LITERATURA Y ESCUELA, ENCUENTROS Y DESENCUENTROS
Sin duda, uno de los motores, si no el mayor, del crecimiento de la literatura infantil y juvenil en los últimos cincuenta años debemos buscarlo en la escuela. La introducción de la lectura de verdaderos textos literarios en el ámbito escolar, allá por los sesenta y setenta, produjo un verdadero seísmo en la industria editorial.
Por entonces comenzaron a aparecer, primero en castellano y luego en las otras lenguas de la península, autores traducidos, autores de otras latitudes.
Autores memorables
No puedo resistir a la tentación de nombrar a algunos, a fuerza de echar en olvido a los más, pero le culparé al bueno de Alzheimer, y todos en paz. Brillaron Eric Kästner (Emilio y los detectives, El 35 de mayo), Mirjam Pressler, Irina Korschunow (A trompicones, Días de sorpresa), Meindert Dejong (Una rueda en el tejado, La colina que canta), Ursula Wölfel (Campos verdes, campos grises, Zapatos de fuego y sandalias de viento), Christine Nöstingler (Konrad, Piruleta), Tomi Ungerer (Los tres bandidos, Ningún beso para mamá), Roald Dahl (Charlie y la fábrica de chocolate, El superzorro), Helmer Heine (El coche de carreras, El maravilloso viaje a través de la noche), Gerald Durrell (Mi familia y otros animales, La selva borracha), Reiner Zimnik (El oso y la gente, Caballo orgulloso), Tove Jansson (La familia Mumin, La llegada del cometa), Gianni Rodari (Cuentos por teléfono, Gip en el televisor), Michael Ende (Momo, La historia interminable), etc. (os lo ruego, haced larguísimo este etcétera), junto a autores que tradicionalmente no se ubicaron en la parcela de la literatura infantil y juvenil, como Dino Buzzati, Eugène Ionesco, Ray Bradbury, Isabel Allende, Alan Parker...
Con semejante armada -y otras muy buenas razones-, se rindieron, seducidos, los bastiones escolares. Fue la derrota de los textos insignificantes para los lectores. Como con el Marqués de Santillana, como con el Arcipreste de Hita, como con Cervantes, volvió a ganar la literatura.
Pero es muy difícil que la escuela, una institución conservadora por donde la cojamos, al punto de que la humanidad la creó para conservar la cultura, la lengua, los saberes y los modos de conducirse socialmente, encabece ninguna revolución. ¿Y entonces?
Por entonces comenzaron a aparecer, primero en castellano y luego en las otras lenguas de la península, autores traducidos, autores de otras latitudes.
Autores memorables
No puedo resistir a la tentación de nombrar a algunos, a fuerza de echar en olvido a los más, pero le culparé al bueno de Alzheimer, y todos en paz. Brillaron Eric Kästner (Emilio y los detectives, El 35 de mayo), Mirjam Pressler, Irina Korschunow (A trompicones, Días de sorpresa), Meindert Dejong (Una rueda en el tejado, La colina que canta), Ursula Wölfel (Campos verdes, campos grises, Zapatos de fuego y sandalias de viento), Christine Nöstingler (Konrad, Piruleta), Tomi Ungerer (Los tres bandidos, Ningún beso para mamá), Roald Dahl (Charlie y la fábrica de chocolate, El superzorro), Helmer Heine (El coche de carreras, El maravilloso viaje a través de la noche), Gerald Durrell (Mi familia y otros animales, La selva borracha), Reiner Zimnik (El oso y la gente, Caballo orgulloso), Tove Jansson (La familia Mumin, La llegada del cometa), Gianni Rodari (Cuentos por teléfono, Gip en el televisor), Michael Ende (Momo, La historia interminable), etc. (os lo ruego, haced larguísimo este etcétera), junto a autores que tradicionalmente no se ubicaron en la parcela de la literatura infantil y juvenil, como Dino Buzzati, Eugène Ionesco, Ray Bradbury, Isabel Allende, Alan Parker...
Con semejante armada -y otras muy buenas razones-, se rindieron, seducidos, los bastiones escolares. Fue la derrota de los textos insignificantes para los lectores. Como con el Marqués de Santillana, como con el Arcipreste de Hita, como con Cervantes, volvió a ganar la literatura.
Pero es muy difícil que la escuela, una institución conservadora por donde la cojamos, al punto de que la humanidad la creó para conservar la cultura, la lengua, los saberes y los modos de conducirse socialmente, encabece ninguna revolución. ¿Y entonces?
Revive el monstruo del utilitarismo... y la transversalidad
Pues que poco a poco asistimos a la resurrección del presuntamente superado utilitarismo literario. El monstruo no estaba muerto. Tal vez lo suyo fue catalepsia. O estaba congelado, como aquellos mamuts, y con lo del calentamiento global... O como la raposa, se hizo la muertecita... Lo cierto que, como dice Luis María Pescetti, el monstruo se vivió de a poco. Y alguna maestra o maestro (tal vez no sea «o», sino «y») comenzó con aquello de a mí me gustan esos libros que enseñan algo, que dejan enseñanzas...
