En "El País Semanal", dentro de los Relatos de verano, esta semana encontramos este UN TRABAJO A TIEMPO PARCIAL (Le siguió la pista durante toda una vida, sin prisa, ideando diferentes métodos para matarlo -y disfrutando con ello-. El protagonista de esta historia vive obsesionado con cumplir un juramento infantil: vengar el maltrato recibido a manos de un compañero de colegio. Un relato inédito en español que ‘El País Semanal’ ofrece en primicia a sus lectores).
Su autora es P.D. James (Oxford, 1920), una de las grandes autoras de novela policiaca. Trabajar durante 30 años en los servicios de seguridad británicos le ayudó a conocer a fondo los métodos policiales y crear a su personaje estrella, el detective Adam Dalgliesh. La gran mayoría de sus veinte novelas han sido adaptadas al cine o a la televisión. Su última obra es ‘The private patient’.
En la edición impresa, las ilustraciones son de EVA SOLANO.
La traducción es de News Clips.
Lo reproducimos en dos entregas.
PRIMERA ENTREGA:
Para cuando lean esto, estaré muerto. Pero, por supuesto, no puedo predecir cuánto tiempo llevaré muerto. Colocaré este documento en la cámara de seguridad de mi banco y daré instrucciones para que lo envíen al diario de mayor tirada el primer día laborable después de mi funeral. Lo único que lamento es que no estaré vivo para saborear mi triunfo retrospectivo. Pero eso tiene poca importancia. Lo saboreo cada día de mi vida. Habré hecho aquello que decidí hacer cuando tenía 12 años, y el mundo lo sabrá. Y al mundo le interesará, ¡no lo duden!
Puedo decirles cuál fue la fecha exacta en que tomé la decisión de matar a Keith Manston-Green. Ambos éramos alumnos de la escuela St. Chad, en el límite del condado de Surrey, y él era el único hijo de un acaudalado hombre de negocios que tenía una cadena de gasolineras, mientras que mis orígenes eran más humildes y nunca habría ido a St. Chad de no haber sido por la ayuda de una beca creada por un antiguo alumno y que llevaba su nombre. Los seis años que pasé allí desde los 11 hasta los 17 fueron infernales. Keith Manston-Green era el matón del colegio y yo era su casi inevitable víctima natural: un niño becado, tímido, pequeño para su edad, con gafas, que nunca hablaba de sus padres, nunca recibía visitas a mitad de trimestre, llevaba un uniforme que resultaba evidente que era de segunda mano y estaba, como la cría más pequeña de una camada, destinado a ser pisoteado. Durante seis años y, mientras duraba el curso escolar, me estuve despertando cada mañana con miedo. Los maestros (al menos algunos de ellos) debían de saber lo que estaba pasando, pero a mí me parecía que formaban parte de la conspiración. Y Manston-Green era listo. Nunca había ninguna magulladura evidente; el tormento era más sutil.
También era listo en otros sentidos. A veces me admitía temporalmente en su círculo de aduladores, me daba dulces, compartía conmigo su comida y me defendía de los otros chicos, dándome esperanzas de que todo esto indicaba un cambio. Pero nunca había ningún cambio. No tiene sentido que relate los detalles de sus maquinaciones. Basta con decir que a las seis en punto de la tarde del día 15 de febrero de 1932, cuando yo tenía 12 años, hice una promesa solemne: algún día mataría a Keith Manston-Green. Esa promesa me ayudó a aguantar los siguientes cinco años de tormento y permaneció conmigo, tan firme como cuando la hice, a lo largo de todos los años que vinieron después. Puede parecerles extraño, al leer esto tras mi muerte, que matar a Manston-Green fuese la obsesión de toda mi vida. Seguramente toda la crueldad de la niñez se olvida al final, o al menos se aparta de la mente. Pero no esa crueldad; no de mi mente. Al destruir mi niñez, Manston-Green me convirtió en lo que soy. También sabía que, si olvidaba ese juramento infantil, moriría amargado por el arrepentimiento y la humillación. No había prisa, pero era algo que tenía que hacer.
