó su cartera toda mojada sobre la cama y se fue satisfecho a lavarse y secarse las manos.
Luego, llamó a la puerta del viejo Khrenov.
Khrenov vivía con su hija en una habitación al otro lado del descansillo. Su hija dormía en un sofá desvencijado cuyos extraños muelles se mecían como si fueran un prado de césped metálico que apuntara bajo la tapicería gastada. El resto del mobiliario era una mesa sin pintar, desordenada y toda cubierta con periódicos de tinta borrosa. El enfermo Khrenov, un anciano enjuto y apergaminado que llevaba un camisón que le llegaba hasta los tobillos, volvió a meterse en la cama –y el crujido de las tablas del suelo dio cuenta de sus pasos apresurados– y llegó a tiempo para cubrirse con la sábana justo en el momento en que la gran cabeza afeitada de Wolfe se asomaba por la puerta.
–Entra, me alegro de verte, pero entra ya.
El anciano respiraba con dificultad; la puerta de la mesilla de noche estaba entreabierta.
–Me he enterado de que estás ya casi recuperado del todo, Alexey Ivanych –dijo el Barón Wolfe, y se sentó junto a la cama palmeando las rodillas.
Khrenov le dio la mano, amarillenta y pegajosa, y negó con la cabeza.
–No sé lo que te habrán contado, pero tengo la absoluta seguridad de que me voy a morir mañana.
Y lo corroboró con un chasquido de sus labios.
–Tonterías –le interrumpió Wolfe alegremente mientras sacaba del bolsillo de atrás una enorme pitillera de plata–. ¿Te importa si fumo?
Estuvo jugando mucho rato con el mechero, sin dejar de chascar la piedra. Khrenov entrecerró los ojos. Tenía los párpados azulados como las membranas de una rana. Unos pelillos grisáceos cubrían su barbilla prominente. Sin abrir los ojos dijo: “Será como te acabo de decir. Mataron a mis dos hijos y a Natasha y a mí nos echaron brutalmente de nuestro nido natal. Ahora no nos queda más remedio que vivir y morir en una ciudad extraña. Qué estúpido, cuando te pones a pensarlo…”.
Wolfe comenzó a hablar alto y con determinación. Dijo que Khrenov tenía muchos años todavía por delante, gracias a Dios, y que todo el mundo volvería a Rusia en primavera, junto con las golondrinas. Y a continuación empezó a contar una anécdota del pasado.
–Ocurrió cuando viajaba por el Congo –dijo mientras su cuerpo, un punto corpulento, se mecía ligeramente al compás de sus palabras–. Ay, el lejano Congo, mi querido Alexey Ivanych, aquellas tierras salvajes y lejanas, si tú supieras… Imagínate un pueblo en medio de la selva, las mujeres con pechos desnudos y ondulantes y el brillo del agua, negra como el caracul entre las chozas. Y allí en medio, bajo un árbol gigantesco, un kiroku, había unas naranjas grandes como pelotas de goma, y por la noche desde el interior del tronco del árbol se oía como el ruido del mar. Mantuve una larga conversación con el reyezuelo local. Nuestro traductor era un ingeniero belga, otro hombre curioso. Por cierto, juraba que en 1895 había visto un ictiosauro en los pantanos no lejos de Tanganika. El reyezuelo era como una medusa tiznada de cobalto, engalanado con anillos y con una masa gelatinosa en el estómago. Y te voy a contar lo que pasó entonces…
Wolfe, que estaba disfrutando con su relato, sonrió y se acarició la calva azulada.
–Natasha ya está de vuelta –le interrumpió Khrenov con decisión callada, sin abrir los ojos.
Wolfe se ruborizó al instante y volvió la cabeza. Un segundo más tarde y como en la distancia, se oyó el ruido metálico de la llave de la puerta principal y unas pisadas crujieron en el hall de entrada. Y al momento, Natasha entró en la habitación, con mirada radiante.
