Jorge Semprún
Cinco aproximaciones a un largo viaje (3)
BERNARD-HENRI LÉVY 09/06/2011
Jorge Semprún recibirá el homenaje póstumo de la 'Fundación Amigos del Museo del Prado'. Lo que sigue es el discurso del pensador Bernard-Henri Lévy sobre su legado múltiple que leerá en la ceremonia, prevista para el 28 de junio.
Está el Semprún antitotalitario.
Es decir el antifascista, siempre. Pero el antifascista hasta el fin. El antifascista sin límites. El antifascista que no teme reconocer el hocico de la Bestia bajo sus máscaras aparentemente sonrientes, aunque fuera la de la "emancipación comunista", tal como la creyó él mismo hasta su ruptura con el estalinismo, después con el Partido, al principio de la década de 1960.
Está, para ser preciso, el Semprún que, cuando reescribe El largo viaje (esa novela en la que Lukacs veía aún rastros de realismo socialista) para hacer de ella Aquel domingo (esa novela de 1980 que toma al fin toda la medida del fenómeno de los campos de concentración), lo hace a la luz de dos acontecimientos de la Historia real que son también acontecimientos de su historia personal.
La reapertura por los soviéticos en agosto de 1945 de una parte de Buchenwald, rebautizada 'Campo Especial número 2', donde fueron internados hasta enero de 1950 antiguos nazis pero también opositores de todo género: no es que Semprún lo haya ignorado nunca, por supuesto, pero tardó en darse cuenta de ello; tardó, como muchos otros, en creer lo que veía y captar lo que sabía; tardó, por ejemplo, en tomar la medida del gesto de ocultación que consistió en plantar en 1950 un bosque, un bello y risueño bosque, en el lugar de ese crimen redoblado y triplicado por esa ocultación misma; pero cuando tomó nota, cuando comprendió lo que se jugaba en esta tierra alemana que pasó, sin transición, de un totalitarismo al otro, fue como un velo que se desgarra y una evidencia que surge.
Y luego, segundo acontecimiento, la publicación de Un día en la vida de Iván Denisovich, ese libro monumento, de efectos multiplicados por la llegada algunos años más tarde del Archipiélago Gulag, cuya lectura fue para Semprún otra revelación que daba a ver, realmente ver, es decir, pensar, la comunión entre lo que él había vivido en Buchenwald y lo que vivían, en el mismo momento, los zeks del Kolyma: califiqué en su momento la obra de Solzhenitsin de Divina Comedia de nuestro tiempo; dije cómo y por qué había hecho falta esta obra de arte para terminar con las reticencias a escuchar las palabras de Rousset, Ciliga, Istrati; creo que Semprún creía esto; lo sé; y sé que ahí está una de las claves de su conversión al antitotalitarismo radical.
Pues ese Semprún es el Semprún que yo he conocido.
Es el Semprún que, al final de la década de 1970, cuando estalló el escándalo de los nuevos filósofos, fue uno de los pocos grandes intelectuales que vino a nuestro encuentro. Igual que fue uno de los poquísimos, cuatro años más tarde, en venir en apoyo de una Ideología francesa que fue el peor recibido de mis libros y que todavía hoy permanece maldito.
Lo volví a ver en Tiburce, un pequeño restaurante de la rue du Dragon, en París; él tenía sus costumbres.
Era todavía joven, pero tenía ya esa bella cabeza blanca que le hacía parecerse a don Diego de Vivar, el padre del Cid.
Tenía esa mirada guerrera, pero que se velaba y se hacía un poco espectral cuando evocaba "sus" muertos: antepasados gloriosos de la guerra de España; "compañeros", como él decía, "idos en humo en Buchenwald"; pero también, desde entonces, muertos del Gulag.
Y luego esa voz melodiosa que podía cambiar bruscamente de registro en la misma frase: bajando un tono, como si revelara un terrible secreto, cuando volvía sobre tal detalle, tal episodio tortuoso y convertido, con el tiempo, en casi incomprensible, de la vida de Federico Sánchez, su doble en la clandestinidad, y subiendo hasta los agudos, casi estridente, cuando se inflamaba sobre tal o cual debate contemporáneo que a mí me parecía zanjado, pero en el que ponía toda su pasión contenida mucho tiempo (si los trotskistas eran estalinistas disfrazados... si existía una alternativa a la economía de mercado... el juego de François Mitterrand con el Programa Común y los comunistas... el caso Régis Debray...).
Para ese Semprún, la cosa no tenía ya duda.
El nazismo era único y comparable.
Excepcional e histórico.
Había que mantenerse firme sobre la singularidad de sus crímenes. Pero haciendo esto, había que servirse de él como de una medida, de una escala que permite juzgar los demás crímenes y, en particular, los crímenes del estalinismo.
Yo no estoy seguro de que hoy seamos conscientes del peso que en esos años podía tener un apoyo semejante.
Me vuelvo a ver aquí, en Madrid, dos o tres años después de la barbarie y mi primer encuentro con Jorge. Salgo de un programa que se llamaba La clave, en el que me había enfrentado a Santiago Carrillo, el viejo secretario general del PCE, que no había aprendido ni olvidado nada y cuyas mentiras yo había denunciado. Un semanario madrileño titularía -pero yo aún no lo sabía- BHL, el que puso KO a Carrillo. Y yo estoy muy inquieto, en ese momento, por la manera en que la opinión democrática y posfranquista habría recibido esa imagen del viejo león golpeado por el nuevo filósofo francés. Ahora bien, he aquí que, ya en mi hotel, recibo una llamada de Federico Sánchez, alias Jorge Semprún, dicho de otra manera, de todos los antiguos camaradas de Carrillo, el que mejor le conocía en la época. Y no pueden imaginar mi alegría, mi más profunda alegría, alivio y orgullo mezclados, cuando oigo la voz clara de este demócrata impecable, de este antifranquista intachable, de este grande de España que es también una de las autoridades morales de la época, decirme que tengo razón, plenamente razón, y que está feliz de haberme oído decir tan alto lo que él, durante tanto tiempo, ha pensado demasiado bajo.
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