Marguerite Yourcenar
CLITEMNESTRA
O EL CRIMEN
Voy a
explicarles, señores jueces... Tengo ante mí innumerables órbitas de ojos;
líneas circulares de manos puestas en las rodillas, de pies descalzos
descansando en la piedra, de pupilas fijas de donde mana la mirada, de bocas cerradas
donde el silencio madura un juicio. Tengo ante mí audiencias de piedra. Maté a
aquel hombre con un cuchillo, dentro de la bañera, con ayuda de mi miserable
amante que ni siquiera era capaz de sujetarle los pies. Ya conocéis mi
historia: no hay ni uno de vosotros que no la haya repetido veinte veces al
acabar la copiosa comida, acompañada del bostezo de las sirvientas; ni una de
vuestras mujeres que no haya soñado alguna vez con ser Clitemnestra. Vuestros
pensamientos criminales, vuestras ansias inconfesadas ruedan por los escalones
y vienen a derramarse en mí, de suerte que una especie de horrible vaivén hace
de vosotros mi conciencia y de mí vuestro grito. Habéis acudido aquí para que
la escena del asesinato se repita ante vuestros ojos un poco más rápidamente
que en la realidad, pues os espera el hogar y la cena y sólo podéis dedicar
unas cuantas horas a oírme llorar. Y en ese corto espacio de tiempo es preciso
que no sólo mis actos, sino también sus motivos estallen a plena luz, aun
cuando para afirmarse han necesitado cuarenta años. Esperé a aquel hombre antes
de que tuviera un nombre, un rostro, cuando aún no era sino mi lejana
desgracia. Busqué entre la multitud de los vivos a ese ser necesario a mis
futuras delicias: miré a los hombres sólo como se mira a los transeúntes que
pasan por la taquilla de una estación, para asegurarse de que no son la persona
que uno está esperando. Si mi nodriza me envolvió en pañales al salir de mi
madre, fue para él; si aprendí a contar en la pizarra del colegio, fue para
poder llevar las cuentas de su casa de hombre rico. Para alfombrar el camino
donde tal vez se posaría el pie del desconocido que haría de mí su sierva, tejí
sábanas y estandartes de oro; de tanto afanarme, dejé caer de cuando en cuando
en el blando tejido unas gotas de mi sangre. Mis padres me lo escogieron, y
aunque él me hubiera raptado a espaldas de mi familia, yo hubiera seguido
obedeciendo al deseo de mis padres, puesto que nuestros gustos de ellos
provienen y el hombre que amamos es siempre aquel con quien sueñan nuestras
abuelas. Le dejé sacrificar el porvenir de nuestros hijos a sus ambiciones de
hombre: ni siquiera lloré cuando murió mi hija. Consentí en deshacerme en su
destino como una fruta en una boca, para aportarle sólo una sensación de
dulzura. Señores jueces, vosotros lo conocisteis ya ajado por la gloria,
envejecido por diez años de guerra, convertido en una especie de ídolo enorme
desgastado por las caricias de las mujeres asiáticas, salpicado por el barro de
las trincheras. Sólo yo estuve con él en su época de dios. Era muy dulce para
mí llevarle, en una bandeja grande de cobre, el vaso de agua que derramaría en
él sus reservas de frescor; era dulce para mí, en la ardiente cocina,
prepararle los platos que colmarían su hambre y alimentarían su sangre. Era muy
dulce para mí, entorpecida por el peso de la simiente humana, poner las manos
sobre mi vientre hinchado donde fermentaban mis hijos. Por la noche, cuando
volvía de la caza, yo me arrojaba con alegría sobre su pecho de oro. Pero los
hombres no están hechos para pasar toda la vida calentándose las manos al fuego
del mismo hogar: partió hacia nuevas conquistas y me dejó allí, abandonada como
una casa enorme y vacía que oye latir un inútil reloj. El tiempo pasado lejos
de él se perdía, gota a gota o a chorros, como sangre desperdiciada, dejándome
más pobre de porvenir cada día. Algunos soldados ebrios que venían con permiso
me contaban la vida que él llevaba en los campamentos de retaguardia. El
ejército de Oriente se hallaba infestado de mujeres: judías de Salónica,
armenias de Tiflis cuyos ojos azules engarzados en sombríos párpados recuerdan
el fondo de una gruta oscura, turcas pesadas y dulzonas como los pasteles en
cuya composición entra la miel. Recibía carta los días de aniversario; mi vida
transcurría espiando por el camino el paso del cartero cojo. De día, luchaba
contra la angustia; de noche, luchaba contra el deseo; sin cesar, luchaba
contra el vacío, forma cobarde de la desgracia. Pasaban los años uno tras otro
por las calles desiertas como una procesión de viudas; la plaza del pueblo
parecía negra con tantas mujeres de luto. Yo envidiaba a aquellas desgraciadas
por no tener más rival que la tierra y por saber, al menos, que su hombre
dormía solo. Yo vigilaba en lugar del mío los trabajos del campo y los caminos
del mar; recogía las cosechas; mandaba clavar la cabeza de los bandidos en el
poste del mercado; utilizaba su fusil para dispararle a las cornejas; azotaba
los flancos de su yegua de caza con mis polainas de tela parda. Poco a poco, yo
iba ocupando el lugar del hombre que me faltaba y que me invadía. Acabé por
contemplar, con los mismos ojos que él, el cuello blanco de las sirvientas.
