Publicado a principios del siglo XX.
A continuación, el PRÓLOGO del libro:
En este libro, que hemos escrito con el amor y la fe de quien pone en su obra algo de sí mismo, nos proponemos enseñar a las mujeres inteligentes, a las mujeres que amen y quieran educar debidamente a sus niñas, que vale tanto como decir a todas las mujeres, esa parte de la ciencia maternal que se refiere a la educación física y moral de las hijas de familia.
Después de haberles dado su sangre y su leche, después de haberles prodigado los cuidados de los primeros años, tienen las madres que guiar a sus hijas a través de los peligros de una niñez a menudo laboriosa, de una pubertad rodeada de mil peligros morales y materiales, hasta el momento en que, separándose de la familia en medio de la cual han crecido y prosperado, vayan ellas a su vez a fundar una familia
y a dar a sus propios hijas la sana educación de cuerpo y de espíritu que ellas de los suyos recibieron. Gran destino, augusta misión sin duda, pero que suelen llenar mal muchas madres, pese a toda la buena voluntad y a toda la ternura imaginables, si para una y otra no ha sido preparada desde el principio por una inteligente dirección.
La educación práctica de las mujeres presenta, respecto a este punto, lagunas y vacíos que nos veremos en el caso de señalar más de una vez en el curso de la presente obra. ¡Singular, incomprensible inconsecuencia! Toda profesión, por humilde
que sea y por fácil que parezca, exige una iniciación, y la profesión maternal, que no por ser la más común es.la menos complicada, ni la menos técnica, se aborda sin regla alguna, sin preparación, con una ignorante intrepidez verdaderamente lamentable.
Para acometer y llevar a término feliz el desempeño de esta augusta profesión, confíase generalmente en la sola y única inspiración de la naturaleza, sin tener en cuenta que a ésta no debe fiársele sino una parte mínima, de tal empresa, porque ella no puede enseñarnos sino lo que enseña, a los animales y aun quizá algo menos. Pero tenemos, además, dos dotes que no tiene ningún otro ser en la tierra: la Religión,
principal y primer fundamento en que toda obra de educación debe apoyarse, y la Razón, esta gloriosa razón humana, que, ayudada y engrandecida por la cultura, debe, apoyada en la Religión, guiarnos por el camino de lo verdadero y de lo justo.
Hay un instinto de la maternidad ¡qué duda tiene!, instinto a un tiempo dulce y profundo, que es móvil de los más nobles y de los más tiernos impulsos; pero hay también una ciencia de la maternidad, que se adquiere por la educación, por el ejemplo, por la experiencia; ciencia que, como todas, tiene sus métodos, sus procedimientos, sus límites, sus principios; que se aprenden con el estudio, no por la intuición
y que, como las otras ciencias, es hija de la inducción y de la experiencia.
Sin el instinto, la maternidad no sería sino un mecanismo frío, acompasado y estéril; sin la ciencia, no sería sino una empresa apasionada, pero también aventurada y peligrosa. La verdaderamadre es la que a un tiempo siente y sabe. Casi todas sienten; un gran número entre ellas no sabe. Es preciso que éstas aprendan.
La ciencia maternal tiene tres ramas: la educación física, cuyo objeto es la salud; la educación moral, cuyo objeto es el carácter; la educación intelectual, cuyoobjeto es el espíritu. Las mujeres comparten esta obra de educación con sus maridos, cuando se trata de educar hijos; pero les incumbe casi por entero cuando se trata de educar hijas. Ellas vienen así a ser los auxiliares directos de la ciencia educativa y tienen, por lo mismo, especiales deberes que cumplir. «La ciencia de las mujeres, dice Fenelón, debe, como la de los hombres, limitarse a instruirse con arreglo a las funciones que han de desempeñar. La diferencia de su empleo
debe estar marcada por la de sus estudios». A establecer los límites de estaciencia maternal, en lo que a la educación de las hijas se refiere, va dirigido este libro.
