Vidas que resisten
LLUÍS SATORRAS 04/06/2011
El vigilante del fiordo es el nuevo y extraordinario libro de cuentos de Fernando Aramburu en el que el terrorismo aflora una vez más en un contraste entre vida y tragedia.
Empujado por la tragedia del terrorismo etarra, Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) escribió un libro de relatos, Los peces de la amargura, donde quedaba reflejada la miseria moral de los asesinos y sus cómplices y el sufrimiento de sus víctimas. Si éste resultaba un libro extraordinario, el nuevo volumen de cuentos que se publica ahora es aún, si cabe, mejor. El vigilante del fiordo, un título que sugiere románticas lejanías y una espectacular (y muy alarmante) foto de portada componen la presentación externa. El texto del libro, unificado tanto por el estilo como por los temas (el terrorismo aflora una vez más), sigue con mimo y curiosidad a unos personajes que aparecen como sorprendidos sin querer por el narrador, el cual los acompaña en un momento peculiar o indiferenciado de sus vidas y los abandona después para hacerse cargo de otras vidas. Parece como si los personajes de cada historia desaparecieran por iniciativa propia para impedirnos formular cualquier conclusión (excepto, como se verá, en la última página).
Las dos joyas de la colección ocupan el centro del volumen y ambas se refieren al tema del terrorismo. 'Carne rota', destilación de la poética del libro, lo aborda de forma directa, crudamente. Presenta como protagonistas a los que sufrieron los atentados del 11-M. El relato está construido como si fuera una guirnalda en la que cada personaje tiene su momento y su lugar, original y específico, a pesar de estar incluido en un conjunto múltiple. Los detalles, nimios o importantes, nos arrebatan: la música alegre de un móvil que nadie contesta, las chicas que deciden inaugurar la costumbre de abrazarse, el hombre que deja de creer en Dios o la juguetona reacción de una joven cuando un chico de pelo rizado se deja olvidada una mochila debajo del asiento. Cualquier gesto, cualquier palabra forma parte de la cuidada construcción. Aramburu consigue que la vida brille aunque ronde por allí la sangrienta tragedia que el lector va sorbiendo poco a poco. A continuación figura 'El vigilante del fiordo' (el mismo título del libro), un relato introspectivo, casi opuesto al anterior. El centro significativo es la mente del protagonista, un funcionario de prisiones que se siente culpable de las consecuencias que tuvo un atentado terrorista. En un lenguaje elusivo, lleno de aristas y malentendidos, y en un escenario con ribetes fantásticos donde sueño y realidad se confunden e intercambian, Aramburu presenta un contraste parecido al del cuento anterior: la fulgurante belleza del paisaje nórdico (y también la belleza del lenguaje con que se expresa) frente a la oscuridad, la de una mente torturada por un suceso incomprensible y la de las amenazas implícitas en las dos narraciones superpuestas que forman la historia.
Otros cuentos, alejados de la cuestión terrorista, presentan otras inquietudes. 'La mujer que lloraba...' está dedicado a José María Merino y presenta semejanzas con los cuentos de este autor. Se narra un suceso propio de esos "días raros" que caracterizan a Merino, un día prolongado que se torna en obsesión, un suceso semifantástico, insólito, destinado a producir largo efecto en el narrador mientras los otros lo ignoran. 'Lengua cansada' es muy distinto. Cuenta una experiencia iniciática en la voz de un adolescente que pasa unas vacaciones con su padre, un hombre lerdo y brutal. Ambas historias contienen un enigma. En la primera, se le propone al lector. En la segunda, es la vida misteriosa tal como se le presenta al inexperto protagonista. 'Mártir de la jornada' y 'Nardos en la cadera' son historias humorísticas en las que queda insinuada una reivindicación de los ancianos, llevados arriba y abajo por las decisiones arbitrarias que toman los más jóvenes.
Como el libro quiere tener un principio y un final definidos, empieza y termina con dos cuentos complementarios. En el primero, una pareja ya mayor, acosada también por otras cuestiones vitales, huye de la amenaza terrorista, de una posible muerte representada por chicos con gorras. En el último, la huida terminó ya que es el propio narrador quien ha muerto. El único consuelo (también quizás para el lector deseoso de apreciar otros registros) es teñir todo el relato de humor negro. Visto lo que hay, uno da por supuesto que el narrador deseaba la muerte. Y ahí sí, como señalamos al principio, se dicta una conclusión lógica y definitiva: si uno está muerto, ya nada más puede suceder.
El vigilante del fiordo
Fernando Aramburu
Tusquets. Barcelona, 2011
184 páginas. 16 euros
Fernando Aramburu
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