Mi padre había heredado el negocio familiar situado en la periferia del East End londinense. Era cerrajero, y me enseñó el oficio. La tienda fue bombardeada durante la guerra y mis padres murieron, pero el dinero del Gobierno compensó la pérdida. La casa y la tienda fueron reconstruidas y empecé de nuevo. La tienda no fue lo único que heredé de ese hombre reservado, obsesivo e infeliz. Yo también tenía, como mi padre, un trabajo a tiempo parcial.
A lo largo de los años, le seguí la pista a Keith Manston-Green. Claro está que podría haber recibido regularmente noticias sobre él poniendo mi nombre en la lista de distribución de la revista anual de la Sociedad de Antiguos Alumnos de St. Chad, pero eso me parecía poco aconsejable. Quería que St. Chad se olvidase de mi existencia. Confiaría en mis propios recursos. No fue difícil. Manston-Green, como yo, había heredado el negocio familiar y, al conducir por Surrey, me fijaba en todas las gasolineras por las que pasaba que llevaban su nombre. Tampoco tuve problemas para averiguar dónde vivía. Mientras esperaba que me llenasen el depósito de mi Morris Minor, de vez en cuando comentaba: “Parece que hay bastantes gasolineras Manston-Green por esta zona. ¿Es una empresa privada o algo así?”.
A veces la respuesta era: “Vaya a saber, jefe, no tengo ni idea”. Pero otras veces conseguía un pedacito de información valiosa que añadir a mi colección.
“Sí, sigue perteneciendo a la familia. Keith Manston-Green. Vive a las afueras de Stonebridge”. Después de eso, fue sólo cuestión de consultar la guía telefónica local y encontrar la casa.
Era el tipo de casa que había esperado encontrar. Una monstruosidad de ladrillo rojo de nueva construcción con un tejado a dos aguas y vigas que imitaban el estilo Tudor, un gran garaje adosado en el que cabrían hasta cuatro coches, un amplio camino de entrada y un alto seto de alheña que le daba intimidad, todo ello rodeado por una valla de ladrillo rojo. En la valla había un cartel con letras que imitaban la escritura antigua y decían: Mansión Manston.
Yo no tenía una prisa especial por matarle. Lo importante era asegurarme de hacerlo sin levantar sospechas hacia mí y, si era posible, tener éxito en el primer intento. Era uno de mis placeres constantes: idear posibles métodos. Pero sabía que esta anticipación mental podía ser peligrosamente autoindulgente. Llegaría un momento en que los planes, por satisfactorios que fueran, deberían dar paso a la acción.
Cuando estalló la guerra en 1939, yo temía, más que los bombardeos, que mataran a Manston-Green. La idea de que pudiese morir en combate y ser recordado como un héroe era intolerable, pero no tenía que haberme preocupado. Se unió a la RAF, pero no como piloto. Esas codiciadas alas nunca llegaron a coserse sobre el bolsillo del pecho de su uniforme. Era una “Maravilla sin alas”, como creo que la RAF los llamaba. Me parece que se dedicó a algo relacionado con los equipos o el mantenimiento, y debió de ser eficaz. Terminó como teniente coronel y, naturalmente, mantuvo el rango en la vida civil. Sus aduladores le llamaban tenienge (y cómo disfrutaba con ello).
Fue en 1953 cuando decidí empezar a dar algunos pasos encaminados a su eliminación. La tienda marchaba moderadamente bien y tenía un encargado y un ayudante, ambos de fiar. Mi trabajo a tiempo parcial era una excusa para ausentarme durante breves periodos y podía dejarles a cargo tranquilamente. Empecé a hacer pequeñas visitas a Stonebridge, una próspera ciudad situada al borde de la zona periférica en la que mi enemigo vivía. Quizá la palabra “reinaba” fuese más apropiada. Era miembro del ayuntamiento local y de una o dos fundaciones benéficas, de las que dan prestigio y tienen pocas exigencias económicas molestas, y también era capitán del club de golf. Sin duda era el tenienge: pavoneándose por la sede del club como en su día debió de pavonearse en medio del desastre de la guerra.
Para entonces yo ya había averiguado bastantes cosas sobre Keith Manston-Green. Se había divorciado de su mujer, que le había dejado llevándose a sus dos hijos, y ahora estaba casado con Shirley May, 12 años más joven que él. Pero fue el hecho de que capitanease el Club de Golf de Stonebridge lo que me dio una idea para acercarme a él.
