El poeta y narrador cubano Eliseo Diego (1920-1994) nos deja este cuento infantil con sabor a felicidad: LA VEZ QUE ME PUSE SERIO DE RISA:
Cuando terminaron ayer las clases, me entretuve un rato con los muchachos jugando a la pelota en los terrenos de la escuela. Yo no sé qué entienden ustedes por "un rato"; pero, pensándolo bien, me parece un poco corta la palabra para las dos horas que duró el juego. "Seguro que mamá y papá regresaron ya del trabajo", me dije mientras me acercaba a la puerta. Y me quedé con el índice a unos dos centímetros del timbre.
Porque adentro había una algarabía tal de risas y carreras que ni todos mis compañeros juntos retozando a la hora del recreo arman una mayor. Olvidé el timbre y me puse a golpear la puerta. Se abrió de pronto y vi en un relámpago la cara de papá roja de risa: desapareció en seguida volando hacia donde estaba mamá detrás de la mesa redonda, con las manos a la espalda como escondiendo algo, y ahogándose también de risa. Los dos empezaron a correr alrededor de la mesa, tan rápido, que no se sabía bien en qué punto comenzaba y terminaba papá. Por fin él la alcanzó y la rodeó entre sus brazos. Ella, sofocada, reclinó la cabeza en su hombro. Dio la casualidad de que terminaron en una posición que me dejó verle la cara. Tenía los ojos brillantes de travesuras; la boca entreabierta para respirar mejor, sonreía de un modo tan dulce, que de pronto me pareció estar viendo, no a mamá, sino a una niña.
Me sorprendió tanto verla así que no me cansaba de mirarla. En eso, papá, que le había quitado lo que escondía a la espalda, se dio vuelta sin dejar de abrazarla y me gritó, levantando triunfante lo que resultó ser una foto de tamaño mediano:
—¡Mira, mira cómo es de verdad la fierecita esta que no le tiene miedo a nada y dice que tira mejor que yo! ¡Cómo se van a reír las compañeras del Comité!... —y me alargó la foto y se puso a brincar y a dar vueltas con mamá entre los brazos lo mismo que un trompo.
Ni siquiera se me ocurrió bajar la vista a la foto. ¡Papá también era un niño! No podía quitarles los ojos de encima mientras bailaban y reían. Muy serio, me quedé allí hecho una estatua, pensando no sé cuántas cosas. Cosas que uno sabe sin darse cuenta —no sé si me explico. Cómo mamá, a pesar de que trabaja tanto dando sus clases en la secundaria, insiste en cocinarle a papá los platos que a él le gustan, aunque le lleven más tiempo, y no quiere que la ayude a fregar los cacharros, porque, dice, pasarse dos días al timón de una rastra[1] no es juego; y cómo papá se sienta al borde de la mesa de la cocina, meciendo una pierna y conversando con ella; y, cuando por fin la tiene distraída, pues ya está él fregando a su lado y ella cuenta que te cuenta algo que pasó en la escuela, hasta que de pronto le da un empujoncito y le dice: "¡Y tú qué haces aquí!"... Y los dos se ríen y siguen fregando juntos.
¿No serán estas cosas, me pregunto, las que me hacen sentir tan bien cada vez que vuelvo de la escuela? Saber que "los viejos" —¡así les decía hasta hoy!— están esperándome en medio del cariño que se tienen y que ese cariño me va a rodear —como el calor de la cocina cuando sopla un norte— tan pronto se abre la puerta....
De repente estaba viendo a mi abuela —casi la tenía delante aunque vive allá en el pueblo—, blanca entre su aroma de hierbas limpias, sentada en un sillón junto al retrato de abuelo, al que nunca le falta un búcaro de flores frescas. Hasta ese momento no entendía cómo aquel joven con su machete a la cintura —dicen que lo mató la guardia rural hace muchísimo tiempo, allá por el año 33—, hasta ese mismísimo momento, digo, no entendía cómo un hombre tan joven podía ser mi abuelo. Entre las risas de los dos niños grandes escandalizando por allá no sé dónde, veo como a través de una nube que el pelo de abuelita es más negro que el ala de un totí[2], que desaparece la redecilla de sus arrugas, que los ojos le brillan como cocuyos encendidos, y que una muchacha menuda y linda está ahora junto al joven que se escapó del marco y le pasa un brazo sobre el hombro. ¿A quién me recuerda, a quién, esa linda muchacha?...