Y luego llegaron los contenidos transversales. Y ahora los niños buenos y piadosos parecen llamarse solidarios y con responsabilidad social. quién habrá de cargar con esa enseñanza? Pues la literatura, naturalmente, que siempre ha sido la mucamilla.
¿Que tienes que dar los medios de transporte? Pues busca aquel poema que habla del borrico y del automóvil. ¿Que quieres hablar de los árboles que puedes encontrar en la península? Pues Machado, A un olmo seco, o Lorca, («Fíjate en Lorca, que había un poema que hablaba de los chopos, creo. ¿O era Alberti? ¿O Cernuda? Bueno, busca, que igual lo tienes fácil. ¿Pero quién era el autor de ese poema a los chopos? Y eso de la solidaridad con los que menos tienen… Eso tal vez lo halles en Cuore, que ese D'Amicis hace llorar hasta a los peñascos»). Y son historias así; sentimentales y con enseñanzas. ¿Y luego qué?
Luego reaparecen algunos libros cuyos personajes eran padres borrachines o adultos que pegan a sus niños, y tampoco suele faltar algún cojuelo, o ciego, o enfermo de leucemia, o hijo de padres que se divorcian. O se escriben otros nuevos. ¿Con qué fines? Pues en nombre de la transversalidad, de los temas transversales.
Esos libros, muchos de ellos escritos de muy buena fe, pasaron a ser ejes de puestas en común para pillar de la punta de las orejas a ese conejo que vive en la chistera lustrosa: ese conejo que se llama «temas transversales» o en algunas latitudes, «transversalidad». A lo claro: empiezan a ser usados «para».
Y aquellos libros, muchas veces nacidos para malditos, para vivir en los arrabales de chabolas, de pronto se convierten en best-sellers, llave mágica que aviva los sentidos. Algunos editores comienzan a pedir a sus escribas tales y cuales temas y tales y cuales personajes. Y la literatura deja de ser el producto final de un artista y se convierte en algo de confección: salen muchas piezas idénticas, igualitas. Y también piden ciertos formatos: que una serie de cuatro títulos para 2 años, que salga una de misterio con patatas a la francesa para grandes superficies... Pero -para todo ha de haber un «pero»- cuidado... cuidado con el mensaje... que sea prístino, de claridad meridiana... Que nadie se confunda, que todos entiendan lo mismo... Y así se desarrolla un remedo de literatura, de textos pasados por lejía, políticamente correctos, textos presumidos, aspavienteros, simulacros de literatura.
¿Y entonces? Que la literatura dominada por intereses extraliterarios deja de serlo. Y las escuelas se llenan de objetos que, siendo libros, parecen literatura pero no lo son. Como ciertos alimentos, sólo tienen aromatizantes y colorantes permitidos. Pero es sólo la última fragancia de moda, es un aerosol con el que se le da el toque final a ese objeto de consumo, es el aromatizador librero, un sutil barniz que los pone elegantes y deseables rumbo a las grandes superficies.
Pues que poco a poco asistimos a la resurrección del presuntamente superado utilitarismo literario. El monstruo no estaba muerto. Tal vez lo suyo fue catalepsia. O estaba congelado, como aquellos mamuts, y con lo del calentamiento global... O como la raposa, se hizo la muertecita... Lo cierto que, como dice Luis María Pescetti, el monstruo se vivió de a poco. Y alguna maestra o maestro (tal vez no sea «o», sino «y») comenzó con aquello de a mí me gustan esos libros que enseñan algo, que dejan enseñanzas...
Y luego llegaron los contenidos transversales. Y ahora los niños buenos y piadosos parecen llamarse solidarios y con responsabilidad social. quién habrá de cargar con esa enseñanza? Pues la literatura, naturalmente, que siempre ha sido la mucamilla.
¿Que tienes que dar los medios de transporte? Pues busca aquel poema que habla del borrico y del automóvil. ¿Que quieres hablar de los árboles que puedes encontrar en la península? Pues Machado, A un olmo seco, o Lorca, («Fíjate en Lorca, que había un poema que hablaba de los chopos, creo. ¿O era Alberti? ¿O Cernuda? Bueno, busca, que igual lo tienes fácil. ¿Pero quién era el autor de ese poema a los chopos? Y eso de la solidaridad con los que menos tienen… Eso tal vez lo halles en Cuore, que ese D'Amicis hace llorar hasta a los peñascos»). Y son historias así; sentimentales y con enseñanzas. ¿Y luego qué?
Luego reaparecen algunos libros cuyos personajes eran padres borrachines o adultos que pegan a sus niños, y tampoco suele faltar algún cojuelo, o ciego, o enfermo de leucemia, o hijo de padres que se divorcian. O se escriben otros nuevos. ¿Con qué fines? Pues en nombre de la transversalidad, de los temas transversales.
