Aquí podemos leer tres:
Sentado en el umbral de mi casa, vi pasar a Lázaro, todavía con el sudario puesto en medio de una multitud que lo aclamaba. Después que la muchedumbre se alejó, vi pasar a un joven en ligero estado de putrefacción. Después, a una mujer embalsamada. Tras la mujer pasó un esqueleto pelado aunque con anillos en las falanges. Al ver que se aproximaba un hombre sin cabeza le pregunté qué significaba todo aquel desfile. Si bien el hombre no tenía cabeza me contestó muy atento: “Cuando suspendieron momentáneamente la ley para que Lázaro saliera, nosotros aprovechamos la suspensión y salimos también. Somos muchos. Mire”. Miré y vi que por el camino avanzaba la columna de los resucitados. La atmósfera se había vuelto irrespirable.
Se celebraba la última cena.
-¡Todos te aman, oh Maestro! -dijo uno de los discípulos.
-Todos no -respondió gravemente el Maestro-. Conozco a alguien que me tiene envidia y que en la primera oportunidad que se le presente me venderá por treinta dineros.
-Ya sé quién es -exclamó el discípulo-. También a mí me habló mal de ti.
-Y a mí -añadió otro discípulo.
-Y a mí, y a mí dijeron todos los demás. Todos, menos uno que permanecía silencioso.
-Pero es el único -prosiguió el que había hablado primero-. Y para probártelo diremos a coro su nombre sin habernos puesto previamente, de acuerdo.
Los discípulos, todos, menos aquel que se mantenía mudo, se miraron, contaron hasta tres y gritaron el nombre del traidor.
Las murallas de la ciudad vacilaron con el estrépito, porque los discípulos eran muchos y cada uno había gritado un nombre distinto.
Entonces el que no había hablado salió a la calle, y, libre de remordimientos, consumó su traición.
-¡Todos te aman, oh Maestro! -dijo uno de los discípulos.
-Todos no -respondió gravemente el Maestro-. Conozco a alguien que me tiene envidia y que en la primera oportunidad que se le presente me venderá por treinta dineros.
-Ya sé quién es -exclamó el discípulo-. También a mí me habló mal de ti.
-Y a mí -añadió otro discípulo.
-Y a mí, y a mí dijeron todos los demás. Todos, menos uno que permanecía silencioso.
-Pero es el único -prosiguió el que había hablado primero-. Y para probártelo diremos a coro su nombre sin habernos puesto previamente, de acuerdo.
Los discípulos, todos, menos aquel que se mantenía mudo, se miraron, contaron hasta tres y gritaron el nombre del traidor.
Las murallas de la ciudad vacilaron con el estrépito, porque los discípulos eran muchos y cada uno había gritado un nombre distinto.
Entonces el que no había hablado salió a la calle, y, libre de remordimientos, consumó su traición.
Hasta el fin de sus días Perseo vivió en la creencia de que era un héroe porque había matado a la Gorgona, a aquella mujer terrible cuya mirada, si se cruzaba con la de un mortal, convertía a éste en una estatua de piedra. Pobre tonto. Lo que ocurrió fue que Medusa, en cuanto lo vio de lejos, se enamoró de él. Nunca le había sucedido antes. Todos los que, atraídos por su belleza, se habían acercado y la habían mirado en los ojos, quedaron petrificados. Pero ahora Medusa, enamorada a su vez, decidió salvar a Perseo de la petrificación. Lo quería vivo, ardiente y frágil, aún al precio de no poder mirarlo. Bajó, pues, los párpados. Funesto error el de esta Gorgona de ojos cerrados: Perseo se aproximará y le cortará la cabeza.
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