A los cinco minutos de haber entrado en la sede del club, podía afirmar que aquel sitio apestaba a esnobismo mezquino de barrio residencial. Aunque realmente no decían que no se admitiese a judíos y negros, se podía ver que había un conjunto de convenciones claramente asumidas y destinadas a permitir que los miembros se sintiesen superiores a todos excepto unos pocos elegidos, la mayoría de ellos empresarios de éxito de la zona. Sin embargo, tenían el mismo interés en aumentar sus ingresos que las empresas menos esnob, así que era posible pagar una cuota por el uso del campo, disfrutar de una partida, ya fuese solo o con un compañero si uno era capaz de encontrarlo, y recibir lecciones de los profesionales. Les di un nombre falso, por supuesto, y siempre pagaba en efectivo. Era exactamente la clase de intruso en el que nadie se fijaría demasiado. Desde luego, nadie mostró ningún deseo de querer ser mi compañero. Me bebía una solitaria cerveza, recibía mi clase y me marchaba tranquilamente. El niño bajito, de aspecto corriente y con gafas se había convertido en un hombre bajito, de aspecto corriente y con gafas. Me había dejado crecer el bigote, pero, por lo demás, había cambiado poco. No tenía miedo de que Manston-Green me reconociese, pero, para no correr riesgos, tenía mucho cuidado de no cruzarme con él.
¿Y reconocí yo a Manston-Green cuando le vi después de tantos años? ¿Cómo no iba a hacerlo? Él también era una versión crecida del torturador de mi niñez. Seguía siendo alto pero robusto, sacando pecho, con la cara roja, la voz potente y el pelo negro alisado hacia atrás. Podía ver que los demás mostraban deferencia hacia él. Era el tenienge, Keith Manston-Green, el próspero hombre de negocios, el que proporcionaba trabajos y copas de plata, el que daba palmadas en las espaldas y suministraba bebidas gratis.
Y luego vi a Shirley May, su segunda mujer, bebiendo con sus amigas en el bar. Shirley May. Siempre la llamaban así, por sus dos nombres, y a espaldas de su marido, de vez en cuando oía los salaces susurros: “Shirley puede que sí, pero por otro lado, puede que no”. Había conseguido su mujer florero: rubia, aunque evidentemente no natural, voluptuosa, de largas piernas, una visión del atractivo femenino de estrella de cine de segunda mano. El mero hecho de mirarla, allí en el club, flirteando con un grupo de tontos boquiabiertos, me ponía enfermo. Fue entonces cuando empecé a ver cómo podría matar a su marido. Y no sólo matarle, sino hacerle sufrir a lo largo de meses de prolongada agonía, igual que él me había hecho sufrir a mí durante años. La venganza no sería perfecta, pero estaría tan cerca de serlo como me fuese posible.
Puedo decirles cuál fue la fecha exacta en que tomé la decisión de matar a Keith Manston-Green. Ambos éramos alumnos de la escuela St. Chad, en el límite del condado de Surrey, y él era el único hijo de un acaudalado hombre de negocios que tenía una cadena de gasolineras, mientras que mis orígenes eran más humildes y nunca habría ido a St. Chad de no haber sido por la ayuda de una beca creada por un antiguo alumno y que llevaba su nombre. Los seis años que pasé allí desde los 11 hasta los 17 fueron infernales. Keith Manston-Green era el matón del colegio y yo era su casi inevitable víctima natural: un niño becado, tímido, pequeño para su edad, con gafas, que nunca hablaba de sus padres, nunca recibía visitas a mitad de trimestre, llevaba un uniforme que resultaba evidente que era de segunda mano y estaba, como la cría más pequeña de una camada, destinado a ser pisoteado. Durante seis años y, mientras duraba el curso escolar, me estuve despertando cada mañana con miedo. Los maestros (al menos algunos de ellos) debían de saber lo que estaba pasando, pero a mí me parecía que formaban parte de la conspiración. Y Manston-Green era listo. Nunca había ninguna magulladura evidente; el tormento era más sutil.
