Relato de la escritora mexicana Ángeles Mastretta, de su libro Mujeres de ojos grandes -publicado por Seix-Barral-:
No era bonita la tía Cristina Martínez, pero algo tenía en sus piernas flacas y su voz atropellada que la hacía interesante. Por desgracia, los hombres de Puebla no andaban buscando mujeres interesantes para casarse con ellas y la tía Cristina cumplió veinte años sin que nadie le hubiera propuesto ni siquiera un noviazgo de buen nivel. Cuando cumplió veintiuno, sus cuatro hermanas estaban casadas para bien o para mal y ella pasaba el día entero con la humillación de estarse quedando para vestir santos. En poco tiempo, sus sobrinos la llamarían quedada y ella no estaba segura de poder soportar ese golpe. Fue después de aquel cumpleaños, que terminó con las lágrimas de su madre a la hora en que ella sopló las velas del pastel, cuando apareció en el horizonte el señor Arqueros.
Cristina volvió una mañana del centro, a donde fue para comprar unos botones de concha y un metro de encaje, contando que había conocido a un español de buena clase en la joyería La Princesa. Los brillantes del aparador la habían hecho entrar para saber cuánto costaba un anillo de compromiso que era la ilusión de su vida. Cuando le dijeron el precio le pareció correcto y lamentó no ser un hombre para comprarlo en ese instante con el propósito de ponérselo algún día.
-Ellos pueden tener el anillo antes que la novia, hasta pueden elegir una novia que le haga juego al anillo. En cambio, nosotras sólo tenemos que esperar. Hay quienes esperan durante toda su vida, y quienes cargan para siempre con un anillo que les disgusta, ¿no crees?-le preguntó a su madre durante la comida.
-Ya no te pelees con los hombres, Cristina -dijo su madre-¿Quién va a ver por ti cuando me muera?
-Yo, mamá, no te preocupes. Yo voy a ver por mí.
En la tarde, un mensajero de la joyería se presentó en la casa con el anillo que la tía Cristina se había probado extendiendo la mano para mirarlo por todos lados mientras decía un montón de cosas parecidas a las que le repitió a su madre en el comedor. Llevaba también un sobre lacrado con el nombre y los apellidos de Cristina.
Ambas cosas las enviaba el señor Arqueros, con su devoción, sus respetos y la pena de no llevarlos él mismo porque su barco salía a Veracruz al día siguiente y él viajó parte de ese día y toda la noche para llegar a tiempo. El mensaje le proponía matrimonio: "Sus conceptos sobre la vida, las mujeres y los hombres, su deliciosa voz y la libertad con que camina me deslumbraron. No volveré a México en varios años, pero le propongo que me alcance en España. Mi amigo Emilio Suárez se presentará ante sus padres dentro de poco. Dejo en él mi confianza y en usted mi esperanza".
Emilio Suárez era el hombre de los sueños adolescentes de Cristina. Le llevaba doce años y seguía soltero cuando ella tenía veintiuno. Era rico como la selva en las lluvias y arisco como los montes en enero. Le habían hecho la búsqueda todas las mujeres de la ciudad y las más afortunadas sólo obtuvieron el trofeo de una nieve en los portales. Sin embargo, se presentó en casa de Cristina para pedir, en nombre de su amigo, un matrimonio por poder en el que con mucho gusto sería su representante.
La mamá de la tía Cristina se negaba a creerle que sólo una vez hubiera visto al español, y en cuanto Suárez desapareció con la respuesta de que iban a pensarlo, la acusó de mil pirujerías. Pero era tal el gesto de asombro de su hija, que terminó pidiéndole perdón a ella y permiso al cielo en que estaba su marido para cometer la barbaridad de casarla con un extraño.
Cuando salió de la angustia propia de las sorpresas, la tía Cristina miró su anillo y empezó a llorar por sus hermanas, por su madre, por sus amigas, por su barrio, por la catedral, por el zócalo, por los volcanes, por el cielo, por el mole, por las chalupas, por el himno nacional, por la carretera a México, por Cholula, por Coetzálan, por los aromados huesos de su papá, por las cazuelas, por los chocolates rasposos, por la música, por el olor de las tortillas, por el río San Francisco, por el rancho de su amiga Elena y los potreros de su tío Abelardo, por la luna de octubre y la de marzo, por el sol de febrero, por su arrogante soltería, por Emilio Suárez que en toda la vida de mirarla nunca oyó su voz ni se fijó en cómo carambas caminaba.
Al día siguiente salió a la calle con la noticia y su anillo brillándole. Seis meses después se casó con el señor Arqueros frente a un cura, un notario y los ojos de Suárez. Hubo misa, banquete, baile y despedidas. Todo con el mismo entusiasmo que si el novio estuviera de este lado del mar. Dicen que no se vio novia más radiante en mucho tiempo.
