El escritor británico Ian McEwan. / ANDY HALL ("El país")
Ian McEwan, tiempo de madurez
Ian McEwan se ha convertido en poco menos que en el escritor nacional inglés
Éxito y dinero llegaron con 'Expiación' y su adaptación cinematográfica
'Operación Dulce' es una historia de amor, espionaje y, sobre todo, literatura
LOLA GALÁN 19 OCT 2013
Ian McEwan (Aldershot, Reino Unido, 1948) dice contemplar un atardecer “magnífico” desde los ventanales de su mansión en Gloucestershire, a unos 180 kilómetros al oeste de Londres, mientras responde por teléfono a las preguntas. El autor de una quincena de relatos de éxito, traducido a decenas de idiomas, lleva un par de años retirado en el campo con su segunda esposa Annalena McAfee, tras vender su lujosa mansión de Fitzroy Square. “Londres nos sigue encantando. Pero el campo me gusta mucho también, y me apasiona caminar. Estamos en una parte preciosa de Inglaterra, ideal para trabajar, para escribir”. Y por si fuera poco, un lugar situado a una hora en tren del centro de la capital británica, que McEwan dice seguir frecuentando con cierta asiduidad. Son muchos los vínculos que le atan a Londres. La antigua casa de Fitzroy Square aparece retratada en Sábado, y en ella fueron tomando forma los personajes de su última novela, Operación Dulce, en la que McEwan, como experto alquimista, ha mezclado realidad y ficción para construir un relato de espionaje que se burla un poco del género. Con joven y bella espía, brillante y joven escritor, y una inevitable historia de amor entre ambos.
Ahora me interesa más el color, y quizás con el tiempo me he vuelto más humano y más capaz de perdonar
McEwan nos traslada esta vez al Londres de principios de los años setenta. Una ciudad sucia y desaliñada, capital de un país atormentado por las huelgas mineras, el terrorismo del IRA y sometido a sucesivos estados de excepción. La crisis actual parece una broma ante tan agobiante panorama. “En cierto sentido Reino Unido estaba mucho peor entonces, y ustedes tenían a Franco todavía, que tampoco estaba mal. Pero la situación era muy diferente. Desde hace cinco o seis años, con la globalización, el mundo está muy interconectado, y la escala de las catástrofes es mayor. Acabamos de enterarnos de que incluso nuestro primer ministro de entonces, Gordon Brown, estuvo sopesando la posibilidad de sacar el ejército a la calle, si el sistema bancario se hundía por completo y había desórdenes ciudadanos. Mientras que en los años setenta estábamos todos más atados a nuestras miserias particulares”. En Reino Unido, que acababa como quien dice de perder el Imperio, “le dábamos muchas vueltas a cómo financiar el Estado de bienestar, y algunos sindicatos estaban muy radicalizados políticamente. Teníamos una industria envejecida y veíamos cómo nos superaban algunos de los países derrotados en la Segunda Guerra Mundial, como Japón y Alemania. Pero al mismo tiempo, yo era un veinteañero, acababa de publicar mi primer libro. Y en Londres estaban ocurriendo montones de cosas interesantes. Por lo tanto, era una situación con dos caras”.
La juventud de McEwan puebla las páginas de Operación Dulce, aunque la lista de agradecimientos del libro deja constancia de lo mucho que se ha documentado para armar este relato. “La ficción que me interesa depende de que los hechos estén muy bien comprobados, para saber cómo ocurrieron las cosas y llegar a la verdad. Yo disfruto con ese proceso y, a fin de cuentas, creo que si te has ayudado de una serie de libros hay que dejarlo claro”, dice McEwan.
La protagonista de la novela, Serena Frome, joven y bella licenciada de Cambridge reclutada por el MI5 (servicio secreto británico para la seguridad interior) lejos de llevar a cabo arriesgadas misiones, se pasa la vida redactando memorandos en un costroso edificio sin calefacción, soportando estoica el trato machista de sus jefes. “El MI5 era más burocrático y machista que otros departamentos. Porque lo dirigían exmilitares, o altos cargos procedentes de las colonias, y tenían una actitud muy condescendiente con las mujeres. Al MI5 le costó bastante adaptarse al nivel de otras instituciones [más tarde, en los años noventa, estaría dirigido por Stella Rimington]. Las mujeres no podían dirigir a agentes secretos o ascender en el escalafón”.
