Miguel Delibes
Primeras páginas de "Los santos inocentes":
LIBRO PRIMERO
Azarías
A su
hermana, la Régula, le contrariaba la actitud del Azarías, y le regañaba y él,
entonces, regresaba a la Jara, donde el señorito, que a su hermana, la Régula,
le contrariaba la actitud del Azarías porque ella aspiraba a que los muchachos
se ilustrasen, cosa que a su hermano, se le antojaba un error, que,
luego
no te sirven ni para finos ni para bastos,
pontificaba
con su tono de voz brumoso, levemente nasal
y por
contra, en la Jara, donde el señorito, nadie se preocupaba de si éste o el otro
sabían leer o escribir, de si eran letrados o iletrados, o de si el Azarías
vagaba de un lado a otro, los remendados pantalones de pana por las corvas, la
bragueta sin botones, rutando y con los pies descalzos e, incluso, si,
repentinamente, marchaba donde su hermana y el señorito preguntaba por él y le
respondían,
anda
donde su hermana, señorito,
el
señorito tan terne, no se alteraba, si es caso levantaba imperceptiblemente un
hombro, el izquierdo, pero no indagaba más, ni comentaba la nueva, y, cuando
regresaba, tal cual,
el
Azarías ya está de vuelta, señorito,
y el
señorito esbozaba una media sonrisa y en paz, que al señorito sólo le
exasperaba que el Azarías afirmase que tenía un año más que el señorito,
porque, en realidad, el Azarías ya era mozo cuando el señorito nació, pero el
Azarías ni se recordaba de esto y si, en ocasiones, afirmaba que tenía un año
más que el señorito era porque Dacio, el Porquero, se lo dijo así una
Nochevieja que andaba un poco bebido y a él, al Azarías, se le quedó grabado en
la sesera, y tantas veces le preguntaban,
¿qué
tiempo te tienes tú, Azarías?
otras
tantas respondía,
cabalmente
un año más que el señorito, pero no era por mala voluntad, ni por el gusto de
mentír sino por pura niñez que el señorito hacía mal en renegarse por eso y
llamarle zascandil, ni era justo tampoco, ya que el Azarías, a cambio de andar
por el cortijo todo el día de Dios rutando y como masticando la nada mirándose
atentamente las uñas de la mano derecha, lustraba el automóvil del señorito con
una bayeta amarilla, y desenroscaba los tapones de las válvulas a los
automóviles de los amigos del señorito para que al señorito no le faltaran el
día que las cosas vinieran mal dadas y escaseasen y, por si eso no fuera
suficiente, el Azarías se cuidaba de los perros, del perdiguero y del setter, y
de los tres zorreros y si, en la alta noche, aullaba en el encinar el mastín
del pastor y los perros del cortijo se alborotaban, él, Azarías, los aplacaba
con buenas palabras les rascaba insistentemente entre los ojos hasta que se
apaciguaban y a dormir y, con la primera luz, salía al patio estirándose, abría
el portón y soltaba a los pavos en el encinar, tras de las bardas, protegidos
por la cerca de tela metálica y, luego, rascaba la gallinaza de los aseladeros
y, al concluir, pues a regar los geranios y el sauce y a adecentar el tabuco
del búho y a acariciarle entre las orejas y, conforme caía la noche, ya se
sabía, Azarías, aculado en el tajuelo, junto a la lumbre, en el desolado
zaguán, desplumaba las perdices, o las pitorras, o las tórtolas, o las gangas,
cobradas por el señorito durante la jornada y, con frecuencia, si las piezas
abundaban, el Azarías reservaba una para la milana, de forma que el búho, cada
vez que le veía aparecer, le envolvía en su redonda mirada amarilla, y
castañeteaba con el pico, como si retozara, todo por espontáneo afecto, que a
los demás, el señorito incluido, les bufaba como un gato y les sacaba las uñas,
mientras que a él, le distinguía, pues rara era la noche que no le obsequiaba,
a falta de bocado mas exquisito, con una picaza, o una ratera, o media docena
de gorriones atrapados con liga en la charca, donde las carpas, o vaya usted a
saber, pero, en cualquier caso, Azarías le decía al Gran Duque, cáda vez que se
arrimaba a él, aterciopelando la voz,
milana
bonita, milana bonita,
y le
