Dibujo de Eulogia Merlé
La España de Luis de Góngora, 400 años después
De aquel imperio inepto, pero soberbio en la literatura, queda ahora un país de ínfima categoría moral e intelectual, esquilmado por los trapicheos y los tráficos de influencias de los políticos y sus secuaces
JOSÉ MANUEL MARTOS CARRASCO 31 JUL 2013
Estábamos por la mañana en Valdezate y Haza, y por la tarde en Lerma. Por motivos diversos, los tres pueblos de Burgos nos hicieron pensar en el hundimiento de la economía, que asolaba nuestro suelo y nuestras mentes, y en Luis de Góngora. Ese domingo de finales de mayo, en Valdezate solo se veía a mediodía una familia con perro que, en medio de la calle, se disponía a asar unas costillas; lo demás, las bodegas excavadas en la montaña que, tras años de abandono, daban al lugar un aire espectral, de catacumba siniestra, más cercano a una película de muertos vivientes que a una realidad española del siglo XXI. Por la tarde, tras atravesar el portentoso refugio de las águilas (los “raudos torbellinos de Noruega” gongorinos) en los fabulosos vestigios de la loma amurallada de Haza y recorrer bellísimas extensiones de retorcidos viñedos primero y de verde cereal después, nos pusimos en el centro histórico de Lerma, donde la majestuosidad del recinto antiguo invitaba a un brindis por la herencia arquitectónica de don Francisco Gómez de Sandoval y Rojas, duque de Lerma, el poderoso valido de Felipe III.
En la plaza mayor de Lerma, la consabida tienda de productos típicos estaba regentada por un matrimonio catalán de la Barcelona periférica, que había abandonado Cataluña de resultas de la crisis y no parecía sentir nostalgia. Mientras el periódico regurgitaba por todas sus columnas el expolio económico y la extenuación social, Félix de Azúa declaraba con pompa que “escribir literariamente es una tarea extenuante y hermosa” y anunciaba el papel del Quijote como génesis o Génesis literario de nuestra lengua vernácula castellana.
Estábamos a punto de perecer, engullidos por las arenas movedizas de la burbuja inmobiliaria, de la crisis económica, de la vergüenza política y de la esterilidad literaria; demasiado concentrados en nuestro desventurado destino personal para recordar que el descrédito político y la inanidad institucional no arrastran necesariamente en su grupa un vacuo serón cultural. En la plaza mayor de Lerma, con un refulgente sol primaveral, pero con un cielo azul raso y unos aires cortantes más propios de febrero, proclives a una cierta lucidez, cerré los ojos con la taza de café en la mano y recordé que en 1913, en la antesala de la I Guerra Mundial, Juan Ramón Jiménez estaba alumbrando Platero y yo; que en 1813, entre los restos de las últimas bayonetas de mariscales franceses y generales españoles, moría una de las cabezas más cultivadas que había dado España, la de un catalán que adoraba Madrid y que atendía al nombre de Antonio de Capmany y de Montpalau; que en 1713, cuando Cataluña casi doblegaba la cerviz rebelde, se fundaba la Real Academia Española; y que en 1613, cuando el duque de Lerma por acción y Felipe III por inacción convertían la política y la sociedad españolas en un sarao colosal de influencias, dádivas y prerrogativas sin disimulos ni máscaras, en un trapicheo en beneficio propio muy superior al que vivimos ahora, comenzaban a circular copias y copias manuscritas de las Soledades, de Luis de Góngora, y se estaba fraguando así una de las grandes y escasas revoluciones literarias de los últimos 20 siglos.