Egisto galopaba a mi lado por los eriales; tenía casi la edad de ir a reunirse
con los hombres; me devolvía la época de los besos entre primos perdidos en el
bosque, durante las vacaciones de verano. Yo lo miraba menos como un amante que
como a un niño que hubiera engendrado en mí la ausencia; pagaba sus gastos de
guarnicioneros y caballos. Infiel a mi hombre, seguía imitándolo: Egisto no era
para mí sino lo equivalente a las mujeres asiáticas o a la innoble Arginia.
Señores jueces, no existe más que un hombre en el mundo: los demás no son más
que un error o un triste consuelo, y el adulterio es a menudo una forma
desesperada de la fidelidad. Si yo engañé a alguien, fue con toda seguridad al
pobre Egisto. Lo necesitaba para percatarme de hasta qué punto el que yo amaba
me era irreemplazable. Cansada de acariciarlo, subía yo a la torre para compartir
el insomnio del centinela. Una noche, el horizonte del Este empezó a arder tres
horas antes de llegar la aurora. Troya ardía: el viento que soplaba de Asia
transportaba sobre el mar pavesas y nubes de cenizas; las fogatas de los
centinelas se encendieron en las cimas: el monte Athos y el Olimpo, el Pindo y
el Erimanto parecían hogueras; la lengua de la última llama se posaba frente a
mí en la pequeña colina que desde hacía veinticinco años me tapaba el
horizonte. Yo veía inclinarse la frente del vigilante, cubierta por el casco,
para recibir el susurro de las olas: por el mar, en alguna parte, un hombre
engalanado de oro se acodaba en la proa y cada vuelta de hélice lo acercaba más
y más a su mujer y a su hogar ausente. Al bajar de la torre, cogí un cuchillo.
Quería matar a Egisto, mandar lavar las maderas de la cama y el pavimento de la
habitación, sacar del fondo del baúl el vestido que llevaba puesto cuando él se
marchó, y suprimir finalmente aquellos diez años como si fueran un simple
«cero» en el total de mis días. Al pasar por delante del espejo, me detuve a
sonreír: de repente, me vi y al verme me di cuenta de que tenía el pelo gris.