rascaba el entrecejo y le sonreía con las encías deshuesadas y, si era el caso
de amarrarle en lo alto del cancho para que el señorito o la señorita o los
amigos del señorito o las amigas de la señorita se entretuviesen, disparando a
las águilas o a las cornejas por la tronera, ocultos en el tollo, Azarías le
enrollaba en la pata derecha un pedazo de franela roja para que la cadena no le
lastimase y, en tanto el señorito o la señorita o los amigos del señorito o las
amigas de la señorita permanecían dentro del tollo, él aguardaba, acuclillado
en la greñura, bajo la copa de la atalaya, vigilándolo, temblando como un tallo
verde, y, aunque estaba un poco duro de oído, oía los estampidos secos de las detonaciones
y; a cada una, se estremecía y cerraba los ojos y, al abrirlos de nuevo, miraba
hacia el búho y al verle indemne, erguido y desafiante, haciendo el escudo,
sobre la piedra, se sentía orgulloso de él y sc decía conmovido para entre si,
milana
bonita,
y
experimentaba unos vehementes deseos de rascarle entre las orejas y, así que el
señorito o la señorita, o las amigas del señorito, o los amigos de la señorita,
se cansaban de matar rateras y cornejas y salían del tollo estirándose y
desentumeciéndose como si abandonaran la bocamina, él se aproximaba moviendo
las mandíbulas arriba y abajo, como si masticase algo, al Gran Duque, y el
búho, entonces, se implaba de satisfacción, se esponjaba como un pavo real y el
Azarías le sonreía,
no
estuviste cobarde, milana,
le
decía,
y le
rascaba el entrecejo para premiarle y al cabo, recogía del suelo, una tras
otra, las águilas abatidas, las prendía en la percha, desencadenaba al búho con
cuidado, le introducía en la gran jaula de barrotes de madera, que se echaba al
hombro, y pin, pianito, se encaminaba hacia el cortijo sin aguardar al
señorito, ni a la señorita, ni a los amigos del señorito, ni a las amigas de la
señorita que caminaban, lenta, cansinamente, por la vereda, tras él, charlando
de sus cosas y riendo sin ton ni son y así que llegaba a la casa, el Azarías
colgaba la percha de la gruesa viga del zaguán y tan pronto anochecía,
acuclillado en los guijos del patio, a la blanca luz del aladino, desplumaba un
ratonero y se llegaba con él a la ventana del tabuco, y
uuuuuh
hacía,
ahuecando
la voz, buscando el registro más tenebroso, y al minuto, el búho se alzaba
hasta la reja sin meter bulla, en un revuelo pausado y blando, como de algodón,
y hacía a su vez,
uuuuuh,
como un
eco del uuuuuh de Azarías, un eco de ultratumba, y acto seguido,
prendía la ratera con sus enormes garras y la devoraba silenciosamente en un
santiamén y el Azarías le miraba comer con su sonrisa babeante y musitaba,
milana
bonita, milana bonita,
y una
vez que el Gran Duque concluía su festín, el Azarias se encaminaba al
cobertizo, donde las amigas del señorito y los amigos de la señorita
estacionaban sus coches, y, pacientemente, iba desenroscando los tapones de las
válvulas de las ruedas, mediante torpes movimientos de dedos y al terminar, los
juntaba con los que guardaba en la caja de zapatos, en la cuadra, se sentaba en
el suelo y se ponía a contarlos,
uno,
dos, tres, cuatro, cinco…
y al
llegar a once, decía invariablemente,
cuarenta
y tres, cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco…,
luego
salía al corral, ya oscurecido, y en un rincón se orinaba las manos para que no
se le agrietasen y abanicaba un rato el aire para que se orearan y así un día y
otro día, un mes y otro mes, un año y otro año, toda una vida, pero a pesar de
este régimen metódico, algunas amanecidas, el Azarías se despertaba flojo y
como desfibrado, como si durante la noche alguien le hubiera sacado el
esqueleto, y esos días, no rascaba los aseladeros, ni disponía la comida para
los perros, ni aseaba el tabuco del búho, sino que salía al campo y se acostaba
a la abrigada de los zahurdones o entre la torvisca y si acaso picaba el sol,
pues a la sombra del madroño, y cuando Dacio le preguntaba,
¿qué es
lo que te pasa a ti, Azarías?