Dos días después Cristina salió de Veracruz hacia el puerto donde el señor Arqueros con toda su caballerosidad la recogería para llevarla a vivir entre sus tías de Valladolid. De ahí mandó su primera carta diciendo cuánto extrañaba y cuán feliz era. Dedicaba poco espacio a describir el paisaje apretujado de casitas y sembradíos, pero le mandaba a su mamá la receta de una carne con vino tinto que era el platillo de la región, y a sus hermanas dos poemas de un señor García Lorca que la habían vuelto al revés. Su marido resultó un hombre cuidadoso y trabajador, que vivía riéndose con el modo de hablar español y las historias de aparecidos de su mujer, con su ruborizarse cada vez que oía un "coño" y su terror porque ahí todo el mundo se cagaba en Dios por cualquier motivo y juraba por la hostia sin ningún miramiento.
Un año de cartas fue y vino antes de aquella en que la tía Cristina refirió a sus papás la muerte inesperada del señor Arqueros. Era una carta breve que parecía no tener sentimientos. “Así de mal estará la pobre", dijo su hermana, la segunda, que sabía de sus veleidades sentimentales y sus desaforadas pasiones. Todas quedaron con la pena de su pena y esperando que en cuanto se recuperara de la conmoción les escribiera con un poco más de claridad sobre su futuro. De eso hablaban un domingo después de la comida cuando la vieron aparecer en la sala.
Llevaba regalos para todos y los sobrinos no la soltaron hasta que terminó de repartirlos. Las piernas le habían engordado y las tenía subidas en unos tacones altísimos, negros como las medias, la falda, la blusa, el saco, el sombrero y el velo que no tuvo tiempo de quitarse de la cara. Cuando acabó la repartición se lo arrancó junto con el sombrero y sonrió.
-Pues ya regresé -dijo.
Desde entonces fue la viuda de Arqueros. No cayeron sobre ella las penas de ser una solterona y espantó las otras con su piano desafinado y su voz ardiente. No había que rogarle para que fuera hasta el piano y se acompañara cualquier canción. Tenía en su repertorio toda clase de valses, polkas, corridos, arias y pasos dobles. Les puso letra a unos preludios de Chopin y los cantaba evocando romances que nunca se le conocieron. Al terminar su concierto dejaba que todos le aplaudieran y, tras levantarse del banquito para hacer una profunda caravana, extendía los brazos, mostraba su anillo y luego, señalándose a sí misma con sus manos envejecidas y hermosas, decía contundente: "Y enterrada en Puebla".
Cuentan las malas lenguas que el señor Arqueros no existió nunca. Que Emilio Suárez dijo la única mentira de su vida, convencido por quién sabe cuál arte de la tía Cristina. Y que el dinero que llamaba su herencia lo había sacado de un contrabando cargado en las maletas del ajuar nupcial.
Quién sabe. Lo cierto es que Emilio Suárez y Cristina Martínez fueron amigos hasta el último de sus días. Cosa que nadie les perdonó jamás, porque la amistad entre hombres y mujeres es un bien imperdonable.
Cristina volvió una mañana del centro, a donde fue para comprar unos botones de concha y un metro de encaje, contando que había conocido a un español de buena clase en la joyería La Princesa. Los brillantes del aparador la habían hecho entrar para saber cuánto costaba un anillo de compromiso que era la ilusión de su vida. Cuando le dijeron el precio le pareció correcto y lamentó no ser un hombre para comprarlo en ese instante con el propósito de ponérselo algún día.
-Ellos pueden tener el anillo antes que la novia, hasta pueden elegir una novia que le haga juego al anillo. En cambio, nosotras sólo tenemos que esperar. Hay quienes esperan durante toda su vida, y quienes cargan para siempre con un anillo que les disgusta, ¿no crees?-le preguntó a su madre durante la comida.
-Ya no te pelees con los hombres, Cristina -dijo su madre-¿Quién va a ver por ti cuando me muera?
-Yo, mamá, no te preocupes. Yo voy a ver por mí.
En la tarde, un mensajero de la joyería se presentó en la casa con el anillo que la tía Cristina se había probado extendiendo la mano para mirarlo por todos lados mientras decía un montón de cosas parecidas a las que le repitió a su madre en el comedor. Llevaba también un sobre lacrado con el nombre y los apellidos de Cristina.
Ambas cosas las enviaba el señor Arqueros, con su devoción, sus respetos y la pena de no llevarlos él mismo porque su barco salía a Veracruz al día siguiente y él viajó parte de ese día y toda la noche para llegar a tiempo. El mensaje le proponía matrimonio: "Sus conceptos sobre la vida, las mujeres y los hombres, su deliciosa voz y la libertad con que camina me deslumbraron. No volveré a México en varios años, pero le propongo que me alcance en España. Mi amigo Emilio Suárez se presentará ante sus padres dentro de poco. Dejo en él mi confianza y en usted mi esperanza".
