En la Revista de verano de "El País", este relato de Daniel Sada: LIMOSNA MILLONARIA:
Mi padre me heredó una serie de objetos de escaso valor, entre ellos una pistola que jamás he usado y que aún ignoro si tenga una carga siquiera de tres balas, o dos o una, o esté vacía, o no funcione, o sea ruidosa, etcétera. Recuerdo que unos meses antes de morir me regaló un baúl herméticamente cerrado, pero repleto de cuanta baratija pensó útil coleccionar; fue entonces que me dijo: "Éstos son los bienes que puedo heredarte... Creo que debes de darme las gracias". No tuve más opción que agradecerle el pesado obsequio, pero me costó mucho trabajo abrir el baúl de buena manera. La llave era tan caduca que estaba oxidada, al igual que la cerradura. No haré el recuento del contenido que fui descubriendo al paso de los años, sólo puedo decir que me he deshecho de casi todo, sea que algunas veces lo he vendido o empeñado, pero al considerar que en su mayoría esos objetos no valen nada, los arrojo por ahí o los regalo a cualquiera que pueda apreciarlos.
Alguna vez -en el fondo del baúl- encontré la pistola en mención y de inmediato pensé en regalarla. Tengo que decir que se trataba de una curiosidad extravagante, pues tenía baño de plata, además de unas cachas preciosas y un cañón que nada más mirar su hondura retinta, uno se sentía muerto de antemano. Era una derringer, fabricada en los años cincuenta. Así, con absoluto cuidado, guardé el arma en una bolsa de plástico y salí a vagar por las calles. La tarde era cálida y lánguida, ideal para beber un vaso de cerveza en un restaurante al aire libre. Al estar sentado disfrutando lo más vacuo de las conjeturas que me hacía tras mirar las caminatas de tantos, se me acercó un limosnero de unos sesenta años, tan vencido, que parecía poseer el monopolio del sufrimiento; de hecho, algo teatral, me extendió su mano pidiéndome una moneda, pero lo que le di fue la bolsa de plástico con lo mero bueno adentro, lo que me hizo sentir un filántropo ejemplar. Él extrajo -¡ya!, con ansiedad- la pistola como si extrajera milagrosamente su mayor solución vital. Luego apuntó hacia todos lados bisbiseando unos ¡pum!, ¡pum!, ¡pum!, para al cabo dirigir el cañón hacia el azul del cielo, como si se tratara del mero corazón de todo. Yo le ordené que guardara el arma en la bolsa y desapareciera cuanto antes; él me obedeció como un niño regañado. Cuando observé que se perdía entre la gente, le adjudiqué una cauda de palabras: asalto, secuestro, sangre, azar, orgullo, suerte, coraje, potencial y así se esfumó, luego me dije: Si ese limosnero sabe usar la pistola adecuadamente, estoy seguro de que pronto se hará millonario.
Daniel Sada (Mexicali, México, 1953) es autor de Casi nunca (Anagrama), último premio Herralde de novela.
Mi padre me heredó una serie de objetos de escaso valor, entre ellos una pistola que jamás he usado y que aún ignoro si tenga una carga siquiera de tres balas, o dos o una, o esté vacía, o no funcione, o sea ruidosa, etcétera. Recuerdo que unos meses antes de morir me regaló un baúl herméticamente cerrado, pero repleto de cuanta baratija pensó útil coleccionar; fue entonces que me dijo: "Éstos son los bienes que puedo heredarte... Creo que debes de darme las gracias". No tuve más opción que agradecerle el pesado obsequio, pero me costó mucho trabajo abrir el baúl de buena manera. La llave era tan caduca que estaba oxidada, al igual que la cerradura. No haré el recuento del contenido que fui descubriendo al paso de los años, sólo puedo decir que me he deshecho de casi todo, sea que algunas veces lo he vendido o empeñado, pero al considerar que en su mayoría esos objetos no valen nada, los arrojo por ahí o los regalo a cualquiera que pueda apreciarlos.
Alguna vez -en el fondo del baúl- encontré la pistola en mención y de inmediato pensé en regalarla. Tengo que decir que se trataba de una curiosidad extravagante, pues tenía baño de plata, además de unas cachas preciosas y un cañón que nada más mirar su hondura retinta, uno se sentía muerto de antemano. Era una derringer, fabricada en los años cincuenta. Así, con absoluto cuidado, guardé el arma en una bolsa de plástico y salí a vagar por las calles. La tarde era cálida y lánguida, ideal para beber un vaso de cerveza en un restaurante al aire libre. Al estar sentado disfrutando lo más vacuo de las conjeturas que me hacía tras mirar las caminatas de tantos, se me acercó un limosnero de unos sesenta años, tan vencido, que parecía poseer el monopolio del sufrimiento; de hecho, algo teatral, me extendió su mano pidiéndome una moneda, pero lo que le di fue la bolsa de plástico con lo mero bueno adentro, lo que me hizo sentir un filántropo ejemplar. Él extrajo -¡ya!, con ansiedad- la pistola como si extrajera milagrosamente su mayor solución vital. Luego apuntó hacia todos lados bisbiseando unos ¡pum!, ¡pum!, ¡pum!, para al cabo dirigir el cañón hacia el azul del cielo, como si se tratara del mero corazón de todo. Yo le ordené que guardara el arma en la bolsa y desapareciera cuanto antes; él me obedeció como un niño regañado. Cuando observé que se perdía entre la gente, le adjudiqué una cauda de palabras: asalto, secuestro, sangre, azar, orgullo, suerte, coraje, potencial y así se esfumó, luego me dije: Si ese limosnero sabe usar la pistola adecuadamente, estoy seguro de que pronto se hará millonario.
Daniel Sada (Mexicali, México, 1953) es autor de Casi nunca (Anagrama), último premio Herralde de novela.
No hay comentarios:
Publicar un comentario