él,
ando
con la perezosa, que yo digo,
y de
esta forma, dejaba pasar las horas muertas, y si el señorito se tropezaba con
él y le preguntaba,
¿qué te
ocurre, hombre de Dios?,
Azarías
la misma,
ando
con la perezosa, que yo digo, señorito,
sin
inmutarse, encamado en la torvisca o al amparo del madroño, inmóvil, replegado
sobre sí mismo, los muslos en el vientre, los codos en el pecho, mascando
salivilla o rutando suavemente, como un cachorro ávido de mamar, mirando
fijamente la línea azul-verdosa de la sierra recortada contra el cielo, y los
chozos redondos de los pastores y el Cerro de las Corzas (del otro lado del
cual estaba Portugal), y los canchales agazapados como tortugas gigantes, y el
vuelo chillón y estirado de las grullas camino del pantano, y las merinas
merodeando con sus crías y si acaso se presentaba Dámaso, el Pastor, y le decía
¿ocurre
algo, Azarías?
él,
ando
con la perezosa, que yo digo,
y de
este modo transcurría el tiempo hasta que sobrevenía el apretón y daba de
vientre orilla del madroño o en la oscura grieta de algún canchal y según se desahogaba,
iban volviéndole paulatinamente las energías y una vez recuperado, su primera
reacción era llegarse donde el báho y decirle dulcemente a través de la reja,
milana
bonita,
y el
búho venga de esponjarse y castañetear con el corvo pico, hasta que Azarías le
obsequiaba con un aguilucho o un picazo desplumados y mientras lo devoraba, el
Azarías, a fin de ganar tiempo, se acercaba a la cuadra, se sentaba en el suelo
y se ponía a contar los tapones de las válvulas de la caja,
uno,
dos, tres, cuatro, cinco…
hasta
llegar a once, y, entonces decía,
cuarenta
y tres, cuarenta y cuatro y cuarenta y cinco,
y al
concluir, cubría la caja con la tapa, se quedaba un largo rato observando las
chatas uñas de su mano derecha, moviendo arriba y abajo las mandíbulas y mascullando
palabras ininteligibles y de repente, resolvía,
me voy
donde mi hermana,
y en el
porche, se encaraba con el señorito, emperezado en la tumbona, adormilado,
me voy
donde mi hermana, señorito,
y el
señorito levantaba imperceptiblemente el hombro izquierdo
vete
con Dios, Azarías,
y él
marchaba al otro corrijo, donde su hermana, y ella, la Régula, nada más abrirle
el portón,
¿qué se
te ha perdido aquí, si puede saberse?
y
Azarías
¿y los
muchachos?
y ella
ae, en
la escuela están, ¿dónde quieres que anden?
y él,
el Azarías, mostraba un momento la punta de la lengua, gruesa y rosada, volvía
a esconderla, la paladeaba un rato y decía al fin,
el mal
es para ti, luego no te van a servir ni para finos ni para bastos,
y la
Régula,
ae, ¿te
pedí yo opinión?
