sábado, 17 de julio de 2010

NOVELA CORTA. "La muerte de Iván Ilich" (8), de Lev Tolstói (1828-1910)

Lev Tolstói
La muerte de Iván Ilich (8)

                                                                                 IX
Su mujer volvió cuando iba muy avanzada la noche. Entró de puntillas, pero él la oyó, abrió los ojos y al momento los cerró. Ella quería que Gerasim se fuera para quedarse allí sola con su marido, pero éste abrió los ojos y dijo:
-No. Vete.
-¿Te duele mucho?
-No importa.
-Toma opio.
Él consintió y tomó un poco. Ella se fue. Hasta eso de las tres de la mañana su estado fue de torturante estupor. Le parecía que a él y a su dolor los metían a la fuerza en un saco estrecho, negro y profundo, pero por mucho que empujaban no podían hacerlos llegar hasta el fondo, y esta circunstancia, terrible ya en sí, iba acompañada de padecimiento físico. Él estaba espantado, quería meterse más dentro en el saco y se esforzaba por hacerlo, al par que ayudaba a que lo metieran. Y he aquí que de pronto desgarró el saco, cayó y volvió en sí. Gerasim estaba sentado a los pies de la cama, dormitando tranquila y pacientemente, con las piernas flacas de su amo, enfundadas en calcetines, apoyadas en los hombros. Allí estaba la misma bujía con su pantalla y allí estaba también el mismo incesante dolor.
-Vete, Gerasim -murmuró.
-No se preocupe, señor. Estaré un ratito más.
-No. Vete.
Retiró las piernas de los hombros de Gerasim, se volvió de lado sobre un brazo y sintió lástima de sí mismo. Sólo esperó a que Gerasim pasase a la habitación contigua y entonces, sin poder ya contenerse, rompió a llorar como un niño. Lloraba a causa de su impotencia, de su terrible soledad, de la crueldad de la gente, de la crueldad de Dios, de la ausencia de Dios.
"¿Por qué has hecho Tú esto? ¿Por qué me has traído aquí? ¿Por qué, dime, por qué me atormentas tan atrozmente?".
Aunque no esperaba respuesta lloraba porque no la había ni podía haberla. El dolor volvió a agudizarse, pero él no se movió ni llamó a nadie. Se dijo: "¡Hala, sigue! ¡Dame otro golpe! ¿Pero con qué fin? ¿Yo qué te he hecho? ¿De qué sirve esto?".
Luego se calmó y no sólo cesó de llorar, sino que retuvo el aliento y todo él se puso a escuchar; pero era como si escuchara, no el sonido de una voz real, sino la voz de su alma, el curso de sus pensamientos que fluía dentro de sí.
-¿Qué es lo que quieres? -fue el primer concepto claro que oyó, el primero capaz de traducirse en palabras-. ¿Qué es lo que quieres? ¿Qué es lo que quieres? -se repitió a sí mismo-. ¿Qué quiero? Quiero no sufrir. Vivir -se contestó.
Y volvió a escuchar con atención tan reconcentrada que ni siquiera el dolor le distrajo.
-¿Vivir? ¿Cómo vivir? -preguntó la voz del alma.
-Sí, vivir como vivía antes: bien y agradablemente.
-¿Como vivías antes? ¿Bien y agradablemente? -preguntó la voz. Y él empezó a repasar en su cabeza los mejores momentos de su vida agradable. Pero, cosa rara, ninguno de esos mejores momentos de su vida agradable le parecían ahora lo que le habían parecido entonces; ninguno de ellos, salvo los primeros recuerdos de su infancia. Allí, en su infancia, había habido algo realmente agradable, algo con lo que sería posible vivir si pudiese volver. Pero el niño que había conocido ese agrado ya no existía; era como un recuerdo de otra persona.
Tan pronto como empezó la época que había resultado en el Iván Ilich actual, todo lo que entonces había parecido alborozo se derretía ahora ante sus ojos y se trocaba en algo trivial y a menudo mezquino.
Y cuanto más se alejaba de la infancia y más se acercaba al presente, más triviales y dudosos eran esos alborozos. Aquello empezó con la Facultad de Derecho, donde aún había algo verdaderamente bueno: había alegría, amistad, esperanza. Pero en las clases avanzadas ya eran raros esos buenos momentos. Más tarde, cuando en el primer período de su carrera estaba al servicio del gobernador, también hubo momentos agradables: eran los recuerdos del amor por una mujer. Luego todo eso se tornó confuso y hubo menos de lo bueno, menos más adelante, y cuanto más adelante menos todavía.
Su casamiento... un suceso imprevisto y un desengaño, el mal olor de boca de su mujer, la sensualidad y la hipocresía. Y ese cargo mortífero y esas preocupaciones por el dinero... y así un año, y otro, y diez, y veinte, y siempre lo mismo. Y cuanto más duraba aquello, más mortífero era. "Era como si bajase una cuesta a paso regular mientras pensaba que la subía. Y así fue, en realidad. Iba subiendo en la opinión de los demás, mientras que la vida se me escapaba bajo los pies... Y ahora todo ha terminado, ¡Y a morir! Y eso qué quiere decir? ¿A qué viene todo ello? No puede ser. No puede ser que la vida sea tan absurda y mezquina. Porque si efectivamente es tan absurda y mezquina, ¿por qué habré de morir, y morir con tanto sufrimiento? Hay algo que no está bien. Quizá haya vivido como no debía -se le ocurrió de pronto-. ¿Pero cómo es posible, cuando lo hacía todo como era menester?", se contestó a sí mismo, y al momento apartó de sí, como algo totalmente imposible, esta única explicación de todos los enigmas de la vida y la muerte.
"Entonces ¿qué quieres ahora? ¿Vivir? ¿Vivir cómo? ¿Vivir como vivías en los tribunales cuando el ujier del juzgado anunciaba: '¡Llega el juez!'. Llega el juez, llega el juez? -se repetía a sí mismo-. Aquí está ya. ¡Pero si no soy culpable! -exclamó enojado-. ¿Por qué?". Y dejó de llorar, pero volviéndose de cara a la pared siguió haciéndose la misma y única pregunta: ¿Por qué, a qué viene todo este horror?
Pero por mucho que preguntaba no daba con la respuesta. Y cuando surgió en su mente, como a menudo acontecía, la noción de que todo eso le pasaba por no haber vivido como debiera, recordaba la rectitud de su vida y rechazaba esa peregrina idea.
                                                   