Emilio Suárez era el hombre de los sueños adolescentes de Cristina. Le llevaba doce años y seguía soltero cuando ella tenía veintiuno. Era rico como la selva en las lluvias y arisco como los montes en enero. Le habían hecho la búsqueda todas las mujeres de la ciudad y las más afortunadas sólo obtuvieron el trofeo de una nieve en los portales. Sin embargo, se presentó en casa de Cristina para pedir, en nombre de su amigo, un matrimonio por poder en el que con mucho gusto sería su representante.
La mamá de la tía Cristina se negaba a creerle que sólo una vez hubiera visto al español, y en cuanto Suárez desapareció con la respuesta de que iban a pensarlo, la acusó de mil pirujerías. Pero era tal el gesto de asombro de su hija, que terminó pidiéndole perdón a ella y permiso al cielo en que estaba su marido para cometer la barbaridad de casarla con un extraño.
Cuando salió de la angustia propia de las sorpresas, la tía Cristina miró su anillo y empezó a llorar por sus hermanas, por su madre, por sus amigas, por su barrio, por la catedral, por el zócalo, por los volcanes, por el cielo, por el mole, por las chalupas, por el himno nacional, por la carretera a México, por Cholula, por Coetzálan, por los aromados huesos de su papá, por las cazuelas, por los chocolates rasposos, por la música, por el olor de las tortillas, por el río San Francisco, por el rancho de su amiga Elena y los potreros de su tío Abelardo, por la luna de octubre y la de marzo, por el sol de febrero, por su arrogante soltería, por Emilio Suárez que en toda la vida de mirarla nunca oyó su voz ni se fijó en cómo carambas caminaba.
Al día siguiente salió a la calle con la noticia y su anillo brillándole. Seis meses después se casó con el señor Arqueros frente a un cura, un notario y los ojos de Suárez. Hubo misa, banquete, baile y despedidas. Todo con el mismo entusiasmo que si el novio estuviera de este lado del mar. Dicen que no se vio novia más radiante en mucho tiempo.
Dos días después Cristina salió de Veracruz hacia el puerto donde el señor Arqueros con toda su caballerosidad la recogería para llevarla a vivir entre sus tías de Valladolid. De ahí mandó su primera carta diciendo cuánto extrañaba y cuán feliz era. Dedicaba poco espacio a describir el paisaje apretujado de casitas y sembradíos, pero le mandaba a su mamá la receta de una carne con vino tinto que era el platillo de la región, y a sus hermanas dos poemas de un señor García Lorca que la habían vuelto al revés. Su marido resultó un hombre cuidadoso y trabajador, que vivía riéndose con el modo de hablar español y las historias de aparecidos de su mujer, con su ruborizarse cada vez que oía un "coño" y su terror porque ahí todo el mundo se cagaba en Dios por cualquier motivo y juraba por la hostia sin ningún miramiento.
Un año de cartas fue y vino antes de aquella en que la tía Cristina refirió a sus papás la muerte inesperada del señor Arqueros. Era una carta breve que parecía no tener sentimientos. “Así de mal estará la pobre", dijo su hermana, la segunda, que sabía de sus veleidades sentimentales y sus desaforadas pasiones. Todas quedaron con la pena de su pena y esperando que en cuanto se recuperara de la conmoción les escribiera con un poco más de claridad sobre su futuro. De eso hablaban un domingo después de la comida cuando la vieron aparecer en la sala.
Llevaba regalos para todos y los sobrinos no la soltaron hasta que terminó de repartirlos. Las piernas le habían engordado y las tenía subidas en unos tacones altísimos, negros como las medias, la falda, la blusa, el saco, el sombrero y el velo que no tuvo tiempo de quitarse de la cara. Cuando acabó la repartición se lo arrancó junto con el sombrero y sonrió.
-Pues ya regresé -dijo.
Desde entonces fue la viuda de Arqueros. No cayeron sobre ella las penas de ser una solterona y espantó las otras con su piano desafinado y su voz ardiente. No había que rogarle para que fuera hasta el piano y se acompañara cualquier canción. Tenía en su repertorio toda clase de valses, polkas, corridos, arias y pasos dobles. Les puso letra a unos preludios de Chopin y los cantaba evocando romances que nunca se le conocieron. Al terminar su concierto dejaba que todos le aplaudieran y, tras levantarse del banquito para hacer una profunda caravana, extendía los brazos, mostraba su anillo y luego, señalándose a sí misma con sus manos envejecidas y hermosas, decía contundente: "Y enterrada en Puebla".
Cuentan las malas lenguas que el señor Arqueros no existió nunca. Que Emilio Suárez dijo la única mentira de su vida, convencido por quién sabe cuál arte de la tía Cristina. Y que el dinero que llamaba su herencia lo había sacado de un contrabando cargado en las maletas del ajuar nupcial.
Quién sabe. Lo cierto es que Emilio Suárez y Cristina Martínez fueron amigos hasta el último de sus días. Cosa que nadie les perdonó jamás, porque la amistad entre hombres y mujeres es un bien imperdonable.
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