Y AHORA...
sábado, 24 de julio de 2010
CUENTO. "El diente roto", de Pedro Emilio Coll (Caracas, Venezuela, 1872-1947)
Pedro Emilio Coll
El diente rotoA los doce años, combatiendo Juan Peña con unos granujas recibió un guijarro sobre un diente; la sangre corrió lavándole el sucio de la cara, y el diente se partió en forma de sierra. Desde ese día principia la edad de oro de Juan Peña.
Con la punta de la lengua, Juan tentaba sin cesar el diente roto; el cuerpo inmóvil, vaga la mirada sin pensar. Así, de alborotador y pendenciero, tornóse en callado y tranquilo.
Los padres de Juan, hartos de escuchar quejas de los vecinos y transeúntes víctimas de las perversidades del chico, y que habían agotado toda clase de reprimendas y castigos, estaban ahora estupefactos y angustiados con la súbita transformación de Juan.
Juan no chistaba y permanecía horas enteras en actitud hierática, como en éxtasis; mientras, allá adentro, en la oscuridad de la boca cerrada, la lengua acariciaba el diente roto sin pensar.
-El niño no está bien, Pablo -decía la madre al marido-, hay que llamar al médico.
Llegó el doctor y procedió al diagnóstico: buen pulso, mofletes sanguíneos, excelente apetito, ningún síntoma de enfermedad.
-Señora -terminó por decir el sabio después de un largo examen- la santidad de mi profesión me impone el deber de declarar a usted...
-¿Qué, señor doctor de mi alma? -interrumpió la angustiada madre.
-Que su hijo está mejor que una manzana. Lo que sí es indiscutible -continuó con voz misteriosa- es que estamos en presencia de un caso fenomenal: su hijo de usted, mi estimable señora, sufre de lo que hoy llamamos el mal de pensar; en una palabra, su hijo es un filósofo precoz, un genio tal vez.
En la oscuridad de la boca, Juan acariciaba su diente roto sin pensar.
Parientes y amigos se hicieron eco de la opinión del doctor, acogida con júbilo indecible por los padres de Juan. Pronto en el pueblo todo se citó el caso admirable del "niño prodigio", y su fama se aumentó como una bomba de papel hinchada de humo. Hasta el maestro de la escuela, que lo había tenido por la más lerda cabeza del orbe, se sometió a la opinión general, por aquello de que voz del pueblo es voz del cielo. Quien más quien menos, cada cual traía a colación un ejemplo: Demóstenes comía arena, Shakespeare era un pilluelo desarrapado, Edison... etcétera.
Creció Juan Peña en medio de libros abiertos ante sus ojos, pero que no leía, distraído con su lengua ocupada en tocar la pequeña sierra del diente roto, sin pensar.
Y con su cuerpo crecía su reputación de hombre juicioso, sabio y "profundo", y nadie se cansaba de alabar el talento maravilloso de Juan. En plena juventud, las más hermosas mujeres trataban de seducir y conquistar aquel espíritu superior, entregado a hondas meditaciones, para los demás, pero que en la oscuridad de su boca tentaba el diente roto, sin pensar.
Pasaron los años, y Juan Peña fue diputado, académico, ministro y estaba a punto de ser coronado Presidente de la República, cuando la apoplejía lo sorprendió acariciándose su diente roto con la punta de la lengua.
Y doblaron las campanas y fue decretado un riguroso duelo nacional; un orador lloró en una fúnebre oración a nombre de la patria, y cayeron rosas y lágrimas sobre la tumba del grande hombre que no había tenido tiempo de pensar.
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LITERATURA ESPAÑOLA Y UNIVERSAL (FRAGMENTOS). TEATRO: "El condenado por desconfiado", de Tirso de Molina (1579-1648)
Tirso de Molina
Jornada primera
Selva, dos grutas entre elevados peñascos.
PAULO (De ermitaño.)
¡Dichoso albergue mío!
Soledad apacible y deleitosa,
que en el calor y el frío
me dais posada en esta selva umbrosa,
donde el huésped se llama
o verde yerba o pálida retama.
Agora, cuando el alba
cubre las esmeraldas de cristales,
haciendo al sol la salva
que de su coche sale por jarales,
con manos de luz pura,
quitando sombras de la noche oscura
salgo de aquesta cueva,
que en pirámides altos de estas peñas
naturaleza eleva,
y a las errantes nubes hace señas
para que noche y día,
ya que no otra, le hagan compañía.
Salgo a ver este cielo,
alfombra azul de aquellos pies hermosos.
¿Quién, oh celeste velo,
aquesos tafetanes luminosos
rasgar pudiera un poco
para ver?... ¡Ay de mí! Vuélvome loco.
Mas ya que es imposible
y sé cierto, Señor, que me estáis viendo
desde ese inaccesible
trono de luz hermoso, a quien sirviendo
están ángeles bellos,
más que la luz del sol hermosos ellos,
mil gracias quiero daros
por las mercedes que me estáis haciendo
sin saber obligaros.
¿Cuándo yo merecí que del estruendo
me sacarais del mundo
que es umbral de las puertas del profundo?
¿Cuándo, Señor divino,
podrá mi indignidad agradeceros
el volverme al camino
que, si no lo abandono, es fuerza el veros
y tras esa victoria
darme en aquestas selvas tanta gloria?
Aquí los pajarillos,
amorosas canciones repitiendo
por juncos y tomillos,
de Vos me acuerdan, y yo estoy diciendo:
"Si esta gloria da el suelo,
¿qué gloria será aquella que da el cielo?".
Aquí estos arroyuelos,
jirones de cristal en campo verde,
me quitan mis desvelos
y son la causa a que de Vos me acuerde.
Tal es el gran contento
que infunde al alma su sonoro acento.
Aquí silvestres flores
el fugitivo viento aromatizan
y de varios colores
aquesta vega humilde fertilizan.
Su belleza me asombra;
calle el tapete y berberisca alfombra.
Pues con estos regalos,
con aquestos contentos y alegrías,
¡bendito seas mil veces,
inmenso Dios, que tanto bien me ofreces!
Aquí pienso servirte,
ya que el mundo dejé para bien mío;
aquí pienso seguirte,
sin que jamás humano desvarío,
por más que abra la puerta
el mundo a sus engaños, me divierta.
Quiero, Señor divino,
pediros de rodillas, humilmente,
que en aqueste camino
siempre me conservéis piadosamente.
Ved que el hombre se hizo
de barro vil, de barro quebradizo.
(Entra en una de las grutas.)
Aquí podemos leerla completa.
PRENSA CULTURAL. "Babelia". "In memóriam, Harvey Pekar", por Antonio Muñoz Molina
Viñetas de American Splendor (La Cúpula), de Harvey Pekar (fallecido el pasado día 12 en Cleveland) y Robert Crumb. ("El País")
En Babelia, suplemento cultural de "El País":
In memóriam, Harvey Pekar
ANTONIO MUÑOZ MOLINA 24/07/2010
Cuando Harvey Pekar era un niño leía tebeos a escondidas de sus padres. Era ese niño imaginativo y medroso al que enseguida asustan los más fuertes en los juegos de la calle, el que descubre muy pronto el refugio de la soledad y la lectura. La calle, en su caso, tenía el peligro de las peleas en los barrios de emigrantes de clase trabajadora, en los cuales una esquina o una acera podían ser los límites entre la seguridad y el peligro: niños judíos contra niños irlandeses o polacos, negros contra blancos. Cuando Harvey Pekar quería encontrarse a salvo se quedaba en la pequeña tienda de comestibles de sus padres, o en el cuarto donde se encerraba a leer, en el apartamento familiar encima de la tienda. Pero en esa protección había algo muy sofocante, como percibe siempre el niño retraído que no se atreve a aventurarse en la calle, y en ella no era menor la sensación de amenaza. Los padres del niño lector de tebeos habían traído de su Europa de origen acentos muy fuertes que nunca llegaron a quitarse y mucho miedo, un miedo mezclado con alivio y culpa que se reforzaba cada vez que leían el periódico o que escuchaban en la radio las noticias del avance de los ejércitos de Hitler por los territorios de donde ellos se habían marchado unos pocos años atrás: donde también ellos habrían perecido si se hubieran quedado; donde morían o desaparecían sin rastro familiares que no habían huido a tiempo.
El padre de Harvey Pekar era muy religioso. Leía con fervor el Talmud y observaba todos los rituales y las fiestas, y coleccionaba discos de cantores de sinagoga, que a su hijo, encerrado con los tebeos en el cuarto contiguo, le producían una tristeza insoportable cuando los escuchaba. Al tendero piadoso no le gustaba que su hijo perdiera tanto tiempo leyendo tebeos. A su madre también le parecían una frivolidad, pero por razones distintas. La madre de Harvey Pekar era comunista, atea y sionista. El padre y la madre trabajaban jornadas agotadoras en la pequeña tienda de comestibles y discutían sin acalorarse y sin ceder ni un paso en sus convicciones respectivas, tal vez unidos por lazos más profundos que los de la ideología, la ternura mutua y el desamparo compartido, la certeza de ser raros y frágiles en medio de un mundo hostil. Pasaban los años después de la guerra y la madre de Pekar seguía vaticinando que un nuevo Hitler estaba a la vuelta de la esquina. Se degradaba el barrio en el que la tienda familiar permitía una supervivencia tan modesta y tenían que emigrar de nuevo.
