viernes, 16 de julio de 2010

NOVELA CORTA. "La muerte de Iván Ilich" (7), de Lev Tolstói (1828-1910)

Lev Tolstói
La muerte de Iván Ilich (7)

                                                                               VIII
Era por la mañana. Sabía que era por la mañana sólo porque Gerasim se había ido y el lacayo Pyotr había entrado, apagado las bujías, descorrido una de las cortinas y empezado a poner orden en la habitación sin hacer ruido. Nada importaba que fuera mañana o tarde, viernes o domingo, ya que era siempre igual: el dolor acerado, torturante, que no cesaba un momento; la conciencia de una vida que se escapaba inexorablemente, pero que no se extinguía; la proximidad de esa horrible y odiosa muerte, única realidad; y siempre esa mentira. ¿Qué significaban días, semanas, horas, en tales circunstancias?
-¿Tomará té el señor? "Necesita que todo se haga debidamente y quiere que los señores tomen su té por la mañana" -pensó Iván Ilich y sólo dijo:
-No.
-¿No desea el señor pasar al sofá? "Necesita arreglar la habitación y le estoy estorbando. Yo soy la suciedad y el desorden" -pensaba, y sólo dijo:
-No. Déjame.
El criado siguió removiendo cosas. Iván Ilich alargó la mano. Pyotr se acercó servicialmente.
-¿Qué desea el señor?
-Mi reloj.
Pyotr cogió el reloj, que estaba al alcance de la mano, y se lo dio a su amo.
-Las ocho y media. ¿No se han levantado todavía?
-No, señor, salvo Vasili Ivanovich (el hijo), que ya se ha ido a clase. Praskovya Fyodorovna me ha mandado despertarla si el señor preguntaba por ella. ¿Quiere que lo haga?
-No. No hace falta. -"Quizá debiera tomar té", se dijo-. Sí, tráeme té.
Pyotr se dirigió a la puerta, pero a Iván Ilich le aterraba quedarse solo. "¿Cómo retenerle aquí? Sí, con la medicina".
-Pyotr, dame la medicina. -"Quizá la medicina me ayude todavía". Tomó una cucharada y la sorbió. "No, no me ayuda. Todo esto no es más que una bobada, una superchería -decidió cuando se dio cuenta del conocido, empalagoso e irremediable sabor. No, ahora ya no puedo creer en ello. Pero el dolor, ¿por qué este dolor? ¡Si al menos cesase un momento!".
Y lanzó un gemido. Pyotr se volvió para mirarle.
-No. Anda y tráeme el té.
Salió Pyotr. Al quedarse solo, Iván Ilich empezó a gemir, no tanto por el dolor físico, a pesar de lo atroz que era, como por la congoja mental que sentía. "Siempre lo mismo, siempre estos días y estas noches interminables. iSi viniera más de prisa! ¿Si viniera qué más de prisa? ¿La muerte, la tiniebla? ¡No, no! ¡Cualquier cosa es mejor que la muerte!".
Cuando Pyotr volvió con el té en una bandeja, Iván Ilich le estuvo mirando perplejo un rato, sin comprender quién o qué era. A Pyotr le turbó esa mirada y esa turbación volvió a Iván Ilich en su acuerdo.
-Sí -dijo-, el té... Bien, ponlo ahí. Pero ayúdame a lavarme y ponerme una camisa limpia.
E Iván Ilich empezó a lavarse. Descansando de vez en cuando se lavó las manos, la cara, se limpió los dientes, se peinó y se miró en el espejo. Le horrorizó lo que vio. Le horrorizó sobre todo ver cómo el pelo se le pegaba, lacio, a la frente pálida.
Cuando le cambiaban de camisa se dio cuenta de que sería mayor su horror si veía su cuerpo, por lo que no lo miró. Por fin acabó aquello. Se puso la bata, se arropó en una manta y se sentó en el sillón para tomar el té. Durante un momento se sintió más fresco, pero tan pronto como empezó a sorber el té volvió el mismo mal sabor y el mismo dolor. Concluyó con dificultad de beberse el té, se acostó estirando las piernas y despidió a Pyotr.
Siempre lo mismo. De pronto brilla una chispa de esperanza, luego se encrespa furioso un mar de desesperación, y siempre dolor, siempre dolor, siempre congoja y siempre lo mismo. Cuando se quedaba solo y horriblemente angustiado sentía el deseo de llamar a alguien, pero sabía de antemano que delante de otros sería peor. "Otra dosis de morfina -y perder el conocimiento-. Le diré al médico que piense en otra cosa. Es imposible, imposible, seguir así".
De ese modo pasaba una hora, luego otra. Pero entonces sonaba la campanilla de la puerta. Quizá sea el médico. En efecto, es el médico, fresco, animoso, rollizo, alegre, y con ese aspecto que parece decir: "¡Vaya, hombre, está usted asustado de algo, pero vamos a remediarlo sobre la marcha!". El médico sabe que ese su aspecto no sirve de nada aquí, pero se ha revestido de él de una vez por todas y no puede desprenderse de él, como hombre que se ha puesto el frac por la mañana para hacer visitas.
El médico se lava las manos vigorosamente y con aire tranquilizante.
-¡Huy, qué frío! La helada es formidable. Deje que entre un poco en calor -dice, como si bastara sólo esperar a que se calentase un poco para arreglarlo todo-. Bueno, ¿cómo va eso?
Iván Ilich tiene la impresión de que lo que el médico quiere decir es "¿cómo va el negocio?", pero que se da cuenta de que no se puede hablar así, y en vez de eso dice: "¿Cómo ha pasado la noche?".
Iván Ilich le mira como preguntando: "¿Pero es que usted no se avergüenza nunca de mentir?". El médico, sin embargo, no quiere comprender la pregunta, e Iván Ilich dice:
-Tan atrozmente como siempre. El dolor no se me quita ni se me calma. Si hubiera algo...
-Sí, ustedes los enfermos son siempre lo mismo. Bien, ya me parece que he entrado en calor. Incluso Praskovya Fyodorovna, que es siempre tan escrupulosa, no tendría nada que objetar a mi temperatura. Bueno, ahora puedo saludarle -y el médico estrecha la mano del enfermo.
Y abandonando la actitud festiva de antes, el médico empieza con semblante serio a reconocer al enfermo, a tomarle el pulso y la temperatura, y luego a palparle y auscultarle.
Iván Ilich sabe plena y firmemente que todo eso es tontería y pura falsedad, pero cuando el médico, arrodillándose, se inclina sobre él, aplicando el oído primero más arriba, luego más abajo, y con gesto significativo hace por encima de él varios movimientos gimnásticos, el enfermo se somete a ello como antes solía someterse a los discursos de los abogados, aun sabiendo perfectamente que todos ellos mentían y por qué mentían.
De rodillas en el sofá, el médico está auscultando cuando se nota en la puerta el frufrú del vestido de seda de Praskovya Fyodorovna y se oye cómo regaña a Pyotr porque éste no le ha anunciado la llegada del médico.
Entra en la habitación, besa al marido y al instante se dispone a mostrar que lleva ya largo rato levantada y sólo por incomprensión no estaba allí cuando llegó el médico.
Iván Ilich la mira, la examina de pies a cabeza, echándole mentalmente en cara lo blanco, limpio y rollizo de sus brazos y su cuello, lo lustroso de sus cabellos y lo brillante de sus ojos llenos de vida. La detesta con toda el alma y el arrebato de odio que siente por ella le hace sufrir cuando ella le toca.
Su actitud respecto a él y su enfermedad sigue siendo la misma. Al igual que el médico, que adoptaba frente a su enfermo cierto modo de proceder del que no podía despojarse, ella también había adoptado su propio modo de proceder, a saber, que su marido no hacía lo que debía, que él mismo tenía la culpa de lo que le pasaba y que ella se lo reprochaba amorosamente. Y tampoco podía desprenderse de esa actitud.
-Ya ve usted que no me escucha y no toma la medicina a su debido tiempo. Y, sobre todo, se acuesta en una postura que de seguro no le conviene. Con las piernas en alto.
Y ella contó cómo él hacía que Gerasim le tuviera las piernas levantadas.
El médico se sonrió con sonrisa mitad afable mitad despectiva:
-¡Qué se le va a hacer! Estos enfermos se figuran a veces niñerías como ésas, pero hay que perdonarles.
Cuando el médico terminó el reconocimiento, miró su reloj, y entonces Praskovya Fyodorovna anunció a Iván Ilich que, por supuesto, se haría lo que él quisiera, pero que ella había mandado hoy por un médico célebre que vendría a reconocerle y a tener consulta con Mihail Danilovich (que era el médico de cabecera).
-Por favor, no digas que no. Lo hago también por mí misma -dijo ella con ironía, dando a entender que ella lo hacía todo por él y sólo decía eso para no darle motivo de negárselo. Él calló y frunció el ceño. Tenía la sensación de que la red de mentiras que le rodeaba era ya tan tupida que era imposible sacar nada en limpio.
Todo cuanto ella hacía por él sólo lo hacía por sí misma, y le decía que hacía por sí misma lo que en realidad hacía por sí misma, como si ello fuese tan increíble que él tendría que entenderlo al revés.
En efecto, el célebre galeno llegó a las once y media. Una vez más empezó la auscultación y, bien ante el enfermo o en otra habitación, comenzaron las conversaciones significativas acerca del riñón y el apéndice y las preguntas y respuestas, con tal aire de suficiencia que, de nuevo, en vez de la pregunta real sobre la vida y la muerte, que era la única con la que Iván Ilich ahora se enfrentaba, de lo que hablaban era de que el riñón y el apéndice no funcionaban correctamente y que ahora Mihail Danilovich y el médico famoso los obligarían a comportarse como era debido.
El médico célebre se despidió con cara seria, pero no exenta de esperanza, y a la tímida pregunta que le hizo Iván Ilich levantando hacia él ojos brillantes de pavor y esperanza, contestó que había posibilidad de restablecimiento, aunque no podía asegurarlo. La mirada de esperanza con la que Iván Ilich acompañó al médico en su salida fue tan conmovedora que, al verla, Praskovya Fyodorovna hasta rompió a llorar cuando salió de la habitación con el médico para entregarle sus honorarios.
El destello de esperanza provocado por el comentario estimulante del médico no duró mucho. El mismo aposento, los mismos cuadros, las cortinas, el papel de las paredes, los frascos de medicina... todo ello seguía allí, junto con su cuerpo sufriente y doliente. Iván Ilich empezó a gemir. Le pusieron una inyección y se sumió en el olvido.
Anochecía ya cuando volvió en sí. Le trajeron la comida. Con dificultad tomó un poco de caldo, y otra vez lo mismo, y llegaba la noche.
Después de comer, a las siete, entró en la habitación Praskovya Fyodorovna en vestido de noche, con el seno realzado por el corsé y huellas de polvos en la cara. Ya esa mañana había recordado a su marido que iban al teatro. Había llegado a la ciudad Sarah Bernhardt y la familia tenía un palco que él había insistido en que tomasen. Iván Ilich se había olvidado de eso y la indumentaria de ella le ofendió, pero disimuló su irritación cuando cayó en la cuenta de que él mismo había insistido en que tomasen el palco y asistiesen a la función porque sería un placer educativo y estético para los niños.
Entró Praskovya Fyodorovna, satisfecha de sí misma pero con un punto de culpabilidad. Se sentó y le preguntó cómo estaba, pero él vio que preguntaba sólo por preguntar y no para enterarse, sabiendo que no había nada nuevo de qué enterarse, y entonces empezó a hablar de lo que realmente quería: que por nada del mundo iría al teatro, pero que habían tomado un palco e iban su hija y Hélène, así como también Petrischev (juez de instrucción, novio de la hija), y que de ningún modo podían éstos ir solos; pero que ella preferiría con mucho quedarse con él un rato. Y que él debía seguir las instrucciones del médico mientras ella estaba fuera.
-¡Ah, sí! Y Fyodor Petrovich (el novio) quisiera entrar. ¿Puede hacerlo? ¿Y Liza?
-Que entren.
Entró la hija, también en vestido de noche, con el cuerpo juvenil bastante en evidencia, ese cuerpo que en el caso de él tanto sufrimiento le causaba. Y ella bien que lo exhibía. Fuerte, sana, evidentemente enamorada e irritada contra la enfermedad, el sufrimiento y la muerte, porque estorbaban su felicidad.
Entró también Fyodor Petrovich vestido de frac, con el pelo rizado a la Capou, un cuello duro que oprimía el largo pescuezo fibroso, enorme pechera blanca y con los fuertes muslos embutidos en unos pantalones negros muy ajustados. Tenía puesto un guante blanco y llevaba la chistera en la mano.
Tras él, y casi sin ser notado, entró el colegial en uniforme nuevo y con guantes, pobre chico. Tenía enormes ojeras, cuyo significado Iván Ilich conocía bien.
Su hijo siempre le había parecido lamentable, y ahora era penoso ver el aspecto timorato y condolido del muchacho. Aparte de Gerasim, Iván Ilich creía que sólo Vasya le comprendía y compadecía.
Todos se sentaron y volvieron a preguntarle cómo se sentía. Hubo un silencio. Liza preguntó a su madre dónde estaban los gemelos y se produjo un altercado entre madre e hija sobre dónde los habían puesto. Aquello fue desagradable.
Fyodor Petrovich preguntó a Iván Ilich si había visto alguna vez a Sarah Bernhardt. Iván Ilich no entendió al principio lo que se le preguntaba, pero luego contestó:
-No. ¿Usted la ha visto ya?
-Sí, en Adrienne Lecouvreur.
Praskovya Fyodorovna agregó que había estado especialmente bien en ese papel. La hija dijo que no. Iniciose una conversación acerca de la elegancia y el realismo del trabajo de la actriz -una conversación que es siempre la misma.
En medio de la conversación, Fyodor Petrovich miró a Iván Ilich y quedó callado. Los otros le miraron a su vez y también guardaron silencio. Iván Ilich miraba delante de sí con ojos brillantes, evidentemente indignado con los visitantes. Era preciso rectificar aquello, pero imposible hacerlo. Había que romper ese silencio de algún modo, pero nadie se atrevía a intentarlo. Les aterraba que de pronto se esfumase la mentira convencional y quedase claro lo que ocurría de verdad. Liza fue la primera en decidirse y rompió el silencio, pero al querer disimular lo que todos sentían se fue de la lengua.
-Pues bien, si vamos a ir ya es hora de que lo hagamos -dijo mirando su reloj, regalo de su padre, y con una tenue y significativa sonrisa al joven Fyodor Petrovich, acerca de algo que sólo ambos sabían, se levantó haciendo crujir la tela de su vestido.
Todos se levantaron, se despidieron y se fueron. Cuando hubieron salido le pareció a Iván Ilich que se sentía mejor: ya no había mentira porque se había ido con ellos, pero se quedaba el dolor: el mismo dolor y el mismo terror de siempre, ni más ni menos penoso que antes. Todo era peor.
Una vez más los minutos se sucedían uno tras otro, las horas una tras otra. Todo seguía lo mismo, todo sin cesar, y lo más terrible de todo era el fin inevitable.
-Sí, dile a Gerasim que venga -respondió a la pregunta de Pyotr.

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