"Alicia abrió la puerta y descubrió un pequeño pasillo, no mucho más grande que una ratonera: se arrodilló y, a través del pasadizo, vio el jardín más bonito que jamás hayáis visto", escribió Lewis Carroll, hacia 1862, en Alicia en el país de las maravillas. "Luego puso la mano sobre el pomo de la puerta, lo giró y se abrió por fin. Daba a un pasillo oscuro. Coraline cruzó la puerta...", relata Neil Gaiman, ya en 2002, en su libro Coraline. Carroll y Alicia, padres de cualquier fantasía sobre universos paralelos situados entre la realidad y la ficción, entre el sueño y la vigilia, han inspirado a escritores y cineastas de todo tipo y condición, abiertos a una nueva imaginería visual y narrativa. De El mago de Oz a Mulholland Drive, de Las crónicas de Narnia a El viaje de Chihiro, de El laberinto del fauno a Criaturas celestiales. Hasta llegar a Los mundos de Coraline, formidable adaptación al cine del texto de Gaiman. Una película que transporta al espectador a un lugar donde nunca osó situarse. Una obra maestra en tres dimensiones, a la que se entra previa colocación de unas gafas especiales, en la que puede ocurrir cualquier cosa; entre otras, que los niños más pequeños o los chavales poco habituados a lo que no huela a caramelo, sentido del humor y aventura banal, salgan despavoridos ante una obra adulta, áspera y sombría; insólita, evocadora y fascinante.
El talento de Henry Selick, coautor de Pesadilla antes de Navidad (1993) y artífice de esta maravilla filmada en stop motion (fotograma a fotograma), se expande en cada secuencia, con el diseño de cada personaje, y, de la mano de la música de Bruno Colais, amarga hasta la última nota, no se permite una sola concesión a la galería del placer por el placer, de la belleza por la belleza. Estamos, por tanto, cerca de la negrura de Pinocho, del drama de Bambi, de la perversidad de Dumbo. Pero sin sus azúcares añadidos.
Y éste, el tráiler:
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