«Pero—podrá objetársenos—es preciso que la misión educadora de las madres no se circunscriba a las hijas; se refiere también a los hijos varones.» Ciertamente; pero nadie podrá negar que, respecto a las primeras, es más continua, es más estrecha, es más necesaria la misión de las madres, Los hijos, arrancados en edad a veces demasiado temprana a la atmósfera dulce, pero enervante del gineceo, irán a buscar en una educación viril los horizontes intelectuales, los elementos de combate que han de servirles para la agitación y para las luchas de la
vida. Ellas, las hijas, quedan, por el contrario, envueltas en la atmósfera maternal, la única que puede convenirles, siempre, claro está, que encuentren en ella la ternura, la inteligencia y el saber, esos tres elementos fuera de los cuales no hay educación doméstica que pueda darlos apetecidos frutos.
En una época, como la nuestra, en que todos los problemas de la educación se agitan laboriosamente, y en que se siente la necesidad de ensanchar la esfera intelectual de la mujer, sin sacarla, por ello, de esa senda íntima y escondida que es y debe continuar siendo el campo de su actividad, libros como éste, cuando son escritos con cariño y acogidos con simpática benevolencia, pueden no ser inútiles en la labor educativa de la juventud.
Claro está—y me apresuro a declararlo aquí, antes que alguien pudiera echármelo en cara—que yo no he puesto en mi libro nada nuevo. Ya he dicho hace un momento que la ciencia educativa, como toda ciencia, es un conjunto de observaciones
que el saber y la experiencia han ido acumulando, en torno a una rama o especialidad determinada. En una obra como esta no he aspirado ni podía aspirar sino a recoger y ordenar, dándoles una forma más o menos atractiva, todos aquellos principios, todas aquellas máximas que el conjunto de las observaciones propias y ajenas me han hecho creer convenientes y hasta necesarias para la educación de las niñas.
Si este propósito, en cuyo desempeño he puesto toda mi buena voluntad, haquedado o no cumplido en la obra, es cosa que no he de decir yo, sino las madres, o, generalizando más, los padres, a quienes dedico y someto este libro.
Después de haberles dado su sangre y su leche, después de haberles prodigado los cuidados de los primeros años, tienen las madres que guiar a sus hijas a través de los peligros de una niñez a menudo laboriosa, de una pubertad rodeada de mil peligros morales y materiales, hasta el momento en que, separándose de la familia en medio de la cual han crecido y prosperado, vayan ellas a su vez a fundar una familia
y a dar a sus propios hijas la sana educación de cuerpo y de espíritu que ellas de los suyos recibieron. Gran destino, augusta misión sin duda, pero que suelen llenar mal muchas madres, pese a toda la buena voluntad y a toda la ternura imaginables, si para una y otra no ha sido preparada desde el principio por una inteligente dirección.
La educación práctica de las mujeres presenta, respecto a este punto, lagunas y vacíos que nos veremos en el caso de señalar más de una vez en el curso de la presente obra. ¡Singular, incomprensible inconsecuencia! Toda profesión, por humilde
que sea y por fácil que parezca, exige una iniciación, y la profesión maternal, que no por ser la más común es.la menos complicada, ni la menos técnica, se aborda sin regla alguna, sin preparación, con una ignorante intrepidez verdaderamente lamentable.
Para acometer y llevar a término feliz el desempeño de esta augusta profesión, confíase generalmente en la sola y única inspiración de la naturaleza, sin tener en cuenta que a ésta no debe fiársele sino una parte mínima, de tal empresa, porque ella no puede enseñarnos sino lo que enseña, a los animales y aun quizá algo menos. Pero tenemos, además, dos dotes que no tiene ningún otro ser en la tierra: la Religión,
principal y primer fundamento en que toda obra de educación debe apoyarse, y la Razón, esta gloriosa razón humana, que, ayudada y engrandecida por la cultura, debe, apoyada en la Religión, guiarnos por el camino de lo verdadero y de lo justo.
