J. D. Salinger
LA APARICIÓN DE NUEVAS CARTAS ÍNTIMAS DESVELA LA FACETA MÁS DESCONOCIDA DEL AUTOR
Salinger, el único que no creyó en 'El guardián entre el centeno'
Ha vendido al mejor postor uno de los grandes secretos de la literatura del siglo XX, pero no le quedaba otro remedio. Hace seis años Marjorie Sheard, una canadiense de 95 años, fue internada en un geriátrico de Toronto y legó sus pertenencias a su sobrina, entre ellas una misteriosa caja de cartón que llevaba en su armario nada menos que 70 años. Hace unos meses su estado empeoró y con ellos lo hicieron los gastos de su internamiento, que la familia de Sheard ya no podía pagar. Con su consentimiento, decidieron establecer prioridades y vender la caja para pagar los cuidados de la anciana.
No ha trascendido cuánto pagó el Morgan Library & Museum de Nueva York por ella, pero sí su contenido, que la institución neoyorquina ha compartido esta semana con The New York Times. Son cartas antiguas, la correspondencia que mantuvieron un hombre y una mujer entre 1941 y 1943. Ella era la propia Sheard, entonces veinteañera y aspirante a escritora. Él era nada menos que J.D. Salinger, uno de los autores más trascendentes del siglo XX y, con total certeza, el más enigmático de todos.
En sus cartas, escritor y admiradora se cuentan muchas cosas, debaten sobre la actualidad y hasta flirtean, pero no solo eso. Salinger, que no publicaría su inmortal El guardián entre el centeno hasta 1951 –ni por entregas hasta 1945 en adelante–, comenta a Sheard incluso algunos jugosos detalles sobre la concepción de la historia protagonizada por el rebelde Holden Caulfield, que aún hoy se vende a un ritmo medio de 250.000 copias anuales y es considerada una de las mayores obras de la literatura en inglés de todos los tiempos.
Por aquel entonces, sin embargo, Salinger tenía una visión mucho más pobre de su propia obra. Era una historia por entregas sobre "un chico de instituto durante las vacaciones de navidad", le explicó a Sheard en una de sus primeras cartas, firmada el 18 de noviembre de 1941, en la que recomendaba a la chica que leyese la primera entrega en la próxima edición de la revista The New Yorker, titulada Slight Rebellion Off Madison. Quería conocer, decía, la impresión que causaba en ella "la primera historia de Holden". A su editor le había gustado y le había pedido desarrollarla más, pero él confesaba no tenerlas todas consigo. "De todos modos intentaré hacer un par [de entregas] más", escribió. "Y si empiezo a perderme, lo dejo".
Por suerte no lo hizo y Holden Caulfield acabó convertido en el antihéroe adolescente que hoy todos conocemos, aunque es probable que al bueno de Jerry –así es como firmaba Salinger sus cartas– no le gustase un pelo que se conozcan hoy los detalles de su concepción. El escritor, que en 1941 tenía 22 años, murió en 2010 a la edad de 91 y rodeado del mismo misterio con el que protegió ya no su intimidad, sino su mera identidad durante toda su vida.
En la hora de su muerte su agente literario, Phyllis Westberg, difundió un comunicado recalcando que el propio autor decía que "estaba en este mundo, pero no formaba parte de él", y que su desaparición mediática desde 1965, cuando se recluyó en su casa de New Hampshire, no obedecía a ninguna de las muchas leyendas que se contaban sobre él, como la de que estaba traumatizado porque su libro había inspirado a dos célebres asesinos, John Warnock Jr. –que atentó contra la vida de Ronald Reagan– y Mark David Chapman, que cuando asesinó a John Lennon aseguró que era mitad Holden Caulfield, mitad el Diablo. Salinger, en realidad, nunca le concedió importancia a estos delirios. Quería, sin más, vivir tranquilo.
Paradójicamente, la aversión del escritor por la vida pública se pudo conocer a través de otras cartas íntimas, en esta ocasión dirigidas a su amigo –y después examigo– Michael Mitchell, que el Morgan Library & Museum publicó en 2010, solo unos meses tras el fallecimiento del autor. En la correspondencia que Salinger y Mitchell –el diseñador de la primera portada de El guardián entre el centeno– mantuvieron entre 1979 y 1993 el escritor detalla, por ejemplo, la ocasión en que su estampa acabó publicada en una revista en 1979 por culpa de un entrometido fotógrafo que le cazó cuando fue a la oficina de correos y lo mucho que le costaba mantener su vida al margen de los medios. También retrata el momento en que el escritor se negó a remitirle al ilustrador un ejemplar firmado de la primera edición de El guardián porque autografiar, arguyó, le resultaba deprimente. Esto acabó con su amistad y el segundo se vengó legando las cartas a la institución neoyorquina, que tuvo el detalle –o la visión comercial– de esperar a su muerte para exhibirlas en una sonada exposición en Manhattan.