Harvey Pekar contó esos años de infancia en una de sus mejores historias gráficas, The Quitter, dibujada por Dean Haspiel. El título era una definición de sí mismo: un quitter es el que abandona, el que se deja ir, el que capitula sin haberse empeñado mucho, sin rendirse siquiera, porque la rendición lleva implícita una lucha, y Harvey Pekar sentía de antemano demasiada desgana o tenía una conciencia demasiado clara de la poquedad de sus fuerzas y de la escala de los obstáculos que la vida iba a poner por delante a una persona tan pusilánime o tan desvalida como él, tan incapacitada para aprovecharse de las astucias o las ventajas tramposas con que otros contaban. Otros que se saben fuera de lugar se rebelan abiertamente, ponen tierra por medio. Harvey Pekar optó desganadamente por no moverse de su ciudad y ni siquiera de su barrio. Empezó la universidad y abandonó al cabo de un curso. Había dejado de leer tebeos al final de la infancia, pero seguía cultivando pasiones solitarias y algo obsesivas, la literatura y el jazz, el coleccionismo de discos. Para ganarse la vida sin sobresaltos y con el mínimo esfuerzo se buscó un empleo de oficinista en la Administración federal. Ser funcionario público de escasa cualificación en Estados Unidos es bastante más deslucido que serlo en España: para saberlo basta pasar un rato haciendo cola y fijándose en los detalles de deterioro y penuria en una oficina de correos americana.
Una vocación muy poderosa puede no orientarse nunca, no cuajar en un proyecto viable, que ha de tener algo de revelación súbita y de posibilidad práctica. Y la diferencia entre una vocación cumplida y otra que se dispersa o se malogra puede estar en un solo encuentro, incluso en una sola conversación apasionada. Hacia mediados de los años sesenta, Harvey Pekar trabajaba archivando historiales en el sótano de un hospital de veteranos de Cleveland y escribía de vez en cuando críticas de discos para revistas mínimas de jazz. Y entonces conoció a otro raro, a un coleccionista aún más maniático que él, Robert Crumb, que merodeaba por los mugrientos mercadillos de segunda mano buscando discos de 78 revoluciones por minuto, grabaciones de bandas primitivas de jazz y de orquestas de baile de los años veinte y treinta. Robert Crumb era ya un dibujante de cómics de una originalidad visceral, de un talento plástico y una imaginación satírica que para Robert Hughes sólo tiene comparación con Brueghel. Gracias a su ejemplo, a sus fervorosas conversaciones con Crumb, Harvey Pekar, el despojado voluntario de todo, descubrió el tesoro formidable que guardaba dentro de sí mismo, la posibilidad ilimitada que escondía su vida sin lustre.
Robert Crumb le hizo comprender de golpe que los tebeos que había amado tanto de niño podrían ser un modo adulto de expresión. En sus carencias estaría su fuerza: sin habilidad para dibujar, escribiría historias para que otros las dibujaran; sin dinero, sin porvenir, sin una vida excitante, convertiría esa mediocridad en la materia de sus narraciones; sin imaginación para inventar o embellecer, contaría exactamente lo que le sucedía a diario, los pequeños percances y los chismes de la oficina, las peculiaridades infinitamente repetidas de esos compañeros de trabajo a los que debería seguir viendo hasta que se jubilara, la usura de los contratiempos menores, las llaves que no se encuentran cuando se va a salir, el coche demasiado viejo que no arranca, la espera en la cola del supermercado: ese noventa y nueve por ciento de la vida sobre el que no escribe nadie, decía. El culo del mundo era el centro del mundo. Su educación y su experiencia de niño lo habían incapacitado para aceptar ni la más leve dosis de los azúcares consoladores de la ficción y la palabrería, el romanticismo de los finales positivos y la recompensa del esfuerzo. Era uno de esos judíos americanos acuciados y acuciantes que lo discuten todo, que combinan agotadoramente la cordialidad y la aspereza, el activismo político y si lo consideran oportuno la impertinencia personal. En las historias breves de American Splendor las peripecias de la vida diaria de cualquiera alcanzaban en unas pocas viñetas esa cualidad de las epifanías de lo cotidiano que buscaron Chéjov o Joyce. Uno no sabe qué es más adictivo en ellas, si la repetición o las pequeñas novedades, o el hecho de que los personajes idénticos cambiaran y a la vez fueran los mismos según los artistas que los dibujaban. A la novela gráfica de Harvey Pekar sólo podía ponerle fin su muerte.
American Splendor: Los cómics de Bob y Harvey Pekar y Robert Crumb. Harvey Pekar y Robert Crumb. La Cúpula. 98 páginas. 12 euros. El derrotista (The Quitter). Harvey Pekar y Dean Haspiel. Planeta DeAgostini. 104 páginas. 10,95 euros.
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PRENSA CULTURAL. "Babelia". "El tema de la novela futura", por Javier Gomá Lanzón
"La socialización pendiente ya no es conflictiva, pero sí sobremanera problemática y reclama un género literario que le sea propio".- STEPHEN SWINTEK / GETTY IMAGES ("El País")
En Babelia, suplemento cultural de "El País":
El tema de la novela futura
JAVIER GOMÁ LANZÓN 24/07/2010
¿Por qué elegir hoy ser civilizado pudiendo permanecer en la barbarie? He aquí un gran asunto novelesco
Por qué decimos que la novela nace con Cervantes si siglos antes abundaron las novelas griegas, romanas y bizantinas? El mismo Cervantes escribe en el prólogo al Persiles que con su obra "se atreve a competir con Heliodoro", a quien toma como modelo inspirador. El resultado de esa emulación de grave estilo de un autor helenístico hoy olvidado fue una novela algo tediosa, mientras que cuando Cervantes dio suelta a su ingenio, desinhibido ante un asunto de intención relajadamente humorística, concibió El Quijote e inventó un género literario en verdad nuevo. ¿En qué sentido nuevo? Ya los tratadistas del Renacimiento se sentían perplejos ante la novela y no sabían a qué categoría adscribir un género que Aristóteles no había tenido en cuenta en su Poética. Pero si decimos que la novela moderna nace con Cervantes se debe a otras razones, que tienen que ver con su aptitud para dar forma y expresión a determinado estadio del espíritu europeo.
La premodernidad es aquella etapa de la historia de la cultura que interpreta la realidad como un cosmos, un todo ordenado y perfecto. El hombre es, en el mejor de los casos, el rey o el centro del cosmos, pero siempre una parte de él. El arte, durante esta larga etapa cultural, imita la perfección antecedente del cosmos, la celebra, le dedica himnos. El arte premoderno es, en última esencia, celebratorio y su modo natural de expresión se halla en el verso. Entonces sucedió, en ese hiato fundamental de la cultura que se sitúa entre el siglo XVIII y el XIX, que el hombre empezó a tomar conciencia de sí y se constituyó él mismo en un todo, ya no más parte, ni siquiera parte privilegiada del todo cósmico o social: en ese momento tuvo lugar el alumbramiento de la subjetividad moderna. Y ese nuevo todo que es el yo subjetivo no se deja asimilar como antes a la colectividad social, no admite su antigua función de tesela de un mosaico que le trasciende porque él mismo es una totalidad más profunda, más significativa, más plena. El conflicto es inevitable: porque la sociedad reclama del individuo con poderosas armas su integración, su participación en las cargas civilizatorias comunes, su contribución a las necesidades de rendimiento social (el oficio y la casa: la producción y la reproducción), pero el individuo autoconsciente se resiste, recela de dar un paso que percibe como una alienación de su universo privado, siente el extrañamiento de un mundo que no es el suyo y que amenaza con anularlo, y vierte toda su alma en el cultivo amoroso de su intimidad recién ocupada, aun a riesgo de recibir la sanción condenatoria de la sociedad, que le hostiliza, le anatemiza y a veces le aplasta hasta morir. No más himnos de celebración: la prosa de este conflicto -narrado en registro trágico, dramático, cómico o grotesco- demandaba un género literario de nueva planta, un guante a medida que calzarse la estrenada subjetividad: ésta es la esencia de la novela moderna, desde El Quijote de Cervantes a Doktor Faustus de Thomas Mann, así como su tema permanente, con mil variaciones.