Esos libros, muchos de ellos escritos de muy buena fe, pasaron a ser ejes de puestas en común para pillar de la punta de las orejas a ese conejo que vive en la chistera lustrosa: ese conejo que se llama «temas transversales» o en algunas latitudes, «transversalidad». A lo claro: empiezan a ser usados «para».
Y aquellos libros, muchas veces nacidos para malditos, para vivir en los arrabales de chabolas, de pronto se convierten en best-sellers, llave mágica que aviva los sentidos. Algunos editores comienzan a pedir a sus escribas tales y cuales temas y tales y cuales personajes. Y la literatura deja de ser el producto final de un artista y se convierte en algo de confección: salen muchas piezas idénticas, igualitas. Y también piden ciertos formatos: que una serie de cuatro títulos para 2 años, que salga una de misterio con patatas a la francesa para grandes superficies... Pero -para todo ha de haber un «pero»- cuidado... cuidado con el mensaje... que sea prístino, de claridad meridiana... Que nadie se confunda, que todos entiendan lo mismo... Y así se desarrolla un remedo de literatura, de textos pasados por lejía, políticamente correctos, textos presumidos, aspavienteros, simulacros de literatura.
¿Y entonces? Que la literatura dominada por intereses extraliterarios deja de serlo. Y las escuelas se llenan de objetos que, siendo libros, parecen literatura pero no lo son. Como ciertos alimentos, sólo tienen aromatizantes y colorantes permitidos. Pero es sólo la última fragancia de moda, es un aerosol con el que se le da el toque final a ese objeto de consumo, es el aromatizador librero, un sutil barniz que los pone elegantes y deseables rumbo a las grandes superficies.
Que la literatura vuelva a ser literatura
Esta crónica podría terminar acá. Y no estaría mal. Pero también podría seguir, como en Los tambores, de Zimnik, de otro modo. Así:
Pero cierto día, cuando en el fondo de cielo oscuro comienza a crecer leve, tímidamente, una luz naranja... es una maestra que sonríe con un Limmerick de Edward Lear, y la luz crece, porque hay uno en Galicia que redescubrió a aquel maestro de Farias, enamorado de su alumna y sin poder decirlo, y hay otro en Andalucía que quisiera tener la abuela que no tuvo, claro que no sabemos si la llamará Opalina, y otro más que escribirá una novela estupenda con el abuelo como personaje excluyente, y del niño nada, que no va ni como actor de reparto...
Y aparecerán nuevos escritores, artistas de la palabra que escriban a su aire, fabuladores que lancen manifiestos, como los surrealistas, gentes con cosas para contar a los otros lectores, que después de todo, desde hace siglos, no se escribe literatura por ninguna otra razón.
Y qué será de aquella presunta literatura. Se la comerán los ríos, como los cañones de las viejas películas de vaqueros; las irá desgastando ese viento que erosiona la materia blanda, chirle, sin sustancia. El destino más piadoso será el olvido. Y ni uno solo de sus millares de lectores escolarizados le rezará una oración en su memoria.
Como vemos, la razón del florecimiento del sector -libros infantiles y juveniles- puede ser su sinrazón. Desde hace mucho que sabemos que no hemos de pedir peras a los olmos. Pidámosle a la literatura que sea eso, literatura.
Esta crónica podría terminar acá. Y no estaría mal. Pero también podría seguir, como en Los tambores, de Zimnik, de otro modo. Así:
Pero cierto día, cuando en el fondo de cielo oscuro comienza a crecer leve, tímidamente, una luz naranja... es una maestra que sonríe con un Limmerick de Edward Lear, y la luz crece, porque hay uno en Galicia que redescubrió a aquel maestro de Farias, enamorado de su alumna y sin poder decirlo, y hay otro en Andalucía que quisiera tener la abuela que no tuvo, claro que no sabemos si la llamará Opalina, y otro más que escribirá una novela estupenda con el abuelo como personaje excluyente, y del niño nada, que no va ni como actor de reparto...
Y aparecerán nuevos escritores, artistas de la palabra que escriban a su aire, fabuladores que lancen manifiestos, como los surrealistas, gentes con cosas para contar a los otros lectores, que después de todo, desde hace siglos, no se escribe literatura por ninguna otra razón.
Y qué será de aquella presunta literatura. Se la comerán los ríos, como los cañones de las viejas películas de vaqueros; las irá desgastando ese viento que erosiona la materia blanda, chirle, sin sustancia. El destino más piadoso será el olvido. Y ni uno solo de sus millares de lectores escolarizados le rezará una oración en su memoria.
Como vemos, la razón del florecimiento del sector -libros infantiles y juveniles- puede ser su sinrazón. Desde hace mucho que sabemos que no hemos de pedir peras a los olmos. Pidámosle a la literatura que sea eso, literatura.
Un viejo tema. ¿Un nuevo tema?
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