Entretenido con estas ocurrencias, bajo la vista a lo que tengo en la mano. Otro retrato, pero este es el de una niña bastante menor que yo: me mira sonriendo tímidamente con la cabeza inclinada sobre un hombro y una flor en la mano derecha. ¡Ni se puede nadie imaginar una niña más tímida y graciosa!... Seguro —pienso, sonriendo yo también— que, si se le encarama una lagartija a ese zapatico, va a dar un brinco que la hará saltar del retrato. Y la palabra retrato me recuerda el que está ahí sobre la mesa redonda: la foto de un desfile en la Plaza de la Revolución. Una escuadra de milicianas, y esa muchacha —la segunda, a la izquierda, en la primera fila— de los ojos tan brillantes y fieros y el pelo lacio que parece agitarse bajo la boina con el paso de marcha, la que empuña tan firme la metralleta contra el pecho... ¡es la misma niña que sostiene la florecita en el retrato!.. ¡Mamá, dos o tres meses después de su boda con papá!... ¡Y también, claro, la muchacha a la que se parecía la otra, la que soñé o imaginé asomándose entre los finísimos hilos que se entrecruzaban sobre la cara de abuela!
Siento que me están mirando —uno lo siente, a veces— y levanto la vista y son los dos niños grandes que se han tranquilizado por fin. Papá le pasa a ella un brazo sobre los hombros: es como si tuviera delante lo que se me ocurrió imaginar hace un momento con abuelo y abuela.
Pero yo no estoy para bromas. Pienso en cosas muy serias. En lo bueno de ese cariño que vino bajando desde tan lejos —de abuelo y abuela a mamá y papá para rodearme al fin con este calor que me abriga tanto. De pronto, no sé por qué, pienso en Alicia —la trigueñita que se sienta delante de mí en el aula, y tiene la piel como un café que fuese al mismo tiempo seda. Y, mira lo que son las cosas, me echo a reír como un bobo y ellos también y no tenemos para cuándo acabar y ellos se creen que me río por la broma del retrato y no saben que es de puro gusto por tenerlos allí conmigo y por todas las cosas serias que estaba pensando y porque mañana a lo mejor se lo cuento todo a Alicia en el recreo. Seguro que va a entenderme, aunque sea tan enredado. Porque ella sabe oírlo a uno sin decir una palabra.
Sus ojos grandes y tranquilos van siguiendo lo que cuentas y no se les escapa nada, ni siquiera, creo yo, esos puntos y comas que nadie pone cuando habla.
Sí, voy a contarle a ella —solamente a ella— lo que me pasó ayer cuando la risa me puso tan serio.
Porque adentro había una algarabía tal de risas y carreras que ni todos mis compañeros juntos retozando a la hora del recreo arman una mayor. Olvidé el timbre y me puse a golpear la puerta. Se abrió de pronto y vi en un relámpago la cara de papá roja de risa: desapareció en seguida volando hacia donde estaba mamá detrás de la mesa redonda, con las manos a la espalda como escondiendo algo, y ahogándose también de risa. Los dos empezaron a correr alrededor de la mesa, tan rápido, que no se sabía bien en qué punto comenzaba y terminaba papá. Por fin él la alcanzó y la rodeó entre sus brazos. Ella, sofocada, reclinó la cabeza en su hombro. Dio la casualidad de que terminaron en una posición que me dejó verle la cara. Tenía los ojos brillantes de travesuras; la boca entreabierta para respirar mejor, sonreía de un modo tan dulce, que de pronto me pareció estar viendo, no a mamá, sino a una niña.
Me sorprendió tanto verla así que no me cansaba de mirarla. En eso, papá, que le había quitado lo que escondía a la espalda, se dio vuelta sin dejar de abrazarla y me gritó, levantando triunfante lo que resultó ser una foto de tamaño mediano:
—¡Mira, mira cómo es de verdad la fierecita esta que no le tiene miedo a nada y dice que tira mejor que yo! ¡Cómo se van a reír las compañeras del Comité!... —y me alargó la foto y se puso a brincar y a dar vueltas con mamá entre los brazos lo mismo que un trompo.
Ni siquiera se me ocurrió bajar la vista a la foto. ¡Papá también era un niño! No podía quitarles los ojos de encima mientras bailaban y reían. Muy serio, me quedé allí hecho una estatua, pensando no sé cuántas cosas. Cosas que uno sabe sin darse cuenta —no sé si me explico. Cómo mamá, a pesar de que trabaja tanto dando sus clases en la secundaria, insiste en cocinarle a papá los platos que a él le gustan, aunque le lleven más tiempo, y no quiere que la ayude a fregar los cacharros, porque, dice, pasarse dos días al timón de una rastra[1] no es juego; y cómo papá se sienta al borde de la mesa de la cocina, meciendo una pierna y conversando con ella; y, cuando por fin la tiene distraída, pues ya está él fregando a su lado y ella cuenta que te cuenta algo que pasó en la escuela, hasta que de pronto le da un empujoncito y le dice: "¡Y tú qué haces aquí!"... Y los dos se ríen y siguen fregando juntos.