pero,
tan pronto caía el sol, el Azarías se azorraba mirando las brasas, masticando
la nada y al cabo de un rato, erguía la cabeza y súbitamente, decía,
mañana
me vuelvo donde el señorito,
y antes
de amanecer, así que surgía una raya anaranjada en el firmamento delimitando el
contorno de la sierra, el Azarias ya andaba en la trocha y, cuatro horas más
tarde, sudoroso y hambriento, en cuanto oía a la Lupe descorrer el gran cerrojo
del portón, ya empezaba,
milana
bonita, milana bonita,
una y
otra vez, sin dejarlo, y a la Lupe, la Porquera, ni los buenos días y el
señorito tal vez andaba en la cama, descansando, pero así que aparecía a
mediodía en el zaguán, la Lupe le daba el parte,
el
Azarías nos entró de mañana, señorito, y el señorito amusgaba los ojos somnolientos,
de
acuerdo,
decía,
y
alzaba el hombro izquierdo, como resignado, o sorprendido, aunque ya se sentía
al Azarías rascando los aseladeros o baldeando el tabuco del Gran Duque y
arrastrando la herrada por el patio de guijos, y de este modo, iban transcurriendo
las semanas hasta que un buen día, al apuntar la primavera, el Azarías se
transformaba, le subía a los labios como una sonrisa tarda, inefable, y, al
ponerse el sol, en lugar de contar los tapones de las válvulas, agarraba al
búho y salía con él al encinar y el enorme pájaro, inmóvil, erguido sobre su
antebrazo, oteaba los alrededores y conforme oscurecía, levantaba un vuelo
blando y silencioso y volvía, al poco rato, con una rata entre las uñas o un
pinzón y allí mismo, junto al Azarías, devoraba su presa, mientras él le
rascaba entre las orejas, y escuchaba los latidos de la sierra, el ladrido
áspero y triste de la zorra en celo o el bramido de los venados del Coto de
Santa Angela, apareándose también, y de cuando en cuando, le decía,
la
zorra anda alta, milana, ¿oyes?,
y el
búho le enfocaba sus redondas pupilas amarillas que fosforecían en las
tinieblas, enderezaba lentamente las orejas y tornaba a comer y, ahora ya no,
pero en tiempos se oía también el fúnebre ulular de los lobos en el piornal las
noches de primavera pero desde que llegaron los hombres de la luz e instalaron
los postes del tendido eléctrico a lo largo de la ladera, no se volvieron a
oír, y a cambio, se sentía gritar al cárabo, a pausas periódicas, y el Gran
Duque, en tales casos, erguía la enorme cabezota y empinaba las orejas y el
Azarías venga de reír sordamente, sin ruido, sólo con las encías, y musitaba
con voz empañada,
¿estás
cobarde, milana?, mañana salgo a correr el cárabo,
y dicho
y hecho, al día siguiente, con el crepúsculo, salía solo sierra adelante,
abriéndose paso entre la jara florecida y los tamujos y la montera, porque el
cárabo ejercía sobre el Azarias la extraña fascinación del abismo, una suerte
de atracción enervada por el pánico, de tal manera que al detenerse en plena
moheda, oía claramente los rudos golpes de su corazón y entonces, esperaba un
rato para tomar aliento y serenar su espíritu y al cabo, voceaba,
¡eh!,
¡eh!,
citándole,
citando al cárabo, y seguidamente, aguzaba el oído aguardando respuesta,
mientras la luna asomaba tras un celaje e inundaba el paisaje de una irreal
fosforescencia poblada de sombras, y él, un tanto amilanado, hacía bocina con
sus manos y repetía desafiante,
¡eh!,
¡eh!,
hasta
que, súbitamente, veinte metros más abajo, desde una encina corpulenta, le