La novela se pone del lado del afligido individuo, no de la represora sociedad, pero hubo un intento histórico de buscar la conciliación entre las partes: me refiero a las Bildungsroman, las novelas de educación que, conscientes de lo invivible de la escisión abierta, narran, de forma ejemplarizante, la lenta maduración sentimental del héroe que conduce a la postre, tras muchas experiencias formativas y enjundiosas peripecias, a su gozosa conformidad con el desempeño de un oficio productivo y con la institución matrimonial, es decir, a su condición de ciudadano. Pero, aunque literariamente algunas de ellas apreciables, en su loable ambición de armonizar los dos mundos fracasan sin remedio: así, Wilhelm Meister, de Goethe; Verano tardío, de Sifter; Enrique el Verde, de Keller, entre otras que suelen citarse, cuyas propuestas de conciliación simplemente no son creíbles por muchas razones. La única excepción quizá sea, acaso sin pretenderlo, Jane Austen, quien escribe novelas en las que se produce la maravilla de una tensión felizmente resuelta y de unos personajes que, sin dejar de ser modernos, son también civilizados, miembros inteligentes de su refinada comunidad.
Y ahora ¿qué? Porque lo cierto es que el antiguo conflicto ha cesado. Hubo un tiempo en que el individuo vindicó sus libertades frente a las opresiones tradicionales y el arte noveló con puntualidad esa heroica riña. Pero ahora ya no: nuestra libertad ya no es conflictiva, sino pacífica, pues vivimos en una cultura no represora, en la que las coacciones colectivas han sido deslegitimadas, sus torvas genealogías desenmascaradas, sus pretensiones de validez convenientemente "deconstruidas". El conflicto por la liberación subjetiva ya no es nuestro tema, sino que lo es la indolencia que el hombre liberado arrastra lánguidamente por falta de motivaciones, entregado al consumo de mercancías y de afectos mientras nada en el mundo le induce a ser ciudadano, y entretanto vive en sociedad sin estar socializado. La novela moderna ha perdido el argumento originario, pero la orfandad temática no ha de durar porque otra tarea se impone: narrar el camino biográfico que lleva de las profundidades insondables del yo a la aceptación voluntaria de las cargas civilizatorias. ¿Por qué elegir hoy ser civilizado pudiendo permanecer en la barbarie? He aquí un gran asunto novelesco. La socialización pendiente ya no es conflictiva, pero sí sobremanera problemática, y reclama un género literario que le sea propio. Si en su día fracasó en aquella conciliación imposible la antigua Bildungsroman -en España ni siquiera existió como tal-, acaso ahora este género adquiera nueva actualidad aplicado al viaje formativo, salpicado de aventuras, que parte de la subjetividad inflacionaria hacia la terra incognita de la ciudadanía.
Sea, pues, nuestro lema: menos novela conflictiva de liberación y más novela problemática de socialización.
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POESÍA. "Francesca", de Ezra Pound (1885-1972)
Ezra Pound
Versión: Agustina Jojärt
Saliste de la noche
Y había flores en tus manos,
Ahora saldrás de una muchedumbre,
De una confusión de habladurías sobre ti.
Yo que he sabido verte entre las cosas esenciales
Me enojé cuando pronunciaron tu nombre
En lugares comunes.
Quisiera que las frías olas fluyeran sobre mi mente,
Y que el mundo se secara como una hoja muerta,
O como una semilla de diente de león que fuera arrasada,
Así tal vez pueda hallarte de nuevo,
Sola.
Francesca
You came in out of the night
And there were flowers in your hands,
Now you will come out of a confusion of people,
Out of a turmoil of speech about you.
I who have seen you amid the primal things
Was angry when they spoke your name
In ordinary places.
I would that the cool waves might flow over my mind,
And that the world should dry as a dead leaf,
Or as a dandelion seed-pod and be swept away,
So that I might find you again,
Alone.
Fuente.
PRENSA CULTURAL. "Babelia". "Ezra Pound: santo laico, poeta loco", por Manuel Vicent
Ezra Pound
En "Babelia", suplemento cultural de "El País".Ezra Pound: santo laico, poeta loco
MANUEL VICENT 24/07/2010
El escritor demostró desde el principio que su audacia literaria no tenía límites. Y su alma, entre el egocentrismo legendario y la generosidad sin límites, tuvo siempre dos vertientes: una le llevaba a la santidad; otra, a cometer cualquier bajeza
La mezcla de un santo laico y de un poeta loco da como resultado un profeta. Hubo uno que se llamó Ezra Pound. Nació por casualidad el 30 de octubre de 1885 en el poblado perdido de Hailey, en Idaho, profundo Oeste de Norteamérica, donde su padre fue a inspeccionar una mina de oro de su propiedad, pero a los seis meses lo devolvieron a Nueva York y allí paseó la adolescencia como un perro urbano sin collar ni gloria alguna. Se licenció en lenguas románicas por la Universidad de Pensilvania. Fue maestro de escuela, recusado muy pronto por raro. Tuvo una primera novia, Mary Moore, que un día le preguntó por su casa. Ezra contestó que su casa era solo su mochila y cargó con ella. Cuando su madre, Isabel Weston, abandonada por el marido, se recluyó en un asilo, el poeta, con 20 años, cogió los bártulos y se fue a Inglaterra en busca de los escritores y otros colegas que admiraba, Joyce, D. H. Lawrence, Eliot, Yeats, y compartió con ellos la admiración con la emulación, alimentado solo con patatas. Desde el principio demostró que su audacia literaria carecía de límites. Yeats le entregó unos poemas para que los mandara a la revista Poetry de Chicago y el joven discípulo se permitió corregirle algunos versos de propia mano antes de ponerlos en el correo. Después del ataque de cólera, Yeats admitió que las correcciones habían mejorado el original y añadió: "Ezra tiene una naturaleza áspera y testaruda, y siempre está hiriendo los sentimientos de las personas, pero creo que es un genio".
Parece que este zumbado vino al mundo, como los fieros catequistas, con el único propósito de hacer cambiar de opinión o de convencer de algo inútil a cuantos le rodeaban, siempre y en cualquier lugar, un empeño que estuvo a punto de llevarle ante el pelotón de fusilamiento. Fue uno de esos tipos que luchan denodadamente a lo largo de la vida para alcanzar el propio fracaso y no cesan de combatir hasta conseguirlo. Ezra Pound inició su aventura literaria en Londres, la siguió en el París de entreguerras, luego en Rapallo, después en el manicomio penitenciario de St. Isabel en Washington, donde estuvo condenado 12 años por traición a la patria, y finalmente entregó su alma atormentada en Venecia el 1 de noviembre de 1972.
La primera regla era hacerse notar, bien por la suprema actitud de desvivirse siempre por sus colegas, bien por cometer cualquier excentricidad que le hiciera visible en todo momento, entre aristócratas y bohemios. Durante un banquete en Londres en homenaje a D. H. Lawrence, sintió que Yeats estaba acaparando toda la atención. Para contrarrestar esta pequeña gloria, a la hora de los postres Ezra Pound se comió un tulipán rojo del ramo que adornaba la mesa y viendo que no era suficiente con uno se comió otro más y no cesó de comer flores hasta reclamar todas las miradas. Total para nada, pero al final en aquel banquete levantó una buena pieza, la que sería su mujer, Dorothy, hija de la aristócrata Olivia Shakespear, amante de Yeats.
Se consideraba un hombre reducido a fragmentos e imaginaba el universo como un poema roto. Para recomponerlo lo reducía todo a poesía, su propia vida, las noticias de los periódicos, los datos de la economía, los episodios de la Biblia, las cotizaciones de Wall Street, los partes meteorológicos, la filosofía de Lao Tse, el carro de la basura, la gloria de los griegos y todos los desechos de la historia. Metabolizaba textos ajenos, aspiraba el detritus que el ganado humano iba dejando a su paso y convertía cada mínimo excremento en una punta de diamante, como si recogiera todo el material que había quedado fuera de la Divina Comedia para someterlo a ritmo interno y forma libre.
Pero en medio de esta elevada vorágine del espíritu tuvo una bajada. Un día se hartó de ser pobre y volvió a Nueva York tentado por el dinero crudo. A medias con un socio tostado como él emprendió un negocio de medicamentos antisifilíticos para vendérselos a los ricachones de África. La ruina le llevó de nuevo a la poesía y esta al París del Barrio Latino, años veinte, y allí formó parte de la 'Generación Perdida' en torno a la gallina clueca de Gertrude Stein y de la celeste librera Sylvia Beach, junto con Dos Passos, Scott Fitzgerald y la recua de pintores de Montparnasse. Aunque Hemingway había dicho que Ezra tenía ojos de violador fracasado, luego en 1925 escribió: "Pound, el gran poeta, dedica una quinta parte de su tiempo a su poesía y emplea el resto en tratar de mejorar la suerte de sus amigos. Los defiende cuando son atacados, hace que las revistas publiquen obras suyas y los saca de la cárcel. Les presta dinero. Vende sus cuadros. Les organiza conciertos. Escribe artículos sobre ellos. Les presenta a mujeres ricas. Hace que los editores acepten sus libros. Los acompaña toda la noche cuando aseguran que se están muriendo y firma como testigo sus testamentos. Les adelanta los gastos del hospital y los disuade de suicidarse. Y al final algunos de ellos se contienen para no acuchillarse a la primera oportunidad". De hecho Pound reunió el dinero que permitió a Joyce terminar el Ulises, aunque luego no pudiera soportar la fama que estaba acaparando el libro. Antes ya le había ayudado a publicar Retrato del artista adolescente por capítulos en la revista americana The Egoist.