                                                     X
Pasaron otros quince días. Iván Ilich ya no se levantaba del sofá. No quería acostarse en la cama, sino en el sofá, con la cara vuelta casi siempre hacia la pared, sufriendo los mismos dolores incesantes y rumiando siempre, en su soledad, la misma cuestión irresoluble: "¿Qué es esto? ¿De veras que es la muerte?". Y la voz interior le respondía: "Sí, es verdad". "¿Por qué estos padecimientos?". Y la voz respondía: "Pues porque sí". Y más allá de esto, y salvo esto, no había otra cosa.
Desde el comienzo mismo de la enfermedad, desde que Iván Ilich fue al médico por primera vez, su vida se había dividido en dos estados de ánimo contrarios y alternos: uno era la desesperación y la expectativa de la muerte espantosa e incomprensible; el otro era la esperanza y la observación agudamente interesada del funcionamiento de su cuerpo. Una de dos: ante sus ojos había sólo un riñón o un intestino que de momento se negaban a cumplir con su deber, o bien se presentaba la muerte horrenda e incomprensible de la que era imposible escapar.
Estos dos estados de ánimo habían alternado desde el comienzo mismo de la enfermedad; pero a medida que ésta avanzaba se hacía más dudosa y fantástica la noción de que el riñón era la causa, y más real la de una muerte inminente.
Le bastaba recordar lo que había sido tres meses antes y lo que era ahora; le bastaba recordar la regularidad con que había estado bajando la cuesta para que se desvaneciera cualquier esperanza.
Últimamente, durante la soledad en que se hallaba, con la cara vuelta hacia el respaldo del sofá, esa soledad en medio de una ciudad populosa y de sus numerosos conocidos y familiares -soledad que no hubiera podido ser más completa en ninguna parte, ni en el fondo del mar ni en la tierra-, durante esa terrible soledad Iván Ilich había vivido sólo en sus recuerdos del pasado. Uno tras otro, aparecían en su mente cuadros de su pasado. Comenzaban siempre con lo más cercano en el tiempo y luego se remontaban a lo más lejano, a su infancia, y allí se detenían. Si se acordaba de las ciruelas pasas que le habían ofrecido ese día, su memoria le devolvía la imagen de la ciruela francesa de su niñez, cruda y acorchada, de su sabor peculiar y de la copiosa saliva cuando chupaba el hueso; y junto con el recuerdo de ese sabor surgían en serie otros recuerdos de ese tiempo: la niñera, el hermano, los juguetes. "No debo pensar en eso... Es demasiado penoso" -se decía Iván Ilich; y de nuevo se desplazaba al presente: al botón en el respaldo del sofá y a las arrugas en el cuero de éste. "Este cuero es caro y se echa a perder pronto. Hubo una disputa acerca de él. Pero hubo otro cuero y otra disputa cuando rompimos la cartera de mi padre y nos castigaron, y mamá nos trajo unos pasteles". Y una vez más sus recuerdos se afincaban en la infancia, y una vez más aquello era penoso e Iván Ilich procuraba alejarlo de sí y pensar en otra cosa.
Y de nuevo, junto con ese rosario de recuerdos, brotaba otra serie en su mente que se refería a cómo su enfermedad había progresado y empeorado. También en ello cuanto más lejos miraba hacia atrás, más vida había habido. Más vida y más de lo mejor que la vida ofrece, y una y otra cosa se fundían. "Al par que mis dolores iban empeorando, también iba empeorando mi vida" -pensaba. Sólo un punto brillante había allí atrás, al comienzo de su vida, pero luego todo fue ennegreciéndose y acelerándose cada vez más. "En razón inversa al cuadrado de la distancia de la muerte" -se decía. Y el ejemplo de una piedra que caía con velocidad creciente apareció en su conciencia. La vida, serie de crecientes sufrimientos, vuela cada vez más velozmente hacia su fin, que es el sufrimiento más horrible. "Estoy volando...". Se estremeció, cambió de postura, quiso resistir, pero sabía que la resistencia era imposible; y otra vez, con ojos cansados de mirar, pero incapaces de no mirar lo que estaba delante de él, miró fijamente el respaldo del sofá y esperó -esperó esa caída espantosa, el choque y la destrucción. "La resistencia es imposible -se dijo-. ¡Pero si pudiera comprender por qué! Pero eso, también, es imposible. Se podría explicar si pudiera decir que no he vivido como debía. Pero es imposible decirlo" -se declaró a sí mismo, recordando la licitud, corrección y decoro de toda su vida-. "Eso es absolutamente imposible de admitir -pensó, con una sonrisa irónica en los labios como si alguien pudiera verla y engañarse-. ¡No hay explicación! Sufrimiento, muerte... ¿Por qué?".

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