–¿Cómo estás, papá?
Wolfe se levantó y dijo con fingida indiferencia: “Tu padre está perfectamente bien y no veo razón alguna para que siga en la cama… Iba a contarle una historia acerca de cierto brujo africano”.
Natasha sonrió a su padre y se dispuso a abrir el sobre de la medicina.
–Está lloviendo –dijo dulcemente–. Hace un tiempo horrible.
Como suele ocurrir cuando se menciona el tiempo, los otros miraron por la ventana. Al incorporarse, una vena gris azulada se dejó ver en el cuello estirado de Khrenov. Luego dejó descansar la cabeza en la almohada. Con expresión de tristeza Natasha iba contando las gotas de la medicina, marcando el tiempo con las pestañas. Su pelo negro, brillante, estaba cubierto de gotas de lluvia y bajo sus ojos se veían unas adorables sombras azules.
2.
De vuelta en su habitación, Wolfe se entretuvo en medirla con sus pasos durante un buen rato, con una sonrisa feliz y nerviosa, y de tanto en tanto se dejaba caer en un sillón o en el borde de la cama. Luego, por alguna razón, abrió la ventana y escrutó el oscuro borboteo del patio de abajo. Finalmente se encogió de hombros, como en un espasmo, se puso el sombrero verde y salió.
El viejo Khrenov, que descansaba desplomado en el sofá mientras Natasha le arreglaba la cama para la noche, observó con indiferencia, en un susurro apenas audible:
–Wolfe ha salido a cenar.
A continuación suspiró y se arropó con la sábana.
–Ya está –dijo Natasha–. Métete en la cama, papá.
Estaban rodeados por la húmeda ciudad vespertina, por los negros torrentes de las calles, las cúpulas móviles y brillantes de los paraguas, el resplandor de los escaparates que chorreaban su brillo de luces hasta el asfalto. La noche empezó a fluir junto con la lluvia, llenando las profundidades de los patios, vacilando como una llama en los ojos de las prostitutas de largas piernas que lentamente se paseaban por las esquinas atestadas de gente. Y, en algún lugar en las alturas, las luces circulares de un anuncio brillaban intermitentemente como una noria iluminada que no dejara de dar vueltas.
Al caer la noche, a Khrenov le había subido la fiebre. El termómetro estaba caliente, vivo –la columna de mercurio había alcanzado cotas muy altas en la pequeña escala roja. Durante un buen rato murmuró palabras ininteligibles, mientras se mordía los labios sin dejar de menear la cabeza con suavidad. Luego se quedó dormido. Natasha se desnudó a la débil luz de una vela y contempló su reflejo en el lóbrego cristal de la ventana, el cuello pálido y delgado, su trenza oscura que le llegaba al hombro. Se quedó así de pie, en una lánguida inmovilidad, y de repente le pareció que la habitación, junto con el sofá, la mesa atestada de colillas, la cama en la que, con la boca abierta, un viejo sudoroso de nariz afilada dormía inquieto –que todo eso comenzaba a moverse hasta quedarse flotando, como la cubierta de un barco adentrándose en la noche. Suspiró, se acarició la espalda desnuda, todavía caliente, y arrebatada en parte por una especie de mareo, se acomodó en el sofá. Entonces, con una vaga sonrisa, empezó a quitarse, enrollándolas muy despacio, aquellas medias viejas, tantas veces remendadas. Y de nuevo la habitación empezó a flotar, y sintió como si alguien respirara aire caliente sobre su nuca. Abrió los ojos con intensidad
–unos ojos oscuros, alargados, cuyo blanco tenía un brillo azulado. Una mosca de otoño empezó a volar en círculo en torno a la vela y se estampó contra la pared como si fuera un guisante negro que emite un zumbido. Natasha se abrigó lentamente con la manta y se estiró, sintiendo, como una espectadora de sí misma, el calor de su propio cuerpo, de sus largos muslos y de sus brazos desnudos estirados tras su nuca. Se sentía demasiado perezosa para apagar la vela, para ahuyentar el hormigueo que la llevaba a encoger involuntariamente las rodillas y a cerrar los ojos. Khrenov emitió un profundo gemido y sin dejar de dormir movió un brazo y lo alzó fuera de las sábanas. El brazo se dejó caer como el brazo de un muerto. Natasha se incorporó ligeramente y sopló para apagar la vela. Círculos multicolores empezaron a nadar ante sus ojos.