llegaba el anhelado y espeluznante aullido,
¡buhú,
buhú!,
y, al
oírlo, el Azarías perdía la noción del tiempo, la conciencia de sí mismo, y
rompía a correr enloquecido, arruando, hollando los piornos, arañándose el
rostro con las ramas más bajas de los madroños y los alcornoques y tras él,
implacable, saltando blandamente de árbol en árbol, el cárabo, aullando y
carcajeándose y, cada vez que reía, al Azarías se le dilataban las pupilas y se
le erizaba la piel y recordaba a la milana en la cuadra, y apremiaba aún más el
paso y el cárabo a sus espaldas tornaba a aullar y a reír y el Azarías corría y
corría, tropezaba, caía y se levantaba, sin volver jamás la cabeza y al llegar,
jadeante, a la dehesa, la Lupe, la Porquera, se santiguaba,
¿ de
dónde te vienes, di?,
y el
Azarías sonreía tenuemente, como un chiquillo cogido en falta, y,
de
correr el cárabo, que yo digo,
decía,
y ella
comentaba,
¡Jesús
qué juegos!, te has puesto la cara como un Santo Cristo,
pero él
ya andaba en la cuadra, restañándose la sangre de los rasguños con la bayeta,
quieto, escuchando los dolorosos golpes de su corazón, la boca entreabierta,
sonriendo al vacío, babeando, y al cabo de un rato, ya más sereno, se llegaba
al tabuco de la milana, agachado, sin meter ruido, y súbitamente, se asomaba al
ventano y hacia,
¡uuuuuh!,
y el
búho revolaba hasta la peana y le miraba a los ojos, ladeando la cabeza, y
entonces el Azarías le decía muy ufano,
anduve
corriendo el cárabo,
y el
animal enderezaba las orejas y tableteaba con el pico, como si lo celebrara, y
él,
buena
carrera le di,
y
empezaba a reír por lo bajo, siseando, sintiéndose protegido por las bardas del
cortijo, y así una vez tras otra, una primavera tras otra, hasta que una noche,
vencido mayo, se arrimó a los barrotes del tabuco y dijo como de costumbre,
¡uuuuuh!,
pero el
Gran Duque no acudió a la llamada, y entonces, el Azarías se sorprendió e hizo
de nuevo,
¡uuuuuh!,
pero el
Gran Duque no acudió a la llamada, del Azarías,
¡uuuuuh!,
terco,
por tercera vez, pero, dentro ¿el tabuco, ni un ruido, con lo que el Azarías
empujó la puerta, prendió el aladino y se encontró al búho engurruñido en un
rincón y, al mostrarle la picaza desplumada, el búho ni ademán y entonces, el
Azarías, dejó la pega en el suelo y se sentó junto a él, le tomó delicadamente
por las alas y lo arrimó a su calor, rascándole insistentemente en el entrecejo
y diciéndole con ternura,
milana
bonita,
mas el
pájaro no reaccionaba a los habituales estímulos, con lo cual, el Azarías lo
depositó sobre la paja, salió y preguntó por el señorito,
la
milana está enferma, señorito, te tiene calentura,
le
informó,
y el
señorito,
¡qué le
vamos a hacer, Azarías! está vieja ya, habrá que buscar un pollo nuevo,
y el
Azarías, desolado,
pero es
la milana, señorito,
y el
señorito, los ojos adormilados,
¿y dime
tú, que lo mismo da un pájaro que otro?
y el
Azarías, implorante,
¿autoriza
el señorito que dé razón al Mago del Almendral?
y el
señorito adelantó indolentemente su hombro izquierdo,
¿al
Mago?, muy gastoso te sales tú, Azarías, si por un pájaro tuviéramos que llamar
al Mago, ¿adónde iríamos a parar?,
y tras
su reproche, una carcajada, como el cárabo, que al Azarías se le puso la carne
de gallina y,
señorito,
no se ría así, por sus muertos se lo pido,
y el
señorito,
¿es que
tampoco me puedo reír en mi casa?
