Laura Restrepo
En Babelia, suplemento cultural de "El País":Castigos ejemplares
Laura Restrepo 02/08/2008
¿Era necesario que Madame Bovary se suicidara con arsénico, que Marguerite Gautier muriera tísica y que a Ana Karenina la aplastara un tren? La responsabilidad es de los escritores que las imaginaron en sus novelas
En medio del delirio, Van Gogh se corta el lóbulo de la oreja y lo envuelve en papel periódico. Pese a que sangra por la herida, camina hasta el burdel del pueblo, al llegar pregunta por Raquel, una de las chicas que allí trabajan, y le entrega la curiosa ofrenda. ¿Por qué una oreja? ¿Por qué a ella? No se sabe. Se sabe, sí, cuál fue la frase que le dijo a la mujer en ese peculiarísimo momento, quizá engorroso o quizá sacramental, pero en cualquier caso cargado para él de resonancias: toma esto y cuídalo muy bien. De donde se deduce que consideraba que era ella, una puta, la persona indicada para cumplir con el encargo de cuidar y conservar ese trozo de sí mismo que acababa de depositar en sus manos.
Esta Raquel no fue la primera prostituta en la vida de Van Gogh, que en buena medida transcurrió en los burdeles, donde encontraba compañía, amparo y, según su propia expresión, humanidad. Ya antes había acogido a otra llamada Sein, madre de una hija y además embarazada, con quien convivió por varios años y a quien le hizo un homenaje menos estrafalario que el de Raquel: A Sein la pintó en sus cuadros. En un dibujo, ella hunde la cabeza entre los brazos, abrumada por los pesares, y en un óleo, amamanta a su niño y le sonríe.
O sea que Van Gogh quiso mostrarla tal como él mismo debía verla: no sólo como prostituta, sino ante todo en su condición de mujer. Este reconocimiento es uno de los muchos que a lo largo del siglo XIX escritores y artistas les rindieron a ellas, sus socias en el empeño de arreglárselas en contravía y de asumir la existencia en los extramuros de la sociedad; sus aliadas a la hora de mandar al demonio las normas y emprenderla literalmente a coñazos contra la hipocresía de la moralidad consagrada; sus compañeras de catre, de jarana y de batalla, señaladas y proscritas al igual que ellos por su carácter transgresor, y al mismo tiempo endiosadas por la misma razón.
A las mujeres de la vida les rinde tributo Dumas hijo, quien a través del personaje de Duval deja cada noche un bouquet de camelias junto al lecho de Marguerite Gautier. Émile Zola describe a su Naná entre horrorizado y maravillado, temblando de pavor pero también de expectativa. Con su célebre frase, Madame Bovary c'est moi, Flaubert establece que son uno y el mismo la adúltera y el escritor. Guy de Maupassant las pinta vivaces, amorosas y divertidas, y como en el caso de Bola de Sebo, más íntegras que cualquiera de los buenos burgueses que las repudian. Baudelaire reconoce en su testamento que gracias a ellas logró ser la persona que fue. Y ya desde un siglo antes, Daniel Defoe le ha atribuido a su Moll Flanders el don de pecar y rezar para así empatar.
Ellas, a su vez, les retribuyen ampliamente: al aparecer como protagonistas de sus novelas y develar en sus páginas los vericuetos de sus vidas y sus almas, propician un vuelco en la literatura y le abren caminos más profundos, arriesgados y modernos.