Hay un instinto de la maternidad ¡qué duda tiene!, instinto a un tiempo dulce y profundo, que es móvil de los más nobles y de los más tiernos impulsos; pero hay también una ciencia de la maternidad, que se adquiere por la educación, por el ejemplo, por la experiencia; ciencia que, como todas, tiene sus métodos, sus procedimientos, sus límites, sus principios; que se aprenden con el estudio, no por la intuición
y que, como las otras ciencias, es hija de la inducción y de la experiencia.
Sin el instinto, la maternidad no sería sino un mecanismo frío, acompasado y estéril; sin la ciencia, no sería sino una empresa apasionada, pero también aventurada y peligrosa. La verdaderamadre es la que a un tiempo siente y sabe. Casi todas sienten; un gran número entre ellas no sabe. Es preciso que éstas aprendan.
La ciencia maternal tiene tres ramas: la educación física, cuyo objeto es la salud; la educación moral, cuyo objeto es el carácter; la educación intelectual, cuyoobjeto es el espíritu. Las mujeres comparten esta obra de educación con sus maridos, cuando se trata de educar hijos; pero les incumbe casi por entero cuando se trata de educar hijas. Ellas vienen así a ser los auxiliares directos de la ciencia educativa y tienen, por lo mismo, especiales deberes que cumplir. «La ciencia de las mujeres, dice Fenelón, debe, como la de los hombres, limitarse a instruirse con arreglo a las funciones que han de desempeñar. La diferencia de su empleo
debe estar marcada por la de sus estudios». A establecer los límites de estaciencia maternal, en lo que a la educación de las hijas se refiere, va dirigido este libro.
«Pero—podrá objetársenos—es preciso que la misión educadora de las madres no se circunscriba a las hijas; se refiere también a los hijos varones.» Ciertamente; pero nadie podrá negar que, respecto a las primeras, es más continua, es más estrecha, es más necesaria la misión de las madres, Los hijos, arrancados en edad a veces demasiado temprana a la atmósfera dulce, pero enervante del gineceo, irán a buscar en una educación viril los horizontes intelectuales, los elementos de combate que han de servirles para la agitación y para las luchas de la
vida. Ellas, las hijas, quedan, por el contrario, envueltas en la atmósfera maternal, la única que puede convenirles, siempre, claro está, que encuentren en ella la ternura, la inteligencia y el saber, esos tres elementos fuera de los cuales no hay educación doméstica que pueda darlos apetecidos frutos.
En una época, como la nuestra, en que todos los problemas de la educación se agitan laboriosamente, y en que se siente la necesidad de ensanchar la esfera intelectual de la mujer, sin sacarla, por ello, de esa senda íntima y escondida que es y debe continuar siendo el campo de su actividad, libros como éste, cuando son escritos con cariño y acogidos con simpática benevolencia, pueden no ser inútiles en la labor educativa de la juventud.
Claro está—y me apresuro a declararlo aquí, antes que alguien pudiera echármelo en cara—que yo no he puesto en mi libro nada nuevo. Ya he dicho hace un momento que la ciencia educativa, como toda ciencia, es un conjunto de observaciones
que el saber y la experiencia han ido acumulando, en torno a una rama o especialidad determinada. En una obra como esta no he aspirado ni podía aspirar sino a recoger y ordenar, dándoles una forma más o menos atractiva, todos aquellos principios, todas aquellas máximas que el conjunto de las observaciones propias y ajenas me han hecho creer convenientes y hasta necesarias para la educación de las niñas.
Si este propósito, en cuyo desempeño he puesto toda mi buena voluntad, haquedado o no cumplido en la obra, es cosa que no he de decir yo, sino las madres, o, generalizando más, los padres, a quienes dedico y someto este libro.
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