Fernando Aramburu
Pequeña magnitud (y 3)
Deseé ceñir la corona de rey por un motivo. Me habría gustado presenciar mi propia abdicación.
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De acuerdo, practicaré el ascetismo, pero sólo hasta la hora de comer.
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Dedicarse sin descanso a mantener a raya las ambiciones, ¿acaso no es también una ambición?
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Conozco pocos entretenimientos compatibles con la agonía. Quizá la fe.
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Anoche soñé que un tomo de mis obras completas me caía sobre la cabeza desde la balda más alta y me mataba en el acto. La pesadilla no consistió tanto en el golpe como en la sospecha de haberlo merecido.
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Sinceramente, cumplidos setenta y cinco, ochenta, ochenta y cinco años, ¿aceptaría usted que lo bajaran a la calle en su silla de ruedas; que lo colocasen en una parte de las barricadas donde estorbase lo menos posible, donde no estuviera demasiado expuesto a las corrientes de aire; y que, en suma, a punto de comenzar la refriega, le tuviesen que dar las últimas y fundamentales instrucciones a grito limpio porque está usted más sordo que una tapia? A partir de cierta edad convendría ir pensando poco a poco en la jubilación revolucionaria.
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