Rosa Montero
Elogio a la familia (con algunos gritos aterrados al fondo)
ROSA MONTERO 26/06/2011
Una de las noticias que más me han impresionado últimamente es una pequeña y acongojante historia que sucedió en Madrid, en Villaviciosa de Odón, hace unas semanas: una mujer de 62 años mató de un disparo a su padre, de 91, en mitad de la noche. La mujer se confesó culpable y al parecer el padre padecía demencia senil. Esto es todo lo que se sabe sobre el asunto porque los medios no han vuelto a tocar el tema, de lo cual me alegro. Es una tragedia demasiado íntima, demasiado esencial como para escarbar en ella. Bastante carga ha de sobrellevar la detenida sobre los hombros, esa culpa ancestral del parricidio. Sobre todo si, como yo me imagino, lo mató por piedad, porque estaba muy anciano y muy demente y lo veía sufrir.
Pero, aun así, ¡qué terrible nudo gordiano roza esta historia de violencia y de muerte! En el hermetismo de la privacidad doméstica, las familias hacen y deshacen vidas a su antojo, establecen leyes inconfesables, otorgan premios y ordenan castigos, crean paraísos y atizan infiernos construidos a la medida de media docena de personas, o de cuatro, o de dos, justo ese pequeño grumo de individuos que componen lo que llamamos un hogar.
La familia, sí. Palabra contradictoria, enorme en sus significados, aterradora y hermosa al mismo tiempo. Durante muchos años me quejé y despotriqué de la familia latina, de ese núcleo de convivencia tan pegajoso, del cariño y el odio que nos tenemos, de cómo los españoles no sabemos vivir, por lo general, sin estar entrañados con nuestra reata de sangre. Y, en mi juventud, envidié el desprendimiento de los anglosajones, su ligereza a la hora de volar del nido, su facilidad para desengancharse. Tuve que cumplir los treinta, residir un tiempo en Estados Unidos e impartir clase allí en la universidad, para darme cuenta de los estragos psíquicos que ese distanciamiento familiar había provocado en mis alumnos. Al cabo aprendí que, puestos a pagar un precio (siempre se paga), prefería el exceso emocional de la familia latina a la frialdad y la enloquecedora ausencia de la anglosajona. Cuando te peleas contra el otro (los padres, los hermanos) te construyes. Pero cuando no existe el otro, cuando nadie te refleja ni te limita, es el abismo. Por no hablar de lo que esto supone en cuanto a cohesión social: España, con su enorme porcentaje de parados, sigue siendo uno de los países con menos vagabundos callejeros, porque las familias se aprietan y acogen en sus casas a aquellos que lo han perdido todo. Mientras que Inglaterra, por ejemplo, está llena de personas sin hogar, muchas de ellas sorprendentemente jóvenes.
Releo lo que he escrito y advierto que estoy haciendo una especie de elogio a la familia. Pues sí, es verdad, reivindico la familia pese a todo, y más ahora, cuando, por fortuna, nos estamos librando del modelo tradicional, patriarcal, autoritario y represivo (sí, justo ese modelo de cartón piedra que tanto defiende la Iglesia católica). Pero esto no me impide reconocer que el núcleo familiar es una caldera hirviente en la que cabe todo, desde el cobijo, la complicidad y el amor más generoso y sin exigencias, hasta la barbarie y la crueldad.
Me refiero a los terribles secretos de alcoba, que son todas esas perversiones emocionales que suceden en el sancta sanctórum más inexpugnable de la casa, en el interior del hogar y sin testigos. Desde los malos tratos físicos a las humillaciones, culminando, claro está, en los abusos sexuales. Es decir, en el incesto, ese gran secreto familiar que casi nadie se atreve a nombrar. Angélica Liddell lo gritaba furiosamente hace unos días sobre un escenario madrileño, en su contundente obra teatral Maldito sea el hombre que confía en el hombre. Y Montxo Armendáriz lo cuenta con estremecedora veracidad en su gran película No tengas miedo. Es un infierno real, mucho más común de lo que querríamos creer, desoladoramente próximo (quizá esté crepitando en estos momentos al otro lado de la puerta de tu vecino). Según un informe de 2008 de la prestigiosa Revista d'Estudis de la Violència, entre un 20%-25% de mujeres y un 10%-15% de hombres españoles confesaron en diversos estudios haber sufrido abusos sexuales en la infancia; en el 39% de los casos el agresor era el padre, y en el 30% otro familiar. Son unas cifras aterradoras.
"El niño es el padre del hombre", decía Wordsworth en un hermoso verso que me gusta citar. Y es verdad: lo que fue nuestra infancia (nuestra familia) influye decisivamente en lo que somos, esto es, en el resto de nuestra vida. Nunca acabamos de salir del todo de ese nido primero en el que nos formamos. La familia es una horma, un troquel. Arrastramos hasta el final la criatura que fuimos. Y, con noventa años, morimos llamando a nuestra madre.
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