A muchos autores
les culpabiliza el éxito, piensan que una cosa que tiene mucha aceptación no puede
ser buena
La novela retoma episodios poco conocidos de la guerra fría, como el intento del MI5 y, sobre todo, de la CIA de promocionar los valores del capitalismo frente al comunismo, subvencionando a artistas y escritores. “La CIA gastó cientos de millones de dólares en el intento de atraer y seducir a los intelectuales europeos de izquierda, para convencerles de que Estados Unidos, el mundo libre, era mucho más activo, más atractivo artísticamente que la Unión Soviética. Visto con perspectiva de hoy resulta curioso porque conocemos la colosal opresión que existía en la URSS. Lo que me atrajo de este tema es que la CIA gastara tanto dinero en demostrar las bondades de una sociedad libre y abierta, pero que lo hiciera en secreto. Este episodio no muy conocido me llevó a escribir esta novela, la historia de esta espía, Serena Frome, que espía a un novelista, que se venga de ella espiándola a su vez”.
Como en todos los libros de McEwan, también en Operación Dulce nos encontramos con la banalidad del mal. Con personajes en apariencia normalitos que acaban destrozándose a dentelladas. O traicionando a sus amantes, como Serena Frome, por pura ambición profesional. “Sí. Por eso hago una mención al principio a una frase del libro El expediente de Timothy Garton Ash. Timothy pasó mucho tiempo en Berlín durante la guerra fría, trabajando como periodista, y tras la caída del muro tuvo acceso al material que había acumulado sobre él la Stasi (policía política de la Alemania oriental). Entonces descubrió que todos sus amigos berlineses eran informantes policiales. Su libro es un relato del caso, de sus entrevistas con todos esos amigos en un intento de comprender por qué le habían espiado. Y se dio cuenta de que ninguno era un mal tipo. Lo malo era el sistema. Les presionaba para que informaran sobre él y la gente transigía. En otras esferas de la actividad humana pasa lo mismo. Por ejemplo, en el periodismo británico. La gente vive inmersa en una cultura en la que tener éxito puede pasar por actuar de una forma errónea y deshonesta, y se pliega a ello. Y eso le ocurre a Serena. Busca el aplauso de sus superiores, y por eso no le importa engañar al novelista, a Tom Haley, aunque se esté enamorando de él. Es lo que las instituciones hacen con las personas”. Se podría alegar que las instituciones no son entes abstractos, sino estructuras creadas por personas. “Ya, pero se llega a un punto en el que la cantidad altera la cualidad. Por eso, las instituciones, a veces, llevan las cosas a extremos que nadie ha planificado ni deseado”.
Con todo, el mundo del espionaje es solo una de las múltiples capas que envuelven una novela que la crítica británica ha comparado, con razón, a una muñeca rusa, porque esconde dentro muchas otras novelas. Serena Frome es una voraz lectora que se enamora de Tom Haley leyendo sus cuentos. Relatos cortos que interrumpen el curso de Operación Dulce, sin llegar a despistar nunca al lector. O, mejor dicho, a la lectora. Serena es una mujer, como la inmensa mayoría de las seguidoras de McEwan que en cierta ocasión llegó a declarar “cuando las mujeres dejen de leer novelas, el género habrá muerto”. El escritor se ríe recordando la frase. “Yo mismo lo he constatado en los grupos de lectura que se organizan en Reino Unido y en Estados Unidos, integrados abrumadoramente por mujeres. Pero mi comentario venía a cuento de un experimento que hice. Saqué a la calle unas trescientas novelas y se las ofrecí a la gente que pasaba. Las mujeres las aceptaban encantadas, pero no conseguí que ningún hombre se llevara un ejemplar”.
—¿Y por qué cree usted que los rechazaban?
La ficción que me interesa depende de
que los hechos estén
muy bien comprobados para saber cómo ocurrieron las cosas
—La novela es un género muy femenino. Las mujeres tienen una pasión por las relaciones, por el compromiso, por la conducta de la gente, muchísimo mayor que los hombres. Y en Reino Unido es así desde el siglo XVIII cuando se produce la eclosión de la novela.
Los amantes del McEwan tortuoso y oscuro quedarán algo decepcionados con esta historia, aunque lo cierto es que el autor de relatos tremendos como Primer amor, últimos ritos o Entre las sábanas, y novelas con un punto sobrecogedor como Niños en el tiempo, Los perros negros o Amsterdam hace tiempo que se ha domesticado. Y sus libros han perdido la antigua ferocidad que le caracterizaba. “He cambiado, obviamente. No se es la misma persona a los 65 años que a los 20. Es cierto que mis primeras novelas eran muy oscuras, pero espero haber preservado la intensidad de mi escritura. Ahora me interesa más el color, y quizás me he vuelto más humano y más capaz de perdonar. Uno se percata de lo maravillosa que es la gente, lo débil que es, lo estúpida, cruel, creo que mi ficción se ha vuelto más expansiva”.