Señores jueces, diez años es mucho tiempo: es más largo que la distancia entre
la ciudad de Troya y el castillo de Micenas; el rincón del pasado está asimismo
más alto que el lugar en donde nos encontramos, pues sólo podemos bajar y no
subir las escaleras del Tiempo. Sucede como en las pesadillas: cada paso que
damos nos aleja más de nuestra meta en vez de acercarnos a ella. En lugar de
una mujer joven, el rey encontraría en la puerta a una especie de cocinera
obesa; la felicitaría por el buen estado de los corrales y bodegas: sólo podía
esperar unos cuantos besos fríos. Si hubiera tenido valor, me hubiese matado
antes de que él llegara, para no leer en su rostro la decepción al encontrarme
ajada. Pero quería, al menos, verlo antes de morir. Egisto lloraba en mi lecho,
asustado como un niño culpable que siente llegar el castigo del padre; me
acerqué a él y adopté mi voz más suavemente mentirosa para decirle que nada
sabía de nuestras citas nocturnas y que su tío no tenía ninguna razón para
dejarlo de querer. Yo esperaba que, al contrario, él estuviera enterado de
todo, y que la cólera y el afán de venganza me devolvieran un lugar en su
pensamiento. Para estar más segura de ello, entregué al correo, junto con las
demás cartas, una anónima en donde exageraba mis culpas: afilaba el cuchillo
que debía abrirme el corazón. Pensaba que tal vez me estrangularía con sus
propias manos que yo tan a menudo había besado: por lo menos, moriría envuelta
en una especie de abrazo. Llegó por fin el día en que el barco de guerra atracó
en el puerto de Nauplia, en medio de una algarabía de vivas y fanfarrias; los
terraplenes cubiertos de rojas amapolas parecían pavimentados por orden del
verano; el maestro dio un día de asueto a los chicos del pueblo; tocaban las
campanas de la Iglesia. Yo lo esperaba en el umbral de la Puerta de los Leones;
una sombrilla rosa maquillaba mi palidez. Chirriaron las ruedas del coche por
la empinada cuesta; los aldeanos se engancharon al varal para ayudar a los
caballos. Al volver un recodo, divisé, por fin, la parte más alta del coche,
que asomaba por encima de un seto vivo, y advertí que mi hombre no venía solo.
A su lado llevaba a la hechicera que él había escogido como parte del botín,
aun estando algo estropeada por los juegos de los soldados. Era casi una niña;
unos hermosos ojos oscuros le llenaban el rostro amarillento y tatuado de
cardenales. El le acariciaba el brazo para que no llorase. La ayudó a bajar del
coche, me besó con frialdad y me dijo que contaba con mi generosidad para
tratar amablemente a la muchacha cuyos padres habían muerto. Apretó la mano de
Egisto. El también había cambiado. Resoplaba al andar y su cuello enorme y
colorado desbordaba del cuello de la camisa; su barba teñida de rojo se perdía
por entre los pliegues de su pecho. Era hermoso, sin embargo, pero hermoso como
un toro en lugar de serlo como un dios. Subió con nosotros los escalones del
vestíbulo que yo había mandado alfombrar de púrpura, para que no se notaran las
manchas de sangre. Apenas me miraba; en la cena, ni siquiera se dio cuenta de
que yo había preparado sus platos favoritos; bebió dos vasos, tres vasos de
alcohol. El sobre abierto de la carta anónima asomaba por uno de sus bolsillos.
Le guiñó un ojo a Egisto y farfulló unas cuantas bromas de borracho sobre las
mujeres que buscan consuelo. La velada, interminablemente larga, se prolongó
aún más en la terraza infestada de mosquitos. Hablaba en turco con su
compañera. Según parece, ella era hija del jefe de una tribu; al moverse, me di
cuenta de que llevaba un hijo en su seno. ¿Sería de él o de alguno de los
soldados que la habían arrastrado riendo fuera del campamento y arrojado a
latigazos de nuestras trincheras? Decían que poseía el don de adivinar el
porvenir. Para distraernos, nos leyó las líneas de la mano. Entonces palideció
y empezó a castañetear los dientes. También yo, señores jueces, conocía el
porvenir. Todas las mujeres lo conocen: siempre esperan que todo acabe mal. El
tenía por costumbre tomar un baño caliente antes de irse a acostar. Subí a
preparárselo: el ruido del agua que salía del grifo me permitía llorar en voz
alta. Calentábamos con leña el agua del baño; el hacha que utilizábamos para
cortar los troncos se hallaba tirada en el suelo; no sé por qué la escondí en
el toallero. Durante un instante, pensé en disponerlo todo para simular un
accidente que no dejara huella, de suerte que la lámpara de petróleo cargara
con las culpas. Pero yo quería obligarlo a mirarme de frente por lo menos al
morir: por eso lo iba a matar, para que se diera cuenta de que yo no era una
cosa sin importancia que se puede dejar o ceder al primero que llega. Llamé a
Egisto en voz baja: se puso pálido cuando abrí la boca. Le ordené que me
esperase en el rellano. El otro subía pesadamente las escaleras; se quitó la
camisa; la piel, con el agua del baño, se le puso toda violeta. Yo le
enjabonaba la nuca y temblaba tanto como el jabón que continuamente se me
resbalaba de las manos. Él estaba un poco sofocado y me mandó con rudeza que
abriese la ventana, demasiado alta para mí. Le grité a Egisto que viniera a
ayudarme. En cuanto entró, cerré la puerta con llave. El otro no me vio, pues
nos daba la espalda. Le di torpemente un primer golpe que sólo le hizo un corte
en el hombro; se puso de pie; su rostro abotargado se iba llenando de manchas
negras; mugía como un buey. Egisto, aterrorizado, le sujetó las rodillas, acaso
para pedirle perdón. Él perdió el equilibrio y cayó como una masa, con la cara
dentro del agua, con un gorgoteo que parecía un estertor. Entonces fue cuando
le di el segundo golpe que le cortó la frente en dos. Pero creo que ya estaba
muerto: no era más que un pingajo blando y caliente. Se habló de rojas oleadas:
en realidad, sangró muy poco. Yo sangraba más cuando di a luz a mis hijos.