Entre su egocentrismo legendario y la generosidad sin límites, el alma de Ezra Pound tuvo siempre dos vertientes: una le llevaba a la santidad; otra, a cometer cualquier bajeza. De la misma forma que no encontraba barrera alguna entre la prosa y el verso, tampoco distinguió el judaísmo de la usura y la estética fascista de la redención de la especie humana. Un día le dio por la economía y la política y la emprendió con ellas como un filósofo individualista, esteta desesperado, socialista aristocrático y anticapitalista. Había asistido a la marcha de Mussolini sobre Roma. Comenzó a clamar contra los que se lucraban con el trabajo ajeno, y su propia exaltación poética le llevó a atacar la plusvalía y los préstamos usureros que practicaban los judíos. De pronto, en 1939 se encontró ante un micrófono en Italia transmitiendo por Radio Roma alegatos fascistas contra su propio país, primero bajo su firma, luego con soflamas anónimas. Cuando el Ejército norteamericano invadió Italia, el poeta fue apresado y primero lo exhibieron públicamente en una jaula como a un mono durante varias semanas en Pisa. Después lo llevaron a Washington para ser juzgado como traidor a la patria. Los amigos le echaron una mano. Se prestaron a testificar que ya era un demente en Londres y en París. El juez asumió estos testimonios en su veredicto y lo salvó de morir fusilado a cambio de pasar 12 años encerrado en un manicomio. Y al final de esta condena un juez llamado Bolitha J. Laws, en 1958, lo volvió a declarar loco, pero inofensivo, y lo dejó en libertad, con la barba ya florida de ceniza. Y entonces Pound anunció: "Cualquier hombre que soporte vivir en Estados Unidos está loco" y se fue a Italia. Murió en Venecia a los 87 años en brazos de su hija. Poco antes se paseaba por el jardín entonando sus excelsos cantares rotos e inconexos como si aún estuviera exhibido en público como un mono en la jaula. En realidad solo fue un incendiario que trató de quemar el mundo con sus versos.
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Vicent Manuel
PRENSA CULTURAL. "Babelia". "De cuando la literatura era peligrosa", por Horacio Castellanos Moya (Tegucigalpa, Honduras, 1957)
Horacio Castellanos Moya
En Babelia, suplemento cultural de "El País":
De cuando la literatura era peligrosa
Horacio Castellanos Moya 02/08/2008
En El Salvador de los años setenta la cultura era perseguida por los militares. Esa atmósfera fue crucial para una generación de lectores que debieron buscarse la vida. En ese ambiente hostil, Horacio Castellanos Moya descubrió a uno de los autores latinoamericanos dignos de conocer: Haroldo Conti
Me pregunto hasta dónde la atmósfera cultural en la que un joven decide hacerse escritor influye para siempre en su visión del oficio y de la literatura. Me lo pregunto porque recordar aquel ambiente que vivimos en San Salvador quienes nos asumimos como escritores en los años 1975-1979 aún me resulta estimulante, aunque a muchos lectores seguramente les parecerá más ficción que realidad. Y me lo pregunto en especial en estos momentos en que la obra de Haroldo Conti, un escritor determinante para nosotros en aquella época, está siendo reeditada y revalorada tanto en España como en Latinoamérica.
San Salvador era entonces una ciudad ajena a los circuitos culturales de las grandes urbes latinoamericanas como Buenos Aires, México y La Habana. No había una sola revista cultural, ni un suplemento literario, ni una editorial dedicada seriamente a la literatura. Más de 45 años consecutivos de gobiernos militares habían creado una atmósfera asfixiante en la que la disensión, la expresión de una sensibilidad social o la exigencia de justicia eran consideradas "subversión comunista".
No había estímulo alguno para asumir el oficio de la escritura literaria en tales circunstancias. Tratar de convertirse en escritor era un sinsentido o expresión de una voluntad de rebeldía que conduciría a la acción política o una mala estrella a secas.
Cuando yo comencé a estudiar Letras en la Universidad de El Salvador en 1976, ésta parecía más un campo de concentración que un campus universitario. Penetrar en sus instalaciones era un desafío: pelotones de guardias armados, apostados a la entrada del recinto, exigían la credencial estudiantil y cacheaban a todo aquel que quería ingresar. Esos mismos guardias -a quienes llamábamos "los verdes", por sus uniformes- recorrían los pasillos, escopeta en mano, y se detenían en el umbral de las aulas, a media clase, amenazantes. Alambradas dividían las distintas facultades y, si uno quería ir de una a otra, había que cruzar un puesto de chequeo.
Tal atmósfera llegaba al absurdo: los profesores no podían escribir la palabra "marxismo" en sus programas de estudio y apenas la pronunciaban con sigilo en clase. Así, el libro Estética y marxismo de Adolfo Sánchez Vásquez, en mi programa de Historia del Arte se titulaba nada más Estética...
Pero el control militar de la sociedad sólo cubría una olla de presión. En la misma Universidad la conspiración bullía subterránea y varios profesores no se dejaban doblegar por el miedo. Uno de ellos fundó una pequeña librería a la que llamó Neruda. No sé por qué recovecos del destino, o del mercado, pronto comenzó a importar libros argentinos: bellos tomos de Librería Fausto, de Fabril, de Siglo XX y de Sudamericana llenaban sus estanterías. Gracias a él nos iniciamos en la lectura de la mejor literatura contemporánea, ávidos de contactar con el mundo desde aquel hoyo infame. Ahí compré Sudeste, la primera novela de Conti, en la edición original de Fabril; y me parece que ahí también conseguí la primera edición de su segunda novela, Alrededor de la jaula, publicada por la Universidad Veracruzana. La librería Neruda no iba a durar mucho: los militares la dinamitaron en 1979, si mal no recuerdo. A su dueño, aquel silencioso y tranquilo profesor de Letras, pálido y de ojos rasgados, un comando del ejército lo asesinó el último día de octubre de 1984, cuando salía de su casa para llevar a su hija a la escuela. Su nombre era Reynaldo Echeverría.
Estoy seguro de que la edición de Casa de las Américas de Mascaró el cazador americano que llegó a manos de nuestro grupo de jóvenes poetas, allá por 1977, no la importó la librería Neruda, ya que no había forma de hacer negocios entre San Salvador y La Habana. Seguramente alguien la metió subrepticiamente desde Costa Rica. ¿Por qué nos conmovió tanto leer esta novela de Conti (entonces ya un escritor "desaparecido" por los militares argentinos)? ¿De qué manera esta historia de un pobre circo ambulante transformó nuestras vidas? Resulta que entonces nosotros editábamos una efímera y artesanal revista literaria y acabábamos de leer Mascaró cuando, como en un acto de prestidigitación, un joven filósofo convertido en organizador de redes clandestinas entre los sindicatos llegó a ofrecernos un artículo precisamente sobre los artistas circenses. Y así como el circo del príncipe Patagón liberaba la energía creativa de los espectadores en los perdidos pueblos de la Pampa para que luego Mascaró organizara su reclutamiento, el libro de Conti había liberado nuestras energías, al mostrarnos que todo gran arte es en esencia subversivo, para que entendiéramos que la vida no estaba en otra parte sino ante nuestras propias narices, donde la guerra se fraguaba a plomo y sangre. La identificación fue tal que un poeta de nuestro grupo, Miguel Huezo Mixco, se fue a la guerra los siguientes diez años bajo el seudónimo de Haroldo, en homenaje a Conti, claro está, aunque también acicateado por el ejemplo de otros poetas combatientes, como Ungaretti, Cendrars o Char.
Por supuesto que la obra de Conti es mucho más que un llamado a la dignidad y a la valentía. Yo, por ejemplo, desde entonces me he quedado buscando uno de sus textos, incluido en una antología del cuento ocultista, publicada en Buenos Aires, en el que narra las vicisitudes de un hombre atormentado por sus demonios que va en busca de un maestro a la montaña. Esa antología la quemó mi madre en 1980, junto a la mayoría de mis libros que dejé en su casa, ante un inminente cateo del ejército. No recuerdo la editorial ni el título del cuento. Desde entonces lo he buscado en antologías e índices bibliográficos, pero el cuento permanece tan oculto como los restos de su autor.
Horacio Castellanos Moya, escritor salvadoreño nacido en 1957, es autor de ocho novelas, entre ellas, Desmoronamiento y El asco (Tusquets).
En Babelia, suplemento cultural de "El País":
De cuando la literatura era peligrosa
Horacio Castellanos Moya 02/08/2008
En El Salvador de los años setenta la cultura era perseguida por los militares. Esa atmósfera fue crucial para una generación de lectores que debieron buscarse la vida. En ese ambiente hostil, Horacio Castellanos Moya descubrió a uno de los autores latinoamericanos dignos de conocer: Haroldo Conti
Me pregunto hasta dónde la atmósfera cultural en la que un joven decide hacerse escritor influye para siempre en su visión del oficio y de la literatura. Me lo pregunto porque recordar aquel ambiente que vivimos en San Salvador quienes nos asumimos como escritores en los años 1975-1979 aún me resulta estimulante, aunque a muchos lectores seguramente les parecerá más ficción que realidad. Y me lo pregunto en especial en estos momentos en que la obra de Haroldo Conti, un escritor determinante para nosotros en aquella época, está siendo reeditada y revalorada tanto en España como en Latinoamérica.
