Álex Grijelmo
Un romano con lanza y reloj
Las teleseries de época necesitan trajes de época, decorados de época… y palabras de la época
ÁLEX GRIJELMO 22 JUN 2012
Las teleseries cuya acción se desarrolla en tiempos pasados, casi siempre revueltos, nos transportan a la luz del candil, a aquellas pastas hechas en casa; a los sombreros y pamelas, las capas y las toquillas, el tabaco de hebra, el continuo trajinar en las acequias, el movimiento de las calesas y los carros, el manteo que viste el cura, qué cosas pasaban entonces, por cierto; a las cofias de las criadas, las horcas de los campesinos.
¿Y las palabras?
Los asesores de vestuario han hecho un buen trabajo. Desde aquella película de romanos en la que un extra aparecía con una lanza en la mano y un reloj en la muñeca, estos detalles ya se cuidan mucho.
¿Pero y las palabras?
Las palabras también nacen en algún momento. Ni nos vestimos ahora como nuestros bisabuelos, ni los pastores de principios de siglo decían anglicismos.
Las teleseries de época necesitan trajes de época, decorados de época… y palabras de la época.
Se nota en esto, vaya por delante, un esfuerzo de algunos guionistas españoles.
Así, un personaje quiere echar un párrafo con otro, quizás para quitarle lo que lleva en la sesera porque no le parece un buen pensamiento; y aprovechará para referirle una historia que debe conocer sin demora, porque Raimundo está empezando a amoscarla, y a Emilia desde que llegó de La Puebla se la ve muy mohína. Y si alguien se pone pesado, cualquiera le puede espetar: “Y vuelta la mula al trigo”. Se aprecia sin duda la buena voluntad, la intención de marcar con claridad que los lenguajes van con las épocas.
Lástima lo del reloj.
Como sucedía con aquel romano disfrazado pulcramente para el péplum, con sus sandalias bien liadas y su lanza impecable –y con su reloj--, las bocas de algunos de estos personajes situados en siglos anteriores visten anacronismos verbales que disuenan del esmero que se aplica en las demás reconstrucciones.
En Águila Roja (lo recogió Isaías Lafuente en su Unidad de Vigilancia de la SER) una buena persona avisa de que quieren linchar a alguien, cuando en el siglo XVII aún no había nacido el expeditivo Charles Lynch, aquel juez virginiano que consideró un engorro eso de abrir juicio a unos acusados; y nadie había conjugado aún, por tanto, el verbo “linchar”; como tampoco existía entonces “boicotear”, porque el irlandés Boycott (el primer ser humano a quien se aplicó un boicoteo, en 1880) no era todavía ni proyecto de administrador agrario.
Ésos y otros relojes pueden aparecer en las series de época que pasan a diario por nuestras pantallas.
“Irónicamente, me has salvado la vida”, reconoce uno de estos personajes de telenovela. (En vez de “paradójicamente”). Pero esa clonación del inglés es muy reciente, con difícil presencia en la época de la serie y mucho menos en un ámbito rural. “No necesito que sigas dándome la vara”, añade otro. (Tal expresión se usaba entonces para otorgar el mando a los alcaldes, y se les daba la vara sin que se molestasen por ello). Y un tercer actor dirá luego, vestido con su sombrero y su capa: “Está viviendo un episodio puntual”. (O sea, lo que venía siendo “pasajero” o “esporádico”). Y “eso nos ralentiza todo” (como nos quejamos ahora pero como nadie habría se lamentado entonces cuando las cosas se retrasaban).
En Amar en tiempos revueltos, el inspector Vallejo le pregunta a Bonilla si la noche anterior se fue “de farra”, expresión que no podemos imaginar habitual en el Madrid de la posguerra y que nos llegaría mucho tiempo después como americanismo (desde el portugués de Brasil).
“Es por eso que me ofrezco a mediar por él”, proclama la señora Montenegro en El secreto de Puente Viejo, anticipándose a su tiempo y a su pueblo con un raro galicismo entonces en España, aunque no tanto en América.
Y el triste Tristán nos ofrece una premonición del triste lenguaje de nuestros tristes días: “Cuando me posicioné a favor de Pepa…”.
Más tarde nos informa el mismo personaje: “Mi padre tuvo una aventura con Águeda”, para definir esa “relación amorosa ocasional” que entraría en el Diccionario unos cien años después.
“¿Vale?”. Águeda, la madre de la partera, precede en unos decenios a Belén Esteban y a millones de telespectadores que ahora sí preguntan de ese modo en busca de asentimiento o conformidad; expresión que María Moliner considerará en 1966 un neologismo.
Y en la taberna del pueblo, el cartel pegado en la pared anuncia: “Se renta habitación”, un verbo extrañísimo en la España de entonces y aun en la de ahora.
Los guionistas, pese a su gran esfuerzo de estilo y aunque dan en la flor de usar expresiones preciosas, no consiguen apartarse siempre del penoso lenguaje de nuestro siglo, y les hacen proferir a sus personajes expresiones como “está hecho desde el cariño” o “lo tengo más claro que este agua”; y ponen en boca del pobre cura don Anselmo al final de una boda: “Puedes besar a la novia”; como si los muchachos estuviesen casándose en Cincinatti.
Pero sorprende más todavía que Raimundo, un tabernero de ley, le diga al tontaina de Juan: “Una mentira repetida mil veces no se convierte en verdad”. Con ello no sólo se anticipaba unos treinta años a Joseph Goebbels sino que ya se ocupaba incluso de desmentirle.
Las series españolas basadas en épocas lejanas han alcanzado una calidad insólita, tanto por el trabajo de los actores como por los guiones o la ambientación. Se cuidan el decorado y la vestimenta, se estudian las modas, los utensilios y las armas a fin de no errar en la minucia y reconstruir con fidelidad un tiempo pasado, sin temor a que por ello el espectador de hoy sienta lejana esa trama. Sin embargo, parece que falta en algunas el dialect coach de los anglosajones (si lo llamásemos así, quizás nos parecería más importante) para asesorar sobre acentos y épocas; o que tal vez se desdeñan, como en tantos otros aspectos de nuestros días, la precisión y el respeto histórico para con la cultura del idioma español.
Así que algunas series nos acaban recordando a aquel auténtico adelantado de su tiempo: el romano del reloj; a quien, al menos, no le obligaban a decir que se estaba posicionando para la batalla.
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