y otra
carcajada, como el cárabo, cada vez más recias, y a sus risas estentóreas,
acudieron la señorita, la Lupe, Dacio, el Porquero Dámaso y las muchachas de
los pastores, y todos en el zaguán reían a coro, como cárabos, y la Lupe,
pues no
está llorando el zascandil de él por ese pájaro apestoso,
y el
Azarías,
la
milana te tiene calentura y el señorito no autoriza a que dé razón al Mago del
Almendral,
y,
venga otra carcajada, y otra, hasta que, finalmente, el Azarías, desconcertado,
echó a correr, salió al patio y se orinó las manos y después, entró en la
cuadra, se sentó en el suelo y se puso a contar en voz alta los tapones de las
válvulas tratando de serenarse,
una,
dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, cuarenta y
tres, cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco,
hasta
que se sintió más relajado, se puso un saco por cabezal y durmió una siesta y
así que amaneció Dios, se arrimó quedamente a la reja del tabuco e hizo,
¡uuuuuh!
pero
nadie respondió, y, entonces, el Azarías empujó la puerta y divisó al búho en
el rincón donde lo dejara la víspera, pero caído y rígido y el Azarías se llegó
a él con pasitos cortos, lo cogió por el extremo de un ala, se abrió la
chaqueta, la cruzó sobre el pájaro y dijo con voz quebrada,
milana
bonita,
pero el
Gran Duque ni abría los ojos, ni castañeteaba con el pico, ni nada, ante lo
cual el Azarías atravesó el patio, se llegó al portón y descorrió el cerrojo, y
a sus chirridos, salió la Lupe, la de Dacio,
¿qué es
lo que te se ha puesto ahora en la cabeza, Azarías?
y el
Azarías,
me
marcho donde mi hermana,
y sin
más, salió y a paso rápido, sin sentir los guijos, ni las gatuñas en las
plantas de los pies, franqueó el encinar, el piornal y la vaguada, oprimiendo
dulcemente el cadáver del pájaro contra su pecho y así que le puso la vista
encima, la Régula,
¿otra
vez por aquí?
y el
Azarías
¿y los
muchachos?
y ella,
en la
escuela están
y el
Azarías,
¿es que
no hay nadie en la casa?
y ella,
ae, la
Niña Chica está,
y en
ese momento, la Régula reparó en el buho que arropaba el Azarías contra el
pecho le abrió las puntas de la chaqueta y el cadáver del pajarraco cayó sobre
los baldosines rojos y ella, la Régula, dio un grito histérico y,
ya
estás sacando de casa esa carroña, ¿me oyes?
dijo,
y el
Azarías, sumisamente, recogió el pájaro y lo dejó fuera, en el poyo, volvió a
entrar en la casa y salió con la Niña Chica, acunándola en el brazo derecho, y
la Niña Chica volvía sus ojos extraviados sin fijarlos en nada, y él, el
Azarías, cogió a la milana por una pata y una azuela con la mano izquierda, y
la Régula,
¿dónde
vas con esas trazas?
y el
Azarías,
a hacer
el entierro, que yo digo,
y, en
el trayecto, la Niña Chica emitió uno de aquellos interminables berridos
lastimeros que helaban la sangre de cualquiera, pero el Azarías no se inmutó,
alcanzó el rodapié de la ladera depositó a la criatura a la fresca, entre unas
jaras, se quitó la chaqueta y en un periquete cavó una hoya profunda en la base
de un alcornoque, depositó en ella al pájaro y acto seguido, empujando la
tierra con la azuela, cegó el agujero y se quedó mirando para el túmulo, los
pies descalzos, el remendado pantalón en las corvas, la boca entreabierta, y,
al cabo de un rato, sus pupilas se volvieron hacia la Niña Chica, cuya cabeza se
ladeaba, como desarticulada, y sus ojos desleídos se entrecruzaban, y miraban
al vacío sin fijarse en nada y el Azarías se agachó, la tomó en sus brazos, se
sentó al borde del talud, junto a la tierra removida, la oprimió contra sí y
musitó,
milana
bonita,
y
empezó a rascarla insistentemente con el índice de la mano derecha los pelos
del colodrillo, mientras la Niña Chica, indiferente, se dejaba hacer.
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