Vicente Verdú
En "El País":¿Para qué tanto leer?
VICENTE VERDÚ 26/04/2008
El libro constituye un bien tan significativo de una determinada cultura que esperar a que se lea cuando su sistema desaparece es lo mismo que reclamar que perviva una hormiga sobre una superficie de alquitrán. La vida de la hormiga es tan improbable en la Gran Vía como la vida del libro es exigua en el angosto y hasta alicatado ocio de la cotidianidad.
El insecto queda exterminado sin infligirle un mal directo, pero no se reproducirá en la ciudad. Igualmente, el fin del libro y su lectura no proceden, en especial, de la educación deficiente, la impericia de las editoriales o una siembra de cizaña (¿televisión?, ¿videojuegos?) que lo matan directamente y de raíz. Simplemente, la lectura va a menos porque no encuentra suelo donde arraigar ni espacio donde esponjarse.
La actualidad del mundo, la realidad de los intervalos de trabajo y tiempo libre, coinciden con una disponibilidad para leer tendente a cero. Y no se diga ya para leer a fondo. Los momentos en que aún se lee se obtienen de intersticios de una construcción cuya fachada central repele lo libresco como materia ajena a su iluminación natural. Se lee, efectivamente, en los cantones del sistema, en los estrechos itinerarios de transporte público, en los puentes o en las vacaciones, en los tiempos muertos.
Todo tiempo oreado y candeal se ocupa, generalmente, en otros gozos, sean los viajes, el sexo, Internet, las copas, los juegos en las pantallas, las cenas o los cines. ¿Tiempo para leer? Quien lee se extrae literalmente de la cadena nutricional reinante para insertarse en un nicho marginal. Todo lector, y tanto más cuanto más lo es, traza su fuga y, a su pesar, se convierte en fugitivo de la contemporaneidad.
Efectivamente, los lectores de Harry Potter y otros best sellers internacionales no abandonan el reino, pero ¿quién puede decir que encarnan al profundo lector? Son lectores mutantes que como la presunta clase de himenópteros futuros hallará albergue en el asfalto. No ya en la fisura del asfalto sino en el mismo piso puesto que esta tipología no alude a un lector convicto, sino al libro de recreo importado de lo audiovisual. Son lectores de letras pero no letrados, siguen la línea de la página pero según los patrones del hilo cinematográfico o del musical.
El resto, los lectores conspicuos que aún permanecen, son hoy trabajadores autónomos, artistas profesionales, jubilados, impedidos, enfermos, críticos literarios, editores, directores de colección, traductores, autores. Fuera de ese ejército marcado y en declive creciente, apenas unas unidades más pueden sumarse al mundo lector.
Los libros, infantiles, juveniles, de autoayuda, de intriga, de salud, de consejos prácticos, de empresa, de texto, etcétera, componen la mayoría del tonelaje que trasladan todavía los contenedores del sector editorial y que pronto serán reemplazados masivamente por la superior eficiencia de las pantallas. No hay ocasión, pues, para complacerse en los libros literarios o en los libros del saber, ni tampoco una razón firme para confiar en su ventaja utilitaria.
En consecuencia, toda lectura de El Quijote con el ánimo de propagar la lectura como signo de salvación social no será sino la chusca representación de una función agotada y la teatralización de la impotencia. No se lee por El Quijote, no se lee siquiera por consejo o ejemplo de los padres, se lee cuando el bocado de tiempo que pertenece al libro procura sabrosas y efectivas sensaciones de placer. Sin embargo, para ello no basta cualquier tiempo marginal, contaminado o intersticial, ni tampoco el tiempo urgido o el intervalo fatigado del fin del día. Quienes leemos y leen el libro no se alistan entre quienes se integran más y mejor, sino entre los que añoran ese producto que aprendieron saludablemente a paladear.
¿Escuelas gastronómicas para la lectura? Todas las escuelas gastronómicas se dirigen a acrecentar la variedad de los restaurantes, esos espacios donde efectivamente el mundo joven acude con insólita frecuencia y cuyo disfrute pertenece de pleno derecho a los entretenimientos de esta cultura reinante que atiende, en sus acortados tiempos libres, a las benditas sensaciones del cuerpo y no a los enrevesados ejercicios que a menudo exige la degustación mental.
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