San Salvador era entonces una ciudad ajena a los circuitos culturales de las grandes urbes latinoamericanas como Buenos Aires, México y La Habana. No había una sola revista cultural, ni un suplemento literario, ni una editorial dedicada seriamente a la literatura. Más de 45 años consecutivos de gobiernos militares habían creado una atmósfera asfixiante en la que la disensión, la expresión de una sensibilidad social o la exigencia de justicia eran consideradas "subversión comunista".
No había estímulo alguno para asumir el oficio de la escritura literaria en tales circunstancias. Tratar de convertirse en escritor era un sinsentido o expresión de una voluntad de rebeldía que conduciría a la acción política o una mala estrella a secas.
Cuando yo comencé a estudiar Letras en la Universidad de El Salvador en 1976, ésta parecía más un campo de concentración que un campus universitario. Penetrar en sus instalaciones era un desafío: pelotones de guardias armados, apostados a la entrada del recinto, exigían la credencial estudiantil y cacheaban a todo aquel que quería ingresar. Esos mismos guardias -a quienes llamábamos "los verdes", por sus uniformes- recorrían los pasillos, escopeta en mano, y se detenían en el umbral de las aulas, a media clase, amenazantes. Alambradas dividían las distintas facultades y, si uno quería ir de una a otra, había que cruzar un puesto de chequeo.
Tal atmósfera llegaba al absurdo: los profesores no podían escribir la palabra "marxismo" en sus programas de estudio y apenas la pronunciaban con sigilo en clase. Así, el libro Estética y marxismo de Adolfo Sánchez Vásquez, en mi programa de Historia del Arte se titulaba nada más Estética...
Pero el control militar de la sociedad sólo cubría una olla de presión. En la misma Universidad la conspiración bullía subterránea y varios profesores no se dejaban doblegar por el miedo. Uno de ellos fundó una pequeña librería a la que llamó Neruda. No sé por qué recovecos del destino, o del mercado, pronto comenzó a importar libros argentinos: bellos tomos de Librería Fausto, de Fabril, de Siglo XX y de Sudamericana llenaban sus estanterías. Gracias a él nos iniciamos en la lectura de la mejor literatura contemporánea, ávidos de contactar con el mundo desde aquel hoyo infame. Ahí compré Sudeste, la primera novela de Conti, en la edición original de Fabril; y me parece que ahí también conseguí la primera edición de su segunda novela, Alrededor de la jaula, publicada por la Universidad Veracruzana. La librería Neruda no iba a durar mucho: los militares la dinamitaron en 1979, si mal no recuerdo. A su dueño, aquel silencioso y tranquilo profesor de Letras, pálido y de ojos rasgados, un comando del ejército lo asesinó el último día de octubre de 1984, cuando salía de su casa para llevar a su hija a la escuela. Su nombre era Reynaldo Echeverría.
Estoy seguro de que la edición de Casa de las Américas de Mascaró el cazador americano que llegó a manos de nuestro grupo de jóvenes poetas, allá por 1977, no la importó la librería Neruda, ya que no había forma de hacer negocios entre San Salvador y La Habana. Seguramente alguien la metió subrepticiamente desde Costa Rica. ¿Por qué nos conmovió tanto leer esta novela de Conti (entonces ya un escritor "desaparecido" por los militares argentinos)? ¿De qué manera esta historia de un pobre circo ambulante transformó nuestras vidas? Resulta que entonces nosotros editábamos una efímera y artesanal revista literaria y acabábamos de leer Mascaró cuando, como en un acto de prestidigitación, un joven filósofo convertido en organizador de redes clandestinas entre los sindicatos llegó a ofrecernos un artículo precisamente sobre los artistas circenses. Y así como el circo del príncipe Patagón liberaba la energía creativa de los espectadores en los perdidos pueblos de la Pampa para que luego Mascaró organizara su reclutamiento, el libro de Conti había liberado nuestras energías, al mostrarnos que todo gran arte es en esencia subversivo, para que entendiéramos que la vida no estaba en otra parte sino ante nuestras propias narices, donde la guerra se fraguaba a plomo y sangre. La identificación fue tal que un poeta de nuestro grupo, Miguel Huezo Mixco, se fue a la guerra los siguientes diez años bajo el seudónimo de Haroldo, en homenaje a Conti, claro está, aunque también acicateado por el ejemplo de otros poetas combatientes, como Ungaretti, Cendrars o Char.
Por supuesto que la obra de Conti es mucho más que un llamado a la dignidad y a la valentía. Yo, por ejemplo, desde entonces me he quedado buscando uno de sus textos, incluido en una antología del cuento ocultista, publicada en Buenos Aires, en el que narra las vicisitudes de un hombre atormentado por sus demonios que va en busca de un maestro a la montaña. Esa antología la quemó mi madre en 1980, junto a la mayoría de mis libros que dejé en su casa, ante un inminente cateo del ejército. No recuerdo la editorial ni el título del cuento. Desde entonces lo he buscado en antologías e índices bibliográficos, pero el cuento permanece tan oculto como los restos de su autor.
Horacio Castellanos Moya, escritor salvadoreño nacido en 1957, es autor de ocho novelas, entre ellas, Desmoronamiento y El asco (Tusquets).
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CUENTO. "Los novios", de Haroldo Conti (Argentina, 1925-1976)
Haroldo Conti
Los Novios
El tío Hipólito llegó a las cinco, como siempre.
Todavía hacía un poco de calor pero oscurecía más temprano. Además la luz era distinta, como si todas las cosas, aun las sombras, fuesen de la misma sustancia.
María trajo los sillones de mimbre y los arrimó a la pared. Hipólito la saludó con un gesto distraído mientras se hurgaba en los bolsillos.
Hacía tiempo que estaban por asfaltar aquella calle. El Expreso del Oeste se tenía que desviar una punta de cuadras precisamente por aquella calle. Pero pensándolo bien, ahora, con esa luz, era preferible que quedara así.
Hipólito extrajo un caramelo con forma de bastoncito, se inclinó sobre la cabecita morena que aguardaba en silencio y preguntó: "¿Qué dice mi muñeca?". Luego se sentó en el sillón al lado del zaguán y encendió un Caburito.
Del otro lado de la calle los árboles parecían haber envejecido. Estaban cubiertos de polvo y de una luz melancólica. Hipólito los había contado alguna vez y hasta había comenzado a ponerles nombres porque se parecían a las personas. A veces estaban tristes, a veces estaban alegres. Cambiaban de ropaje, cambiaban de humor, y un día morían como el plátano de la esquina que la primavera anterior no había florecido.
La señorita Adela apareció en la puerta e Hipólito se levantó de un salto, con el Caburito en la mano.
-¿Qué tal? ¿Cómo está usted?
-Mejor -dijo la señorita Adela con una voz algo frágil pero alegre.
Mientras se sentaban él pensó por qué habría dicho "mejor" y no simplemente "bien", pero se alegró de todas maneras.
Después hablaron del tiempo.
-Parecen las seis, ¿se ha fijado usted?
-Sí, es verdad.
-Sin embargo apenas son las cinco.
-Acabo de verlo. Las cinco.
Seguramente lo había visto en aquel notable reloj embutido en el campanario de un cuadro de la Chiesa di S. Magno a Legnano, en el comedor. El viejo era de Legnano, en la Lombardía, según se lo había oído mil veces.
Para ser exactos eran las cinco y cuarto, pero hablando así del tiempo no debían tomarse en cuenta los cuartos y apenas las medias.
A Hipólito le gustaba hablar del tiempo, lo mismo que a su padre. En realidad, era todo lo que recordaba del viejo. Ahí estaba en su recuerdo hablando las horas enteras en el Círculo Italiano o en el bar Alsina. La verdad que era un tema inmenso. Se recordaban cosas, se auguraban cosas y uno se volvía cosa y tiempo también.
Volvió a encender el Caburito que se había apagado.
Según Hipólito, aquel otoño más que el recuerdo del verano, como sucedía casi siempre, resultaba un verdadero anticipo del invierno. No había sucedido como otros años, ese lento despliegue de signos y anuncios, sino que, de un día para otro, la luz se había empañado y el cielo parecía increíblemente lejano.
A propósito del tiempo se habló luego de las flores de marzo.
La señorita Adela se volvió un poco de costado, cruzó las manos, aquellas largas manos que se movían como mariposas de cera, y mencionó las caléndulas y las siemprevivas.
Hipólito, por su parte, habló con cierta erudición de las azucenas blancas y por supuesto de la violeta, que es emblema de la modestia. Bajo vidrio: tulipanes, espuela de caballero y ciclamen.
-También el ciclamen.
-El ciclamen, eso es. Mi madre decía ciclamino.
-¿Ciclamino? ¡Qué gracioso! Es la primera vez que lo oigo.
-Ciclamen o ciclamino -dijo Hipólito distraídamente.
Pasó un grupo de muchachos con hondas y tramperas para gorriones. Trotaban por el medio de la calle en dirección de la usina.
Luego pasó la señora Amelia con el tul y el rosario en las manos. A veces se detenía a hablar de enfermedades o de la fiesta de San Isidro. Pero esta vez pasó y saludó simplemente.
Todavía estaban hablando del tiempo cuando apareció el camión de riego en la punta de la calle. Hipólito se removió en el sillón y miró la hora. Pareció que iba a decir algo divertido como lo del ciclamino, pero no dijo nada.
Era un camión rojo con un águila de bronce en la tapa del radiador. Hipólito se sentía bien sólo con verlo. Primero echaba el chorro hacia un lado y después hacia el otro y recién un par de metros más allá echaba dos chorros a la vez, uno para cada lado.
El camión aparecía en la punta de la calle cuando la luz trazaba una especie de visera sobre la vereda de los plátanos y se detenía un rato como para tomar aliento. Luego comenzaba a andar a los tumbos, igual que el viejo Nardi. Tal vez ahí estaba lo gracioso.
Cuando pasó frente a ellos detuvo el chorro de la izquierda y una mano salió y entró por la ventanilla. Entonces la pequeña echó a correr junto al camión y las voces y los ruidos se alejaron hacia el otro extremo de la calle como si aquellos blandos chorros de agua fueran borrando la tarde.
-Está refrescando, ¿lo nota usted?
-Sí -dijo la señorita Adela-, pero todavía queda buen tiempo.
-No sé esta vez -dijo él.
Y trató de pensar en el otoño anterior, aunque no estaba seguro de que fuese el anterior sino un otoño cualquiera.
Algunas tardes después Hipólito habló de la casa. No era un tema nuevo pero siempre que hablaba de la casa la señorita Adela parecía más animada.
Las copas de los árboles ardían en silencio pero la luz en la calle de tierra era cada vez más débil, un polvillo de miel.
Hipólito describió en primer lugar el pequeño jardín frente a la casa con los dos pinos como dos centinelas. La señorita Adela encontraba algo extraño que hubiese justamente dos pinos en un jardín tan pequeño pero con el tiempo le pareció una señal de distinción. Nada de canteros retorcidos, ni calas, ni plantas minúsculas que daban una impresión de desaliño y vejez. Después venía la puerta, que para la señorita se abría y se cerraba por sí misma en silencio, y el pasillo de luz penumbrosa y al fondo la cocina.
Hipólito se demoraba siempre en la cocina. Cada vez había un detalle nuevo que no había mencionado o que, por lo menos, había olvidado. Los dormitorios estaban al costado del pasillo y el hall a la entrada, naturalmente, sólo que Hipólito lo mencionaba en último término, después que había pasado el camión de riego, tal vez para que quedara la impresión de que recién entraban en la casa y no de que estaban a punto de salir.
-No será una casa notable -resumía invariablemente- pero creo que es una casa adecuada. Y la señorita Adela asentía con los ojos entornados, aun antes de que comenzara la frase. Esta vez dijo además, después de un silencio:
-Me gustaría que la viese usted... alguna tarde de estas, por ejemplo.
-¡Oh, sí! -exclamó la señorita con un trino.
Y se volvió y miró al tío Hipólito que se había erguido en el asiento y soplaba la punta del Caburito.
Fueron pues una tarde a ver la casa.
Hipólito vino más temprano, aunque parecían las cinco por lo menos, y esperó en la vereda como de costumbre. Esta vez, en lugar de los caramelos, trajo un cartucho de pororó y una manzanita acaramelada. Era la época.
La señorita Adela apareció por fin en la puerta con una sombrilla en la mano aunque ya no era el tiempo de las sombrillas, es decir, el dulce y querido verano, cuando las cinco de la tarde son efectivamente las cinco.
La casa quedaba del otro lado del pueblo, después del molino. De manera que tuvieron que atravesar el pueblo en aquella luz polvorienta del otoño. La señorita Adela marchaba del otro lado de la pared, blanca y leve como una paloma, y parecía más divertida que nunca. Hipólito, en cambio, marchaba digno y compuesto como un notario o algo por el estilo. Un verdadero tío.
El gallego Correa los saludó desde el mostrador de la tienda El Mercurio y el señor Ferrer, con el invariable cigarro en la boca y el chaleco abierto, desde la puerta de El Imparcial. Cada uno en su calle y en su puesto parecía distinto, opinó la señorita Adela. Hipólito, aunque no estaba muy seguro, asintió con la cabeza.
En la esquina de El Vencedor, bebidas y comestibles, tendió una mano a la señorita para ayudarla a saltar desde la acera de ladrillos húmedos y desparejos porque era muy alta. Don Ítalo estaba en la puerta del almacén con el lápiz montado sobre la oreja.
Y había otros vecinos sentados en los sillones de mimbre o en las sillas de paja. Parecían todos contentos pero extrañamente quietos con sus sonrisas en esa hora inmóvil de la tarde.
-¡Vamos! Decídase usted -dijo Hipólito con cautelosa jovialidad.
-¡Qué gracioso! -trinó la señorita.
Y avanzó un pie y saltó.
Desde allí se veían las primeras quintas, el campo pelado y amarillo y al fondo el cielo de un celeste muy pálido. A la derecha, el molino, blanco como un hueso, y a la izquierda, el camino de cemento.
La señorita Adela reconoció la casa por los pinos. Era como ella la había imaginado. No exactamente como Hipólito había dicho, porque con lo que dijo se podían imaginar muchas casas con pinos y todo.
Atravesaron el jardín entre aquellos árboles oscuros y mientras Hipólito buscaba la llave reconoció cada cosa. El tronco firme y ceniciento de los pinos, las copas negras como surtidores de sombras, la cerca de madera y, a través de la cerca, la vereda de ladrillos.
Hipólito dijo a sus espaldas que aquí no era lo mismo porque no pasaba el camión de riego, ni la señora Amelia, ni enfrente estaban los plátanos erguidos como personas. Pero que de todas maneras sería lindo sacar afuera los sillones de mimbre y contemplar el campo pelado que mudaba de color como el mar, aunque nunca había visto el mar, y el camino de cemento y los grandes camiones que iban y venían cargados de ladrillos. Quedaron un rato inmóviles mirando todo aquello y luego entraron.
Flotaba en la casa una luz pegajosa y la voz de la señorita Adela parecía sonar en todos los cuartos a la vez. Hipólito caminaba detrás y decía cosas oportunas un poco inclinado hacia adelante con el sombrero de fieltro en la mano.
En la cocina encontraron todo lo que había dicho y además una claraboya de vidrio armado y una gran mesa de pino. Al fondo había una huertita y la vieja parra de uva chinche que Hipólito había ponderado largamente. Los dormitorios eran recatados y simples y donde más se notaba el silencio, de manera que se justificaba que resultasen imprecisos. El hall, en cambio, parecía lleno de gente, aunque estuviera vacío, y uno pensaba en los amigos y en los días felices. A través de la ventana se veía un pino y una parte de la cerca y el camino de cemento largo y preciso que se juntaba a lo lejos con el cielo. En fin, una casa adecuada, como decía el tío Hipólito. Y posiblemente notable después de un tiempo.
Regresaron en silencio por el mismo camino. Al doblar hacia el molino blanco como un hueso, la señorita Adela se volvió una vez más y miró los pinos. En la esquina de El Vencedor, Hipólito saltó primero y le tendió la mano. Saludaron a la misma gente en los mismos sitios.
Cuando llegaron a la calle de tierra apenas quedaba un mechón de tarde en las puntas de los plátanos. El camión de riego ya había pasado y por eso la calle parecía más oscura. La señorita Adela permaneció un rato en la puerta, junto a los sillones vacíos. Los chicos volvían trotando de la usina. Hipólito miró la hora y comparó los días y estuvo a punto de hablar del tiempo. Pero ya eran las siete de la tarde, es decir, la noche.
La señorita Adela murió ese invierno.
Una tarde Hipólito esperó largo rato junto al sillón vacío. Pasó el camión de riego y la señorita no había salido.
Otra vez estuvo de paso, como quien dice, con un ramo de crisantemos, que era la flor del tiempo.
Y otra tarde cualquiera murió la señorita.
Vinieron unos parientes de Buenos Aires y otros de Rosario. Los hombres se abrazaban y se besaban brevemente y se hacían todos las mismas preguntas en voz baja. Cuando se reconocían parecía que iban a decirse grandes e interminables cosas. Pero pronto quedaban en silencio con las manos en los bolsillos y se hamacaban en puntas de pie o miraban el reloj mientras sus mujeres rezaban el rosario.
Después del anís se animaron un poco y comenzaron a hablar de cosas que recordaban a medias. Hipólito sonreía gravemente y completaba el recuerdo, nombres y sitios y sucesos de aquel pueblo, un poco sorprendido él mismo de que recordase tanta vieja historia.