McEwan forma parte de una brillante generación de escritores británicos, Martin Amis, Julian Barnes o Salman Rushdie, todos muy amigos suyos, (Operación Dulce está dedicada al fallecido Christopher Hitchens). No deja de sorprender que personas a las que una imagina con enormes egos hayan sido capaces de mantener tan intensa amistad. “Es que nos conocimos cuando nuestras carreras estaban despegando y eso confiere una cualidad especial a nuestra amistad porque nadie sabía si llegaría a ser famoso o no”. Las tensiones surgen, de vez en cuando, “pero entre nosotros el afecto se mantiene. La vida es corta y nadie quiere perder el tiempo en grandes discusiones”. Palabras que le retratan como el ser sociable y apacible que es, según opinión generalizada.
No es casual que Ian McEwan haya acumulado decenas de amigos fieles a lo largo de una vida marcada por episodios dignos de un melodrama decimonónico. Segundo hijo de un militar de origen escocés, su madre tenía ya dos hijos de un primer matrimonio con otro soldado, fallecido en la II Guerra Mundial. Los dos hermanastros de McEwan quedaron al cuidado de la familia paterna, y el hermano mayor fue entregado en adopción antes de nacer él, como décadas después llegaría a saber el escritor. Tampoco el pequeño Ian creció en la casa familiar. Cuando apenas tenía 11 años, sus padres, por entonces instalados en Libia, decidieron enviarlo a un internado inglés. Allí pasaría McEwan siete años fundamentales de su vida.
Las mujeres tienen
una pasión por las relaciones, por el compromiso, por la conducta de la gente, mayor que los hombres
—¿Tiene esta experiencia algo que ver con su extrema sociabilidad. Con su paciencia con la gente?
—No sabría decirle. Desde luego tuvo que tener un impacto importante en mi carácter porque era una etapa crucial en mi vida. A los 17 era muy parado, muy tímido con las chicas, pero más allá de eso no sabría decirle.
Aunque reconoce que el internado estatal al que llegó en los años cincuenta “era bastante lúgubre”, lo recuerda con afecto —“los últimos dos o tres años fui muy feliz allí”— y gratitud —“recibí una educación muy buena”—. Lo que no significa que haya querido que sus dos hijos (de 27 y 30 años, respectivamente, fruto de su primer matrimonio) repitieran la experiencia. “No, no. Siempre me ha gustado tenerlos en casa, estar con ellos. Mandarlos fuera hubiera sido una pena. Hombre, si me hubieran dicho a los 16 años que querían irse a un internado, pues aunque con muchas reservas, les habría autorizado. Pero para mí habría sido una enorme pérdida. Me gustan los críos. ¡Y la infancia es tan corta! Cuando te quieres dar cuentas te dices, ¿dónde está mi niño de cinco años? Solo quedan las fotografías”.
McEwan bromea —“eso no augura nada bueno”—, cuando se le recuerda que se ha convertido poco menos que en el escritor nacional inglés. Pero reconoce sin remilgos que el éxito con mayúsculas, y el dinero —hoy es uno de los escasos ejemplos de escritor millonario—, llegaron gracias a la versión cinematográfica de su novela Expiación, de la que se han vendido más de cuatro millones de ejemplares. “La película atrajo al final a muchos lectores hacia la novela. Fue un poco excepcional en mi carrera, pero estupendo en cualquier caso”. Le digo a McEwan que algunos escritores viven el éxito con incomodidad. “Es cierto. A muchos autores les culpabiliza el éxito, porque piensan que una cosa que tiene mucha aceptación no puede ser buena. Es una especie de resaca del Modernismo. El arte era solo para las élites. Es un error total. La novela del siglo XIX, Tolstói o Dickens, tenían un éxito enorme en su propia época. Dickens era popularísimo. Es el Modernismo el que convierte la literatura en una especie de sacerdocio solo para iniciados que el pueblo no puede entender. Si vendes más de doscientas copias de tu libro es que no vale nada. Y algo de eso subsiste”. Afortunadamente, no en él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario