miércoles, 21 de julio de 2010

LITERATURA. CINE. "Una mujer en Berlín" (Anónima). Introducción de Hans Magnus Enzensberger.


INTRODUCCIÓN
Tal vez no sea casualidad que un libro tan extraordinario como Una mujer en Berlín estuviera marcado por un destino fuera de lo corriente. Nunca sabremos si, al escribirlo, la autora tenía en mente su posterior publicación. Los "garabatos íntimos" que realizó entre abril y junio de 1945 en tres cuadernos de notas (y algunos trozos de papel añadidos con precipitación) la ayudaron, más que nada, a mantener un vestigio de cordura en un mundo de devastación y crisis de los valores morales. Se trata, literalmente, de "memorias del subsuelo", escritas en un refugio antiaéreo que también debía ofrecer protección contra el fuego de artillería, el pillaje y las agresiones sexuales del victorioso Ejército Rojo. Todo aquello de lo que disponía era un trozo de lápiz, y debía trabajar a la luz de las velas, puesto que Berlín se encontraba sin suministro eléctrico. Refugiada en un sótano, su capacidad de percepción se encontraba seriamente limitada por la total suspensión de los medios informativos. A falta de periódicos, radio y teléfono, los rumores eran la única fuente de noticias del mundo exterior. Hasta pasados unos meses, cuando ya una apariencia de normalidad había vuelto a la ciudad desvastada, no pudo copiar y corregir sus "121 páginas en el papel grisáceo de la guerra". Como responsable de la reedición de este texto tras cuarenta años de permanencia en el olvido, me siento obligado a respetar el deseo de la autora de permanecer en el anonimato. Por otro lado, desearía presentar los hechos que avalan la autenticidad de su testimonio. En el mundo actual de los medios de comunicación, donde abundan toda clase de trucos, esto acaba siendo una necesidad.
Resulta evidente que la mujer que escribió el libro no era una simple aficionada, sino que se trataba de una periodista con experiencia. Ella alude a varios viajes que realizó como reportera, entre otros países, a la Unión Soviética, donde adquirió conocimientos básicos de ruso. Podemos deducir que continuó trabajando para una editorial o en diversas publicaciones periódicas después de que Hitler alcanzara el poder. Hasta 1943-1944 se continuaron publicando varias revistas como Die Dame o Koralle, en las cuales era posible mantenerse al margen de la inexorable campaña propagandística impuesta por el doctor Joseph Goebbels.
Es probable que, en este medio profesional, nuestra anónima conociera a Kurt W. Marek, crítico y periodista nacido en 1915 en Berlín, que había empezado su carrera en 1932. Durante los años nazis, trabajó para publicaciones semanales como el Berliner Illustrierte Zeitung, haciendo lo posible para pasar desapercibido. Alistado con carácter forzoso en 1938, sirvió como reportero en Polonia, Rusia, Noruega e Italia. Resultó herido en Monte Cassino y fue hecho prisionero de guerra por el ejército americano. Después de la guerra, fue licenciado por el gobierno militar y pudo reiniciar su carrera como editor de uno de los primeros periódicos autorizados en Alemania. Más tarde, trabajó para 'Rowohlt', una gran editorial de Hamburgo, desde donde lanzó un libro que le daría fama internacional. Bajo el seudónimo de C. W. Ceram, un anagrama de su propio nombre, publicó un éxito de ventas sobre la historia de la arqueología: Dioses, tumbas y sabios.
En cualquier caso, fue a Marek a quien la autora confió el manuscrito, después de cambiar los nombres de las personas que aparecían en el libro y eliminar ciertos detalles delatores. Marek, quien tras su éxito internacional se había mudado a los Estados Unidos, le añadió un epílogo y consiguió que lo publicara un editor americano en 1954. Así fue como Una mujer en Berlín apareció primero en versión inglesa, a la cual siguieron traducciones al noruego, italiano, danés, japonés, español, francés y finlandés.
Tuvieron que pasar cinco años más para que el original en alemán viera la luz, e incluso entonces no fue a cargo de una editorial alemana, sino de Kossodo, una pequeña editorial suiza con sede en Ginebra. Obviamente, el público alemán no estaba preparado para enfrentarse a ciertos hechos desagradables. Uno de los pocos críticos que lo reseñó se lamentó de lo que dio en denominar "la desvergonzada inmoralidad de la autora". No era de esperar que las mujeres alemanas hicieran mención de la realidad de las violaciones; ni que presentaran a los varones alemanes como testigos impotentes cuando los rusos victoriosos reclamaban a sus mujeres como botín de guerra. (Según los cálculos más fiables, más de cien mil mujeres fueron violadas en Berlín en las postrimerías de la guerra.)
Las inclinaciones políticas de la autora constituyeron una circunstancia agravante: carente de autocompasión, con una mirada fría hacia el comportamiento de sus compatriotas antes y después de la caída del régimen, rechazó la complacencia y la amnesia de la posguerra. No es de extrañar que el libro fuera acogido con hostilidad y silencio. En los años setenta, el clima político había cambiado, y comenzaron a circular por Berlín fotocopias del texto, que hacía ya tiempo que se encontraba agotado. Los estudiantes del 68 las leyeron, y las adoptó el floreciente movimiento feminista. Cuando me aventuré en el mundo editorial, creía que había llegado el momento de reeditar Una mujer en Berlín. Éste resultó ser un proyecto plagado de dificultades. No era posible dar con la autora sin nombre, el editor original había desaparecido, y no estaba claro a quién pertenecían los derechos de autor. Kurt W. Marek había muerto en 1972. Siguiendo una corazonada, me puse en contacto con su viuda, que resultó conocer la identidad de la autora. Me informó de que Anónima no deseaba que su libro se reimprimiera en Alemania mientras ella estuviera viva, lo cual es comprensible si tenemos en cuenta la fría acogida con que fue recibido en 1957.
Finalmente, en 2001, la señora Marek me comunicó que la autora había fallecido, y su libro pudo al fin reaparecer tras un paréntesis de cuarenta años. Durante todo este tiempo, la situación política en Alemania y Europa sufrió cambios fundamentales. Comenzaron a aflorar toda clase de recuerdos reprimidos por la memoria colectiva, y fue posible discutir temas que habían sido considerados tabú durante mucho tiempo, circunstancias que habían pasado desapercibidas ante la magnitud del genocidio alemán tales como la extensa colaboración de Francia, Holanda, el antisemitismo de Polonia, el intenso bombardeo de la población civil y la limpieza étnica de la posguerra.
Europa encontró en sí misma materias dignas de estudio. Se trataba, naturalmente, de temas difíciles y moralmente ambiguos, fácilmente explotados por revisionistas de todas las tendencias, pero está claro que hubo ocasión de incorporar todos los hechos en la agenda histórica y abrir un debate serio.
Es éste el contexto en el que Una mujer en Berlín y otros testimonios de los cataclismos del siglo XX deben leerse hoy en día. En el caso alemán, cabe destacar que los mejores registros personales disponibles son diarios y memorias escritos por mujeres. (Ruth Andreas-Friedrich, Volkonski, Lore Walb, Ursula von Kardoff, Margret Boveri, la princesa Wassilikow, Christabel Bielenberg.) Fueron ellas quienes mantuvieron una apariencia de cordura en un entorno de caos creciente.
Mientras los hombres combatían en una guerra devastadora lejos de casa, las mujeres resultaron ser las heroínas de la supervivencia entre las ruinas de la civilización. En la medida en que existió un movimiento de resistencia, fueron ellas quienes atendieron a su logística, y cuando sus maridos y novios volvieron desmoralizados, envueltos en harapos y anonadados por la derrota, fueron ellas las primeras en despejar el terreno.
Esto no quiere decir, naturalmente, que las mujeres no cumplieran una función en el universo nazi. Nuestra Anónima sería la última en pretender el respaldo de principios morales. Ella es una implacable observadora que no se deja llevar por el sentimentalismo o los prejuicios. Aunque no era del todo consciente de la enormidad del holocausto, vio claramente que los alemanes habían revertido en sí mismos el sufrimiento que habían infligido a otros.
A través de las pruebas a las que la sometió el siglo que le tocó vivir, mantuvo no sólo la entereza de su orgullo, sino también un sentido de la decencia muy difícil de encontrar entre las ruinas del Tercer Reich.
Hans Magnus Enzensberger

Editado por Anagrama, la traducción es de Jorge Seca.

A continuación, la reseña publicada en LETRAS LIBRES:
Una mujer en Berlín, de Anónima
por Luis Fernando Moreno Claros

Hasta hace apenas una década, en Alemania era un tabú cuestionar abiertamente la cruel y probablemente inútil destrucción de ciudades monumentales como Dresde o Colonia por la aviación aliada durante la Segunda Guerra Mundial. Oficialmente había que considerar semejantes acciones como males necesarios para liberar del nazismo a la propia Alemania y a Europa, y ello a despecho de los cientos de miles de víctimas civiles que perecieron en los bombardeos y de los cientos de miles que perdieron sus hogares; del mismo modo se justificarían también poco después las bombas atómicas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki: fueron necesarias para terminar la guerra con Japón. Hoy se cuestiona si no cabría hablar más bien en ambos casos de "crímenes de guerra".
Pero junto al tabú de los bombardeos aliados y sus nefastas consecuencias para bienes y personas subsiste otro tabú un tanto más difícil de vencer: el espinoso tema de las violaciones masivas de mujeres y niñas alemanas por los soldados del Ejército Rojo durante la denominada "liberación" de Prusia Oriental y la toma de Berlín, en el invierno y la primavera de 1945. Libros como El incendio, del alemán Jörg Friedrich, o Berlín. La caída: 1945, del británico Anthony Beevor (ambos en Editorial Crítica), recientes éxitos de ventas en toda Europa después de su enorme impacto en Alemania, deben su calurosa acogida a que se han atrevido a tratar abiertamente y con mirada histórica tanto el bombardeo de las ciudades alemanas como las proezas sexuales del Ejército Rojo en territorio alemán conquistado, tema este último en el que Beevor hace un necesario hincapié.
En efecto, en la detallada narración de los avances del ejército de Stalin hacia Berlín, el autor de La caída no omite la referencia al miedo cerval de los civiles y, sobre todo, de la población femenina frente a la llegada de los rusos. Aparte de asesinar a cualquier varón que les opusiera la más mínima resistencia, la violación de toda mujer o niña que tenía la desgracia de toparse con ellos era operación obligada para esos guerreros sedientos de algo más que de sangre. Escaso fue el número de mujeres que escapó a las ansias amatorias de los miembros del Ejército Rojo, borrachos como cubas en la mayoría de los casos: los alemanes, en su retirada, les dejaban alcohol a discreción a fin de retardar el avance de un ejército de beodos. Pero las consecuencias del exceso etílico las pagaban las "perras fascistas".
Beevor no olvida aclarar que el Ejército Rojo tenía una deuda pendiente con la Wehrmacht alemana; los soldados de Hitler incendiaron, saquearon, violaron y asesinaron a conciencia cuando invadieron Rusia, en 1941. Así que el desafuero soviético fue excusado por muchas personas como un lógico acto de venganza. Los comisarios políticos estalinistas explotaron la sed de revancha de los soldados e impartieron consignas de odio que embravecieran a sus tropas: "Matad alemanes, odiad Alemania y todo lo alemán, matad cerdos fascistas", etcétera. Así que, inflamados de odio, los alemanes y las alemanas carecían de valor para ellos: los superhombres se tornaron infrahumanos.
La crueldad de los rusos con los civiles y, principalmente, aquellas violaciones en masa fueron la razón de que los alemanes prefirieran ser vencidos por los americanos o los ingleses antes que caer en manos de los soviéticos. El ejército americano o el inglés -salvo en casos aislados- jamás cayó en semejantes desmanes. Los rusos, en general más primitivos, incultos y abotargados por la ideología estalinista, excesivamente limitados en su visión del mundo, empobrecidos mayoritariamente por el comunismo, reprimidos sexualmente en un Estado que despreciaba el erotismo, se comportaban en la rica y civilizada Alemania como bestias desatadas; en cambio, los soldados de los ejércitos americano y británico, educados en Estados de arraigada tradición democrática, en los que la vida humana -al menos teóricamente- se valoraba por encima de cualquier otro bien, se comportaban con mayor fiabilidad en lo que se refiere al respeto físico del enemigo vencido. Esta es la idea que hoy prevalece entre los más prestigiosos historiadores; pero claro, no hay que olvidar que los americanos e ingleses mataban desde el aire con sus innumerables racimos de bombas incendiarias. De ahí que, como puede leerse en Una mujer en Berlín, el libro objeto de esta reseña, muchas alemanas hubieran acuñado un cáustico lema: "Mejor un ruso en la barriga que un americano en la cabeza"; esto es, mejor pasar por el trauma de la violación y vivir con semejante deshonra que perecer entre las ruinas de la propia casa con toda la familia.
Este extraordinario testimonio, rescatado en Alemania por Hans Magnus Enzesberger para su serie de obras curiosas Die andere Bibliothek (La otra biblioteca), es el diario de una sobreviviente, de una mujer alemana, soltera, de 33 años, culta e inteligente, cosmopolita y curiosa, a la que el destino pilló en la capital del Reich mientras trabajaba en una editorial. Desde el 20 de abril hasta el 22 de junio de 1945 anotó casi a diario sus peripecias y las de sus conocidos y vecinos durante los días que siguieron a la conquista de Berlín por los rusos.
El relato es muy fluido, de enorme intensidad y tensión dramática. Los primeros días, escondidos en el sótano, y luego, ya habitando en sus pisos destrozados, sin luz eléctrica ni agua corriente, un pequeño grupo de berlineses (quedaban aún vivos alrededor de cuatro millones de civiles, escondidos o dispersos entre las ruinas), compuesto por un puñado de atemorizados varones y una decena de mujeres de diversas edades, tiene que soportar la presencia de los vencedores rusos, pesados moscardones que contemplan a toda mujer como botín de guerra.
Según este relato, los soldados soviéticos, ya saciados de sangre, después de intensos meses de desmanes y batallas, no se muestran especialmente agresivos con los cavernícolas civiles a su llegada a un Berlín despanzurrado, pero sí extraordinariamente lascivos en lo que respecta a las alemanas. Además del hambre y la muerte de sus allegados, las mujeres tienen que cargar también con la violación. El "aquí te pillo aquí te violo" -la expresión es de la autora- es algo a lo que se exponen casi en cuanto salen a la luz e incluso por las noches en los pisos de puertas débiles y mal atrancadas; de ahí que la mayor parte de ellas prefiera permanecer escondida en lúgubres nichos o elevadas buhardillas. Aunque hay otras formas de violación más sutiles y la brutalidad del principio va adoptando formas más llevaderas: al cabo de unos días los rusos toman "novias" y se "enamoran" de una mujer concreta a la que convierten en su amante obligada. Ésta gana el favor del enemigo y gracias a ello puede proteger a sus conocidos así como recibir alimentos. Si las elegidas no ceden, ponen en peligro a todos cuantos se refugian junto a ellas.
Finalmente, como la violación resulta ser una especie de plaga colectiva que sólo las afecta a ellas, las mujeres terminan por sobrellevar su desgracia con resignación. Ello las une y las solidariza entre sí y su unidad excluye a los derrotados varones alemanes, impotentes ante la vehemencia de los rusos. De manera que, en semejantes circunstancias, fue el "sexo débil" el que tuvo que transformarse en fuerte: "Una y otra vez voy notando en estos días cómo se transforma mi percepción de los hombres, la percepción que tenemos todas las mujeres en relación con los hombres. Nos dan pena, nos parecen tan pobres, tan débiles, el sexo debilucho".
La autora de Una mujer en Berlín tampoco escapa al destino femenino común. En cuanto llegan los rusos, varios soldados la someten en repetidas ocasiones a "eso" (así se refieren las mujeres a un asunto que al principio tratan con pudor y del que terminarán hablando abiertamente con todo el que pueda escucharlas). Como tiene algunas nociones de ruso -la despabilada joven había viajado también a Rusia por motivos de trabajo- también las aprovecha: así que con sus chapurreos hace de intermediaria entre los vecinos y los vencedores, evita alguno que otro abuso mortal y logra ganarse algo de respeto. También ella se busca un protector, uno que sea fuerte entre la horda y la defienda de las violaciones indiscriminadas. Así que, como tantas mujeres, terminará convertida en presa voluntaria y en botín exclusivo de algunos oficiales que la tratan con menos desprecio del habitual. "Cama por comida" y "cama por protección" fueron tratos comunes entre vencedores y vencidas. Y es que, a la larga, el hambre pesaría más que la humillación. Pero las mujeres terminan por hacer de la necesidad, virtud. Los antiguos principios, la moral, el pudor, todo lo han deshecho las bombas, unas situaciones extremas propiciadas por la muerte desquiciadora modifican y acuñan la nueva ética ocasional de las sobrevivientes.