Llegó el cura y sirvieron otra copita más. Entonces se animaron por completo y ahora recordaban nada más que cosas alegres. Por último llegó el plomero e Hipólito alejó a las mujeres, entornó la puerta y sostuvo las barritas de plomo.
La luz de los cirios era una luz amarilla como la del otoño y la lámpara de soldar zumbaba como el camión de riego.
Ahora veía el rostro de la señorita Adela a través de un óvalo de vidrio un poco empañado. Parecía realmente de cera y tenía aquel gesto en los labios la vez que hablaron del ciclamen o ciclamino.
La calle nunca había estado tan animada. De este lado las mujeres, negras y llorosas contra la pared de ladrillo. María y la cabecita morena en el rincón de los sillones. La señora Amelia con el rosario al frente. En el medio la negra hilera de coches con los caballos erguidos y brillantes. Del otro lado los vecinos y los curiosos, los chicos de los gorriones y por supuesto los plátanos. Hubo un instante de inmovilidad y luego el cortejo se puso en marcha con un lento girar de ruedas. Hipólito iba en el segundo coche con otros tres señores que en cada cuadra recordaban un nombre o reconocían una casa. Cuando pasaban frente a El Vencedor el señor de la derecha preguntó por el viejo Nardi. Hipólito habló del viejo Nardi mientras pensaba en otra cosa a propósito de aquella esquina. Apareció el molino y hablaron del viejo molino. Después trotaron sobre la ruta de cemento y se cruzaron con los camiones mientras a lo lejos giraban lentamente los dos pinos con la casa en el medio.El señor de la izquierda preguntó a dónde iba ese camino. "A Irala", dijo Hipólito, aunque no estaba seguro si era a Irala o a Inés Indart o a cualquier otra parte porque jamás había pasado del cementerio.
A la izquierda aparecieron los primeros hornos de ladrillo. El humo trepaba derechamente hacia lo alto, señal de buen tiempo.
También por la izquierda, detrás de las columnas de humo, apareció por fin el largo murallón del cementerio y entonces los hombres callaron.
Los parientes se marcharon esa misma tarde. Se despedían de Hipólito como si éste no debiera marcharse también. Todos decían cosas amables pero imprecisas antes de partir.
La señora Amelia ayudó a acomodar las sillas y se fue a la hora de las campanas.
Entonces el tío Hipólito salió a la puerta y se quedó un rato mirando los plátanos. La calle estaba otra vez en silencio.
Ahora oscurecía a las seis y media y el verano parecía más lejos que nunca. En realidad, parecía que nunca hubiese existido el verano.
Los Novios
El tío Hipólito llegó a las cinco, como siempre.
Todavía hacía un poco de calor pero oscurecía más temprano. Además la luz era distinta, como si todas las cosas, aun las sombras, fuesen de la misma sustancia.
María trajo los sillones de mimbre y los arrimó a la pared. Hipólito la saludó con un gesto distraído mientras se hurgaba en los bolsillos.
Hacía tiempo que estaban por asfaltar aquella calle. El Expreso del Oeste se tenía que desviar una punta de cuadras precisamente por aquella calle. Pero pensándolo bien, ahora, con esa luz, era preferible que quedara así.
Hipólito extrajo un caramelo con forma de bastoncito, se inclinó sobre la cabecita morena que aguardaba en silencio y preguntó: "¿Qué dice mi muñeca?". Luego se sentó en el sillón al lado del zaguán y encendió un Caburito.
Del otro lado de la calle los árboles parecían haber envejecido. Estaban cubiertos de polvo y de una luz melancólica. Hipólito los había contado alguna vez y hasta había comenzado a ponerles nombres porque se parecían a las personas. A veces estaban tristes, a veces estaban alegres. Cambiaban de ropaje, cambiaban de humor, y un día morían como el plátano de la esquina que la primavera anterior no había florecido.
La señorita Adela apareció en la puerta e Hipólito se levantó de un salto, con el Caburito en la mano.
-¿Qué tal? ¿Cómo está usted?
-Mejor -dijo la señorita Adela con una voz algo frágil pero alegre.
Mientras se sentaban él pensó por qué habría dicho "mejor" y no simplemente "bien", pero se alegró de todas maneras.
Después hablaron del tiempo.
-Parecen las seis, ¿se ha fijado usted?
-Sí, es verdad.
-Sin embargo apenas son las cinco.
-Acabo de verlo. Las cinco.
Seguramente lo había visto en aquel notable reloj embutido en el campanario de un cuadro de la Chiesa di S. Magno a Legnano, en el comedor. El viejo era de Legnano, en la Lombardía, según se lo había oído mil veces.
Para ser exactos eran las cinco y cuarto, pero hablando así del tiempo no debían tomarse en cuenta los cuartos y apenas las medias.
A Hipólito le gustaba hablar del tiempo, lo mismo que a su padre. En realidad, era todo lo que recordaba del viejo. Ahí estaba en su recuerdo hablando las horas enteras en el Círculo Italiano o en el bar Alsina. La verdad que era un tema inmenso. Se recordaban cosas, se auguraban cosas y uno se volvía cosa y tiempo también.
Volvió a encender el Caburito que se había apagado.
Según Hipólito, aquel otoño más que el recuerdo del verano, como sucedía casi siempre, resultaba un verdadero anticipo del invierno. No había sucedido como otros años, ese lento despliegue de signos y anuncios, sino que, de un día para otro, la luz se había empañado y el cielo parecía increíblemente lejano.
A propósito del tiempo se habló luego de las flores de marzo.
La señorita Adela se volvió un poco de costado, cruzó las manos, aquellas largas manos que se movían como mariposas de cera, y mencionó las caléndulas y las siemprevivas.
Hipólito, por su parte, habló con cierta erudición de las azucenas blancas y por supuesto de la violeta, que es emblema de la modestia. Bajo vidrio: tulipanes, espuela de caballero y ciclamen.
-También el ciclamen.
-El ciclamen, eso es. Mi madre decía ciclamino.
-¿Ciclamino? ¡Qué gracioso! Es la primera vez que lo oigo.
-Ciclamen o ciclamino -dijo Hipólito distraídamente.
Pasó un grupo de muchachos con hondas y tramperas para gorriones. Trotaban por el medio de la calle en dirección de la usina.
Luego pasó la señora Amelia con el tul y el rosario en las manos. A veces se detenía a hablar de enfermedades o de la fiesta de San Isidro. Pero esta vez pasó y saludó simplemente.
Todavía estaban hablando del tiempo cuando apareció el camión de riego en la punta de la calle. Hipólito se removió en el sillón y miró la hora. Pareció que iba a decir algo divertido como lo del ciclamino, pero no dijo nada.
Era un camión rojo con un águila de bronce en la tapa del radiador. Hipólito se sentía bien sólo con verlo. Primero echaba el chorro hacia un lado y después hacia el otro y recién un par de metros más allá echaba dos chorros a la vez, uno para cada lado.
El camión aparecía en la punta de la calle cuando la luz trazaba una especie de visera sobre la vereda de los plátanos y se detenía un rato como para tomar aliento. Luego comenzaba a andar a los tumbos, igual que el viejo Nardi. Tal vez ahí estaba lo gracioso.
Cuando pasó frente a ellos detuvo el chorro de la izquierda y una mano salió y entró por la ventanilla. Entonces la pequeña echó a correr junto al camión y las voces y los ruidos se alejaron hacia el otro extremo de la calle como si aquellos blandos chorros de agua fueran borrando la tarde.
-Está refrescando, ¿lo nota usted?
-Sí -dijo la señorita Adela-, pero todavía queda buen tiempo.
-No sé esta vez -dijo él.
Y trató de pensar en el otoño anterior, aunque no estaba seguro de que fuese el anterior sino un otoño cualquiera.
Algunas tardes después Hipólito habló de la casa. No era un tema nuevo pero siempre que hablaba de la casa la señorita Adela parecía más animada.
Las copas de los árboles ardían en silencio pero la luz en la calle de tierra era cada vez más débil, un polvillo de miel.
Hipólito describió en primer lugar el pequeño jardín frente a la casa con los dos pinos como dos centinelas. La señorita Adela encontraba algo extraño que hubiese justamente dos pinos en un jardín tan pequeño pero con el tiempo le pareció una señal de distinción. Nada de canteros retorcidos, ni calas, ni plantas minúsculas que daban una impresión de desaliño y vejez. Después venía la puerta, que para la señorita se abría y se cerraba por sí misma en silencio, y el pasillo de luz penumbrosa y al fondo la cocina.
Hipólito se demoraba siempre en la cocina. Cada vez había un detalle nuevo que no había mencionado o que, por lo menos, había olvidado. Los dormitorios estaban al costado del pasillo y el hall a la entrada, naturalmente, sólo que Hipólito lo mencionaba en último término, después que había pasado el camión de riego, tal vez para que quedara la impresión de que recién entraban en la casa y no de que estaban a punto de salir.