También era listo en otros sentidos. A veces me admitía temporalmente en su círculo de aduladores, me daba dulces, compartía conmigo su comida y me defendía de los otros chicos, dándome esperanzas de que todo esto indicaba un cambio. Pero nunca había ningún cambio. No tiene sentido que relate los detalles de sus maquinaciones. Basta con decir que a las seis en punto de la tarde del día 15 de febrero de 1932, cuando yo tenía 12 años, hice una promesa solemne: algún día mataría a Keith Manston-Green. Esa promesa me ayudó a aguantar los siguientes cinco años de tormento y permaneció conmigo, tan firme como cuando la hice, a lo largo de todos los años que vinieron después. Puede parecerles extraño, al leer esto tras mi muerte, que matar a Manston-Green fuese la obsesión de toda mi vida. Seguramente toda la crueldad de la niñez se olvida al final, o al menos se aparta de la mente. Pero no esa crueldad; no de mi mente. Al destruir mi niñez, Manston-Green me convirtió en lo que soy. También sabía que, si olvidaba ese juramento infantil, moriría amargado por el arrepentimiento y la humillación. No había prisa, pero era algo que tenía que hacer.
Mi padre había heredado el negocio familiar situado en la periferia del East End londinense. Era cerrajero, y me enseñó el oficio. La tienda fue bombardeada durante la guerra y mis padres murieron, pero el dinero del Gobierno compensó la pérdida. La casa y la tienda fueron reconstruidas y empecé de nuevo. La tienda no fue lo único que heredé de ese hombre reservado, obsesivo e infeliz. Yo también tenía, como mi padre, un trabajo a tiempo parcial.
A lo largo de los años, le seguí la pista a Keith Manston-Green. Claro está que podría haber recibido regularmente noticias sobre él poniendo mi nombre en la lista de distribución de la revista anual de la Sociedad de Antiguos Alumnos de St. Chad, pero eso me parecía poco aconsejable. Quería que St. Chad se olvidase de mi existencia. Confiaría en mis propios recursos. No fue difícil. Manston-Green, como yo, había heredado el negocio familiar y, al conducir por Surrey, me fijaba en todas las gasolineras por las que pasaba que llevaban su nombre. Tampoco tuve problemas para averiguar dónde vivía. Mientras esperaba que me llenasen el depósito de mi Morris Minor, de vez en cuando comentaba: “Parece que hay bastantes gasolineras Manston-Green por esta zona. ¿Es una empresa privada o algo así?”.
A veces la respuesta era: “Vaya a saber, jefe, no tengo ni idea”. Pero otras veces conseguía un pedacito de información valiosa que añadir a mi colección.
“Sí, sigue perteneciendo a la familia. Keith Manston-Green. Vive a las afueras de Stonebridge”. Después de eso, fue sólo cuestión de consultar la guía telefónica local y encontrar la casa.
Era el tipo de casa que había esperado encontrar. Una monstruosidad de ladrillo rojo de nueva construcción con un tejado a dos aguas y vigas que imitaban el estilo Tudor, un gran garaje adosado en el que cabrían hasta cuatro coches, un amplio camino de entrada y un alto seto de alheña que le daba intimidad, todo ello rodeado por una valla de ladrillo rojo. En la valla había un cartel con letras que imitaban la escritura antigua y decían: Mansión Manston.
Yo no tenía una prisa especial por matarle. Lo importante era asegurarme de hacerlo sin levantar sospechas hacia mí y, si era posible, tener éxito en el primer intento. Era uno de mis placeres constantes: idear posibles métodos. Pero sabía que esta anticipación mental podía ser peligrosamente autoindulgente. Llegaría un momento en que los planes, por satisfactorios que fueran, deberían dar paso a la acción.
Cuando estalló la guerra en 1939, yo temía, más que los bombardeos, que mataran a Manston-Green. La idea de que pudiese morir en combate y ser recordado como un héroe era intolerable, pero no tenía que haberme preocupado. Se unió a la RAF, pero no como piloto. Esas codiciadas alas nunca llegaron a coserse sobre el bolsillo del pecho de su uniforme. Era una “Maravilla sin alas”, como creo que la RAF los llamaba. Me parece que se dedicó a algo relacionado con los equipos o el mantenimiento, y debió de ser eficaz. Terminó como teniente coronel y, naturalmente, mantuvo el rango en la vida civil. Sus aduladores le llamaban tenienge (y cómo disfrutaba con ello).