Era evidente que nadie se iba a acordar, en serio, de los 100 años de Platero y yo, ni (qué risa) de los 200 de la muerte de Antonio de Capmany y de Montpalau, ni tampoco de los 400 años de la convulsión poética gongorina. Mucho menos de las circunstancias históricas que rodearon la atribulada existencia de esos hombres geniales, de sus miserias más que de sus grandezas, de sus sufrimientos más que de sus alegrías. Poco sabemos de sus biografías, incluso de la de Juan Ramón y, lo que es peor, no parece que nos haya de interesar: Platero y yo se cruza en nuestro camino por su reblandecimiento, especialmente indicado en dietas infantiles; Capmany es demasiado erudito y díscolo, demasiado catalán para su soberbio castellano; y Góngora, ¡pobre Góngora!, sigue siendo ese laberinto críptico que nos hicieron leer y aborrecer en nuestra disipada y aborregada adolescencia. Poco o nada sabemos de lo que estos tres peregrinos, dentro o fuera de su (y nuestra) patria, tuvieron que hacer para malvivir y sobrevivir; y con todo, a pesar de un entorno adverso u hostil en muchos momentos de sus vidas, nos dejaron un fruto excelso, que deberíamos estar conmemorando con todos los honores este año redondo de 2013, en lugar de chapotear con gusto en la chanca de la actualidad, convertida en bochornoso espectáculo diario de masas.
No sé si la España de hoy se parece a la de 1913, a la de 1813 o la de 1713. Sin duda, es un calco político de la de 1613, y que los historiadores de la época (Antonio Feros, Bernardo José García García, Patrick Williams o Alfredo Alvar) me desmientan si disienten. De la estrangulada redoma social de la España de hace cuatro siglos, de las ansias depredadoras del duque de Lerma, que miraba para él y para los suyos, pero también, a sabiendas o no, para la posteridad, estamos disfrutando de un beneficio cultural de proporciones descomunales. Ese legado se concreta en lo literario en las Soledades de Góngora, esta sí la verdadera Biblia para un país sin Biblia, que alcanza un reconocimiento inmediato y fulgurante, a través de su legión de imitadores y comentaristas, que intuyen al punto el alcance de ese monstruoso engendro poético, capaz de provocar un intenso y tenso debate cultural que traspasará con amplitud el coto de los vates.
Ese Góngora de 1613, al que el pusilánime Cervantes teme entonces agraviar en sus alabanzas aunque las suba al grado más supremo, cuenta en las Soledades un viaje imaginario como forma de evasión del mundo circundante; la gente más informada se lo agradece, porque en 1613 pocas son las vías para escapar del estanque putrefacto de la política, habida cuenta de que no existen el fútbol, las drogas, los viajes transoceánicos o la informática. Sin embargo, solo cuatro años más tarde, ese mismo Góngora, ese altivo señorito y racionero cordobés, acuciado por las deudas y por las estrecheces pecuniarias, arrastrará su pluma más mendicante en prosecución de un cargo institucional, hasta el punto de pergeñar en 1617 las 69 octavas reales del Panegírico al duque de Lerma, que, como su título indica, es una loa desaforada del primer ministro de Felipe III, a la sazón el hombre más poderoso y corrupto del reino.
Cuatrocientos años después, ¿qué queda de aquella España imperial, inepta en la política, pero soberbia en la literatura? Una España de ínfima categoría moral e intelectual, esquilmada por los trapicheos y los nudos y tráficos de influencias de los políticos y sus secuaces. Esa misma España jactanciosa que desconoce orgullosamente la trascendencia histórica y literaria de 1613, de Luis de Góngora y de las Soledades. Mucho me temo que, por motivos antagónicos, 1613 y 2013 son dos años climatéricos de nuestra historia. Hace 400 años gobernó nuestro país el duque de Lerma, un arribista de la peor estofa, un déspota que trabajó para amasarse una inmensa fortuna para vivir una vida mullida y regalada, de lujo y comodidad máximos según los estándares de la época; pero, pese a ello y todos sus defectos, el duque tenía también su punto de conciencia histórica y quiso y supo invertir algo de su tiempo y de su dinero en ser inmortalizado por algunos de los grandes genios de las artes y las letras, como Rubens y Góngora.
Por contra, ¿qué están haciendo quienes nos gobiernan hoy para que dentro de 400 años los españoles no se avergüencen de nuestra paupérrima y depauperada actividad cultural, de qué cohorte artística se han rodeado y cómo los inmortalizará?
José Manuel Martos es director editorial de Gredos.
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