Por lo demás, las mujeres sobreviven y olvidan; y, a su modo, algunas hasta se mofan y se aprovechan de los vencedores. La autora nos deja unas descripciones impagables de la necedad y la zafiedad de los rusos, simples bestias planas y aniñadas. De "hombría" carecen totalmente. Más bien parecen torpes chiquillos sueltos en una tienda de juguetes. Berlín entero es una cueva de Alí Babá que esconde tesoros sin cuento: mujeres, ropa, relojes... Estos últimos los lucen a pares o a docenas mientras se pavonean enseñándolos a todo el mundo e incluso se los roban entre sí.
Poco a poco, después de que los oficiales o los soldados de mayor rango hayan dejado muy claros cuáles son sus respectivos "cotos de cama" -otra acertada expresión de la autora-, la protagonista comienza una vida algo más segura. Los días pasan y sus oficiales la mantienen, asegurando también la supervivencia de sus vecinos. Finalmente, después de casi un mes de incertidumbres y penalidades, la situación en el Berlín conquistado se hace menos peligrosa. Un atisbo de normalidad asoma entre las ruinas. Se llama a los cavernícolas a la limpieza de escombros, y las mujeres y chicas jóvenes pueden volver a salir a las calles con relativa seguridad. Hasta se establecen controles sanitarios para revisar y asesorar a las violadas. Y muchas de ellas hacen chistes respecto de las situaciones más traumáticas. Un acre humor negro alivia las consecuencias de la desgracia y da paso, en definitiva, a la excitación de los sobrevivientes, fruto de la vida que continúa y que, de manera consciente o inconsciente, pugnará por sepultar en lo más hondo de la memoria las negras nubes del pasado.
Precisamente este tipo de humor e ironía consiguen que unos hechos tan incómodos, una historia desagradable y tan triste como ésta atrape al lector y termine seduciéndolo: como siempre, será la fortaleza humana la que venza a la necedad, la valentía del individuo aislado la que quede por encima del colectivismo abstruso.
Una mujer en Berlín no agradó en Alemania cuando se publicó por primera vez en 1957 (poco antes, en 1954, había aparecido en versión inglesa, y, en seguida, el libro fue traducido a varios idiomas más, entre ellos el español). Los hombres alemanes se sintieron incómodos, y también muchas mujeres. El relato aireaba aquello que era mejor mantener oculto, por pudor y vergüenza. Los varones habían hecho la guerra -su guerra- y todo el mundo había salido perdiendo, las mujeres de aquella manera. La credibilidad y el culto a la jactanciosa "virilidad" de los machos alemanes quedaban seriamente dañadas. Pero no sólo eso, al entender de muchos lectores, es la "virilidad" de todos los varones en general la que después del relato no levanta cabeza. Frente a los hombres, inconscientes y guerreros, se alza más poderoso el pragmatismo y hasta el sentido común de las mujeres: éstas demostraron poseer más capacidad de resistencia, ser quizás más "aptas para la vida" en circunstancias no convencionales. "Anónima" afirma en determinado momento: "Tengo la sensación de que estoy bien pertrechada para la vida". Esa sensación podían tenerla también la mayoría de las mujeres que supieron sobrevivir a aquella tragedia. Pero la opinión pública, hipócrita casi siempre, no se lo perdonaba a la autora, e incluso se le reprochó su "desvergüenza" y frivolidad al tratar del tema tabú. Lo mismo hicieron muchos hombres al regresar de la guerra y enfrentarse con sus hembras violadas: prefirieron ignorar los hechos y el sufrimiento de sus mujeres, no saber, no sentir, no pensar. Era mejor olvidar por el bien de todos, y de repente aquel libro se empeñaba en recordar.
Hay que elogiar la estupenda traducción, que capta tan notablemente la cantidad de matices de un relato escueto e irónico, tan sencillo y natural como el abierto y sereno carácter de la valiente autora.

Ahora, unas imágenes de la película basada en el libro, dirigida por Max Färberböck:

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