Un año después la University of East Anglia, en Reino Unido, hizo públicas las 50 cartas y cuatro postales que un londinense, Donald Hartog, intercambió con el autor estadounidense, junto a una foto de ambos posando ante la cámara en 1989, una de las pocas que se conocen del escritor en su vejez. Hartog, que murió en 2007 y legó las cartas a su hija –quien a su vez las cedió a la universidad–, no hablaba mucho de literatura con Salinger pero sí consiguió arrancarle algunas de sus confesiones más personales y curiosas, como su afición por el tenis y por Tin Henman, por José Carreras y los Tres Tenores o por comer en Burger King.
Como en el caso de la recién conocida correspondencia con Marjorie Sheard, tampoco en las otras dos revelaciones trascendió el precio que las instituciones pagaron por las cartas de Salinger, quizá porque se trató de cifras desorbitadas. Una pista: una nota manuscrita del escritor –de 1989 y dirigida a su empleada doméstica con instrucciones sencillas sobre las tareas pendientes en la casa– salió a subasta online en 2011, en pleno boom del interés por Salinger, con una puja de salida superior a los 50.000 dólares. Y otra más: ese mismo año una compañía, The Vault of Forsyth, vendió el inodoro del escritor, adquirido en la venta de su casa tras su muerte, por nada menos que un millón de dólares.
Un flirteo en nueve cartas
La correspondencia conocida ahora entre Marjorie Sheard y J.D. Salinger, sin embargo, no tiene tanto que decir del huraño personaje en el que acabó convertido el autor con el éxito y la edad y sí más sobre lo que realmente interesa a los estudiosos de su obra, que son las motivaciones que le llevaron a escribir El Guardián.
En 1943, por ejemplo, Salinger quería más a su historia que cuando comenzó a escribirla y confiaba más en su potencia, aunque esta no había sido aún publicada por el The New Yorker, pospuesta por la precipitación de la II Guerra Mundial y el reciente ataque japonés a la base militar de Pearl Harbour. "No hablemos más de mi pieza para el The New Yorker", le pidió el escritor a su joven amiga. "Solo Dios y Harold Ross [su editor] saben lo que ese grupo de personajillos de la redacción le estará haciendo a mi pobre historia".
Poco después Salinger se alista en el Ejército de los Estados Unidos y sus cartas, enviadas desde los cuarteles de Fort Monmouth y Bainbridge, derivan a los particulares de su vida militar para interrumpirse indefinidamente poco después. El escritor, que sabía francés y alemán, fue asignado al contraespionaje en Europa y acabó participando en el Desembarco de Normandía durante el Día D, en la liberación de París y en la batalla de las Ardenas. También viajó a Viena después de la guerra para visitar a la una familia con la que había vivido –el joven Salinger vivió en Austria durante un breve periodo de tiempo, hasta 1938–, solo para descubrir que todos sus miembros habían muerto en campos de concentración nazis. La experiencia de la guerra y los horrores a los que asistió le marcaron profundamente –tras el conflicto llegó a pedir voluntariamente al Ejército su baja y su tratamiento– y a toda su obra literaria posterior.
Por eso precisamente el joven Salinger, el que aún no había conocido la guerra y el que ilustran estas cartas, es el que más interés despierta entre los expertos, aunque algunos advierten de que el primerizo autor –que mostró expresamente su interés en Marjorie, enviándole una foto propia y pidiéndola una suya– podría estar mintiendo en algunos datos o, al menos, exagerándolos.
Táctica romántica, por supuesto. En una de las nueve cartas, por ejemplo, fechada en noviembre de 1942, Salinger confiesa que iba a casarse con una chica durante un reciente permiso, pero que al final no lo hizo y prefirió continuar escribiendo. "Ella quería hacerlo todo en la casa de su papi en Hollywood, así que retomé por donde lo había dejado con una vieja máquina de escribir".
¿Era esta chica misteriosa Oona O’Neill, la hija del célebre dramaturgo Eugene O’Neill? El biógrafo de Salinger, Kenneth Slawenski, duda públicamente esta semana de que así sea en las páginas de The New York Times. Aunque Salinger y O'Neill se vieron brevemente a principios de los 40, fue ella quien lo rechazó y acabó casándose poco después con Charlie Chaplin, rompiéndole el corazón. Quizá no era ella a quien se refería Salinger o quizá sí, pero el escritor –que no por nada era escritor– prefirió contarle a Sheard una historia retocada para jugar en ella un papel más digno.
Prudencias aparte, el material epistolar hecho público por el Morgan tiene un valor incalculable para los que estudian la obra de Salinger, empezando por la mención de varios trabajos desconocidos del autor. Uno de ellos, titulado Harry Jesus, le salió al escritor "directamente de las entrañas", confesaba en una carta, para admitir después de que posiblemente sería un fracaso. En todo caso, la pobre visión que el inmortal autor tenía por aquel entonces de su propia maña literaria ya habla con elocuencia de él, que murió setenta años después acusado por todos de sentirse demasiado bueno para el mundo. J.D. Salinger, quién sabe, a lo mejor se sentía simplemente demasiado malo para el mundo y por eso se escondió de él. Habrá que esperar, para saberlo, a las próximas cartas que se hagan públicas. Y tratándose de él, las habrá.24/04/2013
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