Fue en 1953 cuando decidí empezar a dar algunos pasos encaminados a su eliminación. La tienda marchaba moderadamente bien y tenía un encargado y un ayudante, ambos de fiar. Mi trabajo a tiempo parcial era una excusa para ausentarme durante breves periodos y podía dejarles a cargo tranquilamente. Empecé a hacer pequeñas visitas a Stonebridge, una próspera ciudad situada al borde de la zona periférica en la que mi enemigo vivía. Quizá la palabra “reinaba” fuese más apropiada. Era miembro del ayuntamiento local y de una o dos fundaciones benéficas, de las que dan prestigio y tienen pocas exigencias económicas molestas, y también era capitán del club de golf. Sin duda era el tenienge: pavoneándose por la sede del club como en su día debió de pavonearse en medio del desastre de la guerra.
Para entonces yo ya había averiguado bastantes cosas sobre Keith Manston-Green. Se había divorciado de su mujer, que le había dejado llevándose a sus dos hijos, y ahora estaba casado con Shirley May, 12 años más joven que él. Pero fue el hecho de que capitanease el Club de Golf de Stonebridge lo que me dio una idea para acercarme a él.
A los cinco minutos de haber entrado en la sede del club, podía afirmar que aquel sitio apestaba a esnobismo mezquino de barrio residencial. Aunque realmente no decían que no se admitiese a judíos y negros, se podía ver que había un conjunto de convenciones claramente asumidas y destinadas a permitir que los miembros se sintiesen superiores a todos excepto unos pocos elegidos, la mayoría de ellos empresarios de éxito de la zona. Sin embargo, tenían el mismo interés en aumentar sus ingresos que las empresas menos esnob, así que era posible pagar una cuota por el uso del campo, disfrutar de una partida, ya fuese solo o con un compañero si uno era capaz de encontrarlo, y recibir lecciones de los profesionales. Les di un nombre falso, por supuesto, y siempre pagaba en efectivo. Era exactamente la clase de intruso en el que nadie se fijaría demasiado. Desde luego, nadie mostró ningún deseo de querer ser mi compañero. Me bebía una solitaria cerveza, recibía mi clase y me marchaba tranquilamente. El niño bajito, de aspecto corriente y con gafas se había convertido en un hombre bajito, de aspecto corriente y con gafas. Me había dejado crecer el bigote, pero, por lo demás, había cambiado poco. No tenía miedo de que Manston-Green me reconociese, pero, para no correr riesgos, tenía mucho cuidado de no cruzarme con él.
¿Y reconocí yo a Manston-Green cuando le vi después de tantos años? ¿Cómo no iba a hacerlo? Él también era una versión crecida del torturador de mi niñez. Seguía siendo alto pero robusto, sacando pecho, con la cara roja, la voz potente y el pelo negro alisado hacia atrás. Podía ver que los demás mostraban deferencia hacia él. Era el tenienge, Keith Manston-Green, el próspero hombre de negocios, el que proporcionaba trabajos y copas de plata, el que daba palmadas en las espaldas y suministraba bebidas gratis.
Y luego vi a Shirley May, su segunda mujer, bebiendo con sus amigas en el bar. Shirley May. Siempre la llamaban así, por sus dos nombres, y a espaldas de su marido, de vez en cuando oía los salaces susurros: “Shirley puede que sí, pero por otro lado, puede que no”. Había conseguido su mujer florero: rubia, aunque evidentemente no natural, voluptuosa, de largas piernas, una visión del atractivo femenino de estrella de cine de segunda mano. El mero hecho de mirarla, allí en el club, flirteando con un grupo de tontos boquiabiertos, me ponía enfermo. Fue entonces cuando empecé a ver cómo podría matar a su marido. Y no sólo matarle, sino hacerle sufrir a lo largo de meses de prolongada agonía, igual que él me había hecho sufrir a mí durante años. La venganza no sería perfecta, pero estaría tan cerca de serlo como me fuese posible.
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