Sin embargo, el pacto de mutuo apoyo tiene fisuras y la traición acecha. La protagonista/prostituta, o adúltera, termina casi sin excepción siendo señalada y reprendida, forzada a reconocer sus pecados y sometida a expiaciones terribles que suelen llegar hasta la pena capital. Ante lo cual el escritor se lava las manos y permanece de brazos cruzados. Peor aún, asume la responsabilidad del castigo ejemplarizante al empujar en esa dirección el argumento, y así el Abate Prévost arrastra a su bella Manon Lescaut por celdas húmedas y barcos de galeotes; Flaubert le depara a su Madame Bovary una muerte por veneno en medio de alaridos y retorcijones; Tolstói hace que su divina Ana se arroje bajo las ruedas del tren. La espléndida Naná, de Zola, termina tirada sobre un colchón, putrefacta y cubierta de pústulas; pese a los bouquets de camelias, la tisis acaba con la dama de Dumas; Hawthorne marca a su heroína con una letra A, de adúltera, bordada en rojo sobre el pecho; Mahfuz decide que la arrogante Hamida, de El Callejón de los Milagros, debe entregarle su virginidad a los oficiales norteamericanos. Para rematar con la Eréndira de García Márquez, si no virgen, sí mil veces mártir, mítica en su tormento de permanecer atada a un catre para que los hombres sacien el apetito en sus entrañas, tal como hacen los buitres con Prometeo encadenado a una roca.
¿Qué ha sucedido? Si el escritor y la prostituta comparten destino y se cubren mutuamente la espalda, ¿por qué él se presta a que recaiga sobre ella tan brutal escarmiento? O para formular la inculpación de manera más directa, ¿por qué él, que es al fin de cuentas quien maneja la pluma y traza el argumento, decide que ella debe pagar con enfermedades inconfesables e incurables, repudio público, destierro y muerte? La respuesta más obvia tiene un nombre: miedo. Una mujer que reta las imposiciones morales es candela, y el escritor que lidia con ella corre el riesgo de quemarse. Como ella amenaza con arrastrarlo más abajo de lo que está dispuesto a caer, él termina cediendo ante el peso de la tradición, y eso implica traicionarla. La libertad con que ella actúa la coloca de lleno en un futuro al cual él sólo se atreve a asomarse, y de ahí que una Madame Bovary, o una Ana Karenina, de alguna manera dejen atrás en el tiempo a sus respectivos creadores.
En este punto conviene preguntarse, ¿y a cuenta de qué tildar al pobre escritor de criminal, si no ha asesinado a nadie con sus propias manos? ¿Si a fin de cuentas sólo las ha utilizado para escribir una historia inventada? ¿Si una cosa es la literatura y otra la realidad? Pues porque una y otra vienen entreveradas, y en todo caso estamos hablando de la literatura como terreno donde se dirimen en un plano imaginario y simbólico los conflictos de la vida real. Aquí va una prueba de que no se trata de meras fantasías: acusado de obscenidad, Flaubert fue llevado a un juicio muy real debido a la historia irreal que contó en su Madame Bovary.
Durante dicho juicio, el abogado defensor adujo que el autor había ahondado en la mala conducta de una mujer sólo para demostrar cómo ésta la llevaba al sufrimiento y a la destrucción. Excusa similar había presentado antes Daniel Defoe en el prólogo a Moll Flanders: "Para ofrecer la historia del arrepentimiento de una vida llena de depravación es necesario que la etapa más pervertida sea presentada tan real como lo permita la narración original, con el fin de embellecer la etapa de penitencia, que es sin duda la mejor y más brillante". ¿Entonces no hay tal traición por parte del escritor, sino que todo se reduce a la treta que monta para eludir la censura de la época? ¿Se trata de argucias suyas para poder hablar de un tema prohibido y publicarlo? Puede ser. Ésa también es una explicación posible.
Y habría una tercera, más seductora que las dos anteriores, y que no necesariamente las excluye. Flaubert ha dicho con todas las letras: Madame Bovary c'est moi. ¿Por qué no creerle? Llegaríamos a la conclusión de que a través de la transubstanciación del autor en su personaje femenino es en realidad él quien se rebela, actúa fuera del molde y en consecuencia sufre discriminación, es incomprendido, censurado, contagiado, castigado y perseguido. Es posible que sea el propio Flaubert, a través de Emma Bovary, quien se esté envenenando con arsénico. Y que junto con Ana Karenina, Tolstói se esté arrojando bajo las ruedas del tren. Si esto es así, entonces habría que reconocer que el escritor decimonónico, lejos de traicionar el viejo pacto, lo lleva hasta las últimas consecuencias y lo sella con sangre.
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