Raquel Lanseros
Señor Amor, dueño del cielo y de la tierra,
tú que puedes batirnos a tu antojo
sobre el eje inicial de nuestro impulso.
Tú que te enseñoreas sobre todo lo vivo
entretejiendo un atlas de destinos cruzados.
Tú que puedes auparte a tu albedrío
y clavar tu aguijón sobre cualquier entraña.
¿Por qué vuelves a mí? ¿Qué vil capricho?
¿Por qué me arrojas de nuevo tu jauría?
He aquí, amo mío, lo poco que me queda:
mi sosiego de vidrio
la enmienda frágil de una paz absorta
mi mosaico de heridas mal curadas
demasiado recientes para ser cicatrices.
Imploro tu piedad desde mi grieta,
donde se han detenido la memoria y el ánimo.
Piénsalo bien: te costaría muy poco
concederme una bula de misericordia.
Deja a los que me quieren, esta pasión debiera
maldecirme tan sólo a mí, es lo justo.
Ya he visto antes cómo mi avidez arde
en tu hipnótica pira de dios omnipotente.
Descuida, soy sumisa,
tu adiestramiento previo ha prosperado:
quien lo ha perdido todo varias veces
reconoce el honor de una derrota.
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