Me encuentro tan bien, pensó, riéndose contra la almohada. Estaba encogida en la cama y se veía a sí misma increíblemente pequeña, y los pensamientos que tenía en la cabeza eran todos como chispas calientes que se dispersaran y se deslizaran dulcemente. Cuando se estaba quedando dormida su torpor se vio roto por un grito profundo y aterrorizado.
–¿Qué te pasa, papá?
Revolvió en la mesa y encendió la vela.
Khrenov se había incorporado en la cama y respiraba con furia, sus dedos agarrados al cuello del camisón. Hacía unos minutos que se había despertado y estaba congelado de terror, habiendo confundido la esfera luminosa del reloj que aguardaba en la silla con la boca de un rifle que inmóvil le apuntaba directamente. Aguardaba el tiro, sin atreverse a hacer el más mínimo movimiento, y luego, perdido el control, empezó a gritar. Ahora se había quedado mirando a su hija, pestañeando y sonriendo con una sonrisa trémula.
–Papá, cálmate, no pasa nada…
Se levantó descalza –los pies un leve susurro en las tablas de madera– a arreglarle las almohadas y le tocó la frente, que tenía pegajosa y fría de sudor. Con un profundo suspiro y temblando todavía como con espasmos, su padre se volvió hacia la pared y murmuró: “Todos ellos, todos… y también yo. Es una pesadilla… No, no, no debes”.
Y se quedó dormido como quien se cae a un abismo.
Natasha volvió a acostarse. El sofá parecía ahora tener más bultos, los muelles le apretaban el costado, también los hombros, pero al final consiguió encontrar una postura cómoda y volvió a flotar en el cálido sueño interrumpido que todavía sentía sin por eso recordarlo. Al amanecer, algo la despertó. Su padre la llamaba.
–Natasha, no me encuentro bien. Dame un poco de agua.
En equilibrio precario, su somnolencia todavía traspasada por el pálido azul del amanecer, fue hasta el lavabo a llenar la jarra que tintineaba con sus pasos. Khrenov bebió con avidez apurando el vaso. Dijo: “Sería tremendo que no tuviera tiempo de regresar”.
–Vuelve a dormirte, papá. Trata de dormir.
Natasha se puso la bata de franela y se sentó a los pies de la cama de su padre. Él repitió varias veces las palabras: “Esto es horrible”, para luego acabar en una sonrisa de terror.
–Natasha, no dejo de imaginar que voy paseando por nuestro pueblo. ¿Te acuerdas de aquel lugar junto al río, cerca del aserradero? Y resulta difícil caminar. Ya sabes, todo aquel serrín y la arena. Los pies se me hunden. Me hacen cosquillas. Una vez, cuando viajamos al extranjero… –arrugó el ceño, luchando por seguir el curso de sus pensamientos dispersos.
Natasha recordó con extraordinaria nitidez el aspecto que tenía su padre entonces, recordó su rala barba rubia, sus guantes de piel gris, su gorra escocesa que parecía una de esas bolsas de goma donde guardas la esponja cuando te vas de viaje… y de repente se dio cuenta de que estaba a punto de echarse a llorar.
–Sí. Eso es todo –Khrenov musitó con indiferencia, escrutando la niebla del amanecer.
–Duerme un poco más, papá. Yo me acuerdo de todo.
Con torpeza, bebió un trago de agua, se lavó la cara y se volvió a descansar sobre la almohada. Desde el patio llegó el canto dulce y vibrante del gallo.
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