Después de morir él, matamos a su amante: fuimos generosos, si ella lo amaba.
Los aldeanos se pusieron de nuestra parte y callaron. Mi hijo era demasiado
pequeño para dar rienda suelta a su odio contra Egisto. Han pasado unas
semanas: yo hubiera debido tranquilizarme pero ya sabéis, señores jueces, que
nunca acaba nada y que todo vuelve a empezar. Me he puesto a esperarlo otra vez
y ha vuelto. No mováis la cabeza: os digo que ha vuelto. Él, que durante diez
años ni se dignó tomar un permiso de ocho días para volver de Troya, ha vuelto
de la Muerte. A pesar de que yo le corté los pies, para impedirle salir del
cementerio... Pero esto no evitó que él se deslizara por la noche en mi cuarto,
llevando sus pies debajo del brazo, como los ladrones cuando cogen de este modo
sus zapatos para no hacer ruido. Me cubría con su sombra; ni siquiera parecía
darse cuenta de que Egisto estaba allí. Después, mi hijo me ha denunciado en el
puesto de policía, pero mi hijo es también un fantasma, el suyo, su espectro de
carne. Yo creía que por lo menos en la prisión estaría tranquila, pero sigue
volviendo: parece como si prefiriese mi calabozo a su tumba. Sé que mi cabeza
acabará por rodar en la plaza del pueblo y que la de Egisto caerá cortada por
el mismo cuchillo. Es extraño, señores jueces, se diría que ya me habéis
juzgado otras veces. Pero tengo la experiencia suficiente para saber que los
muertos no permanecen en reposo: me levantaré, arrastrando a Egisto tras de mí
como a un galgo triste. Y erraré por las noches a lo largo de los caminos, a la
búsqueda de la justicia de Dios. Volveré a hallar a ese hombre en algún rincón
de mi infierno y gritaré de nuevo con alegría con sus primeros besos. Luego, me
abandonará para irse a conquistar alguna provincia de la Muerte. Ya que el
Tiempo es la sangre de los vivos, la Eternidad debe de ser la sangre de las
sombras. Mi eternidad, la mía, se perderá esperando su regreso, de suerte que
me convertiré en el más lívido de los fantasmas. Entonces volverá, para
burlarse de mí, y acariciará ante mis ojos a la amarilla hechicera turca
acostumbrada a jugar con los huesecillos de las tumbas. ¿Qué puedo hacer? Es
imposible matar a un muerto...
*
Dejar
de ser amada es convertirse en invisible. Tú ya no te das cuenta de que poseo
un cuerpo.
*
Entre
la muerte y nosotros no hay, en ocasiones, sino la densidad de un único ser.
Una vez desaparecido ese ser, ya no queda más que la muerte.
*
¡Qué insípido
hubiera sido ser feliz!
*
Debo
cada uno de mis gustos a la influencia de amigos de paso, como si yo no pudiera
aceptar al mundo, sino por mediación de unas manos humanas. De Hyacinthe me
quedó el amor a las flores; de Philippe, la afición a los viajes; de Celeste,
el amor a la medicina; de Alexis, el gusto por los encajes. Y de ti, ¿por qué
no el amor a la Muerte?
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