¿No serán estas cosas, me pregunto, las que me hacen sentir tan bien cada vez que vuelvo de la escuela? Saber que "los viejos" —¡así les decía hasta hoy!— están esperándome en medio del cariño que se tienen y que ese cariño me va a rodear —como el calor de la cocina cuando sopla un norte— tan pronto se abre la puerta....
De repente estaba viendo a mi abuela —casi la tenía delante aunque vive allá en el pueblo—, blanca entre su aroma de hierbas limpias, sentada en un sillón junto al retrato de abuelo, al que nunca le falta un búcaro de flores frescas. Hasta ese momento no entendía cómo aquel joven con su machete a la cintura —dicen que lo mató la guardia rural hace muchísimo tiempo, allá por el año 33—, hasta ese mismísimo momento, digo, no entendía cómo un hombre tan joven podía ser mi abuelo. Entre las risas de los dos niños grandes escandalizando por allá no sé dónde, veo como a través de una nube que el pelo de abuelita es más negro que el ala de un totí[2], que desaparece la redecilla de sus arrugas, que los ojos le brillan como cocuyos encendidos, y que una muchacha menuda y linda está ahora junto al joven que se escapó del marco y le pasa un brazo sobre el hombro. ¿A quién me recuerda, a quién, esa linda muchacha?...
Entretenido con estas ocurrencias, bajo la vista a lo que tengo en la mano. Otro retrato, pero este es el de una niña bastante menor que yo: me mira sonriendo tímidamente con la cabeza inclinada sobre un hombro y una flor en la mano derecha. ¡Ni se puede nadie imaginar una niña más tímida y graciosa!... Seguro —pienso, sonriendo yo también— que, si se le encarama una lagartija a ese zapatico, va a dar un brinco que la hará saltar del retrato. Y la palabra retrato me recuerda el que está ahí sobre la mesa redonda: la foto de un desfile en la Plaza de la Revolución. Una escuadra de milicianas, y esa muchacha —la segunda, a la izquierda, en la primera fila— de los ojos tan brillantes y fieros y el pelo lacio que parece agitarse bajo la boina con el paso de marcha, la que empuña tan firme la metralleta contra el pecho... ¡es la misma niña que sostiene la florecita en el retrato!.. ¡Mamá, dos o tres meses después de su boda con papá!... ¡Y también, claro, la muchacha a la que se parecía la otra, la que soñé o imaginé asomándose entre los finísimos hilos que se entrecruzaban sobre la cara de abuela!
Siento que me están mirando —uno lo siente, a veces— y levanto la vista y son los dos niños grandes que se han tranquilizado por fin. Papá le pasa a ella un brazo sobre los hombros: es como si tuviera delante lo que se me ocurrió imaginar hace un momento con abuelo y abuela.
Pero yo no estoy para bromas. Pienso en cosas muy serias. En lo bueno de ese cariño que vino bajando desde tan lejos —de abuelo y abuela a mamá y papá para rodearme al fin con este calor que me abriga tanto. De pronto, no sé por qué, pienso en Alicia —la trigueñita que se sienta delante de mí en el aula, y tiene la piel como un café que fuese al mismo tiempo seda. Y, mira lo que son las cosas, me echo a reír como un bobo y ellos también y no tenemos para cuándo acabar y ellos se creen que me río por la broma del retrato y no saben que es de puro gusto por tenerlos allí conmigo y por todas las cosas serias que estaba pensando y porque mañana a lo mejor se lo cuento todo a Alicia en el recreo. Seguro que va a entenderme, aunque sea tan enredado. Porque ella sabe oírlo a uno sin decir una palabra.
Sus ojos grandes y tranquilos van siguiendo lo que cuentas y no se les escapa nada, ni siquiera, creo yo, esos puntos y comas que nadie pone cuando habla.
Sí, voy a contarle a ella —solamente a ella— lo que me pasó ayer cuando la risa me puso tan serio.
[1] Rastra: cabo que se arrastra en el fondo del mar para buscar y sacar objetos sumergidos. Aparato que sirve para desviar el agua de las acequias.
[2] Totí: pájaro insectívoro de plumaje negro y pico encorvado.
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