-No será una casa notable -resumía invariablemente- pero creo que es una casa adecuada. Y la señorita Adela asentía con los ojos entornados, aun antes de que comenzara la frase. Esta vez dijo además, después de un silencio:
-Me gustaría que la viese usted... alguna tarde de estas, por ejemplo.
-¡Oh, sí! -exclamó la señorita con un trino.
Y se volvió y miró al tío Hipólito que se había erguido en el asiento y soplaba la punta del Caburito.
Fueron pues una tarde a ver la casa.
Hipólito vino más temprano, aunque parecían las cinco por lo menos, y esperó en la vereda como de costumbre. Esta vez, en lugar de los caramelos, trajo un cartucho de pororó y una manzanita acaramelada. Era la época.
La señorita Adela apareció por fin en la puerta con una sombrilla en la mano aunque ya no era el tiempo de las sombrillas, es decir, el dulce y querido verano, cuando las cinco de la tarde son efectivamente las cinco.
La casa quedaba del otro lado del pueblo, después del molino. De manera que tuvieron que atravesar el pueblo en aquella luz polvorienta del otoño. La señorita Adela marchaba del otro lado de la pared, blanca y leve como una paloma, y parecía más divertida que nunca. Hipólito, en cambio, marchaba digno y compuesto como un notario o algo por el estilo. Un verdadero tío.
El gallego Correa los saludó desde el mostrador de la tienda El Mercurio y el señor Ferrer, con el invariable cigarro en la boca y el chaleco abierto, desde la puerta de El Imparcial. Cada uno en su calle y en su puesto parecía distinto, opinó la señorita Adela. Hipólito, aunque no estaba muy seguro, asintió con la cabeza.
En la esquina de El Vencedor, bebidas y comestibles, tendió una mano a la señorita para ayudarla a saltar desde la acera de ladrillos húmedos y desparejos porque era muy alta. Don Ítalo estaba en la puerta del almacén con el lápiz montado sobre la oreja.
Y había otros vecinos sentados en los sillones de mimbre o en las sillas de paja. Parecían todos contentos pero extrañamente quietos con sus sonrisas en esa hora inmóvil de la tarde.
-¡Vamos! Decídase usted -dijo Hipólito con cautelosa jovialidad.
-¡Qué gracioso! -trinó la señorita.
Y avanzó un pie y saltó.
Desde allí se veían las primeras quintas, el campo pelado y amarillo y al fondo el cielo de un celeste muy pálido. A la derecha, el molino, blanco como un hueso, y a la izquierda, el camino de cemento.
La señorita Adela reconoció la casa por los pinos. Era como ella la había imaginado. No exactamente como Hipólito había dicho, porque con lo que dijo se podían imaginar muchas casas con pinos y todo.
Atravesaron el jardín entre aquellos árboles oscuros y mientras Hipólito buscaba la llave reconoció cada cosa. El tronco firme y ceniciento de los pinos, las copas negras como surtidores de sombras, la cerca de madera y, a través de la cerca, la vereda de ladrillos.
Hipólito dijo a sus espaldas que aquí no era lo mismo porque no pasaba el camión de riego, ni la señora Amelia, ni enfrente estaban los plátanos erguidos como personas. Pero que de todas maneras sería lindo sacar afuera los sillones de mimbre y contemplar el campo pelado que mudaba de color como el mar, aunque nunca había visto el mar, y el camino de cemento y los grandes camiones que iban y venían cargados de ladrillos. Quedaron un rato inmóviles mirando todo aquello y luego entraron.
Flotaba en la casa una luz pegajosa y la voz de la señorita Adela parecía sonar en todos los cuartos a la vez. Hipólito caminaba detrás y decía cosas oportunas un poco inclinado hacia adelante con el sombrero de fieltro en la mano.
En la cocina encontraron todo lo que había dicho y además una claraboya de vidrio armado y una gran mesa de pino. Al fondo había una huertita y la vieja parra de uva chinche que Hipólito había ponderado largamente. Los dormitorios eran recatados y simples y donde más se notaba el silencio, de manera que se justificaba que resultasen imprecisos. El hall, en cambio, parecía lleno de gente, aunque estuviera vacío, y uno pensaba en los amigos y en los días felices. A través de la ventana se veía un pino y una parte de la cerca y el camino de cemento largo y preciso que se juntaba a lo lejos con el cielo. En fin, una casa adecuada, como decía el tío Hipólito. Y posiblemente notable después de un tiempo.
Regresaron en silencio por el mismo camino. Al doblar hacia el molino blanco como un hueso, la señorita Adela se volvió una vez más y miró los pinos. En la esquina de El Vencedor, Hipólito saltó primero y le tendió la mano. Saludaron a la misma gente en los mismos sitios.
Cuando llegaron a la calle de tierra apenas quedaba un mechón de tarde en las puntas de los plátanos. El camión de riego ya había pasado y por eso la calle parecía más oscura. La señorita Adela permaneció un rato en la puerta, junto a los sillones vacíos. Los chicos volvían trotando de la usina. Hipólito miró la hora y comparó los días y estuvo a punto de hablar del tiempo. Pero ya eran las siete de la tarde, es decir, la noche.
La señorita Adela murió ese invierno.
Una tarde Hipólito esperó largo rato junto al sillón vacío. Pasó el camión de riego y la señorita no había salido.
Otra vez estuvo de paso, como quien dice, con un ramo de crisantemos, que era la flor del tiempo.
Y otra tarde cualquiera murió la señorita.
Vinieron unos parientes de Buenos Aires y otros de Rosario. Los hombres se abrazaban y se besaban brevemente y se hacían todos las mismas preguntas en voz baja. Cuando se reconocían parecía que iban a decirse grandes e interminables cosas. Pero pronto quedaban en silencio con las manos en los bolsillos y se hamacaban en puntas de pie o miraban el reloj mientras sus mujeres rezaban el rosario.
Después del anís se animaron un poco y comenzaron a hablar de cosas que recordaban a medias. Hipólito sonreía gravemente y completaba el recuerdo, nombres y sitios y sucesos de aquel pueblo, un poco sorprendido él mismo de que recordase tanta vieja historia.
Llegó el cura y sirvieron otra copita más. Entonces se animaron por completo y ahora recordaban nada más que cosas alegres. Por último llegó el plomero e Hipólito alejó a las mujeres, entornó la puerta y sostuvo las barritas de plomo.
La luz de los cirios era una luz amarilla como la del otoño y la lámpara de soldar zumbaba como el camión de riego.
Ahora veía el rostro de la señorita Adela a través de un óvalo de vidrio un poco empañado. Parecía realmente de cera y tenía aquel gesto en los labios la vez que hablaron del ciclamen o ciclamino.
La calle nunca había estado tan animada. De este lado las mujeres, negras y llorosas contra la pared de ladrillo. María y la cabecita morena en el rincón de los sillones. La señora Amelia con el rosario al frente. En el medio la negra hilera de coches con los caballos erguidos y brillantes. Del otro lado los vecinos y los curiosos, los chicos de los gorriones y por supuesto los plátanos. Hubo un instante de inmovilidad y luego el cortejo se puso en marcha con un lento girar de ruedas. Hipólito iba en el segundo coche con otros tres señores que en cada cuadra recordaban un nombre o reconocían una casa. Cuando pasaban frente a El Vencedor el señor de la derecha preguntó por el viejo Nardi. Hipólito habló del viejo Nardi mientras pensaba en otra cosa a propósito de aquella esquina. Apareció el molino y hablaron del viejo molino. Después trotaron sobre la ruta de cemento y se cruzaron con los camiones mientras a lo lejos giraban lentamente los dos pinos con la casa en el medio.El señor de la izquierda preguntó a dónde iba ese camino. "A Irala", dijo Hipólito, aunque no estaba seguro si era a Irala o a Inés Indart o a cualquier otra parte porque jamás había pasado del cementerio.
A la izquierda aparecieron los primeros hornos de ladrillo. El humo trepaba derechamente hacia lo alto, señal de buen tiempo.
También por la izquierda, detrás de las columnas de humo, apareció por fin el largo murallón del cementerio y entonces los hombres callaron.
Los parientes se marcharon esa misma tarde. Se despedían de Hipólito como si éste no debiera marcharse también. Todos decían cosas amables pero imprecisas antes de partir.
La señora Amelia ayudó a acomodar las sillas y se fue a la hora de las campanas.
Entonces el tío Hipólito salió a la puerta y se quedó un rato mirando los plátanos. La calle estaba otra vez en silencio.
Ahora oscurecía a las seis y media y el verano parecía más lejos que nunca. En realidad, parecía que nunca hubiese existido el verano.
PRENSA CULTURAL. "Babelia". "La modernidad atemporal de 'La Lozana andaluza'", por Juan Goytisolo
En Babelia, suplemento cultural de "El País":
La modernidad atemporal de 'La Lozana andaluza'
JUAN GOYTISOLO 02/08/2008
La obra de Francisco Delicado, única y sin descendencia literaria alguna, deslumbra a cada paso por su ingenio verbal, miscelánea de voces, defensa de una ética natural y por el ritmo cinematográfico de sus escenas.
En 1972 dediqué un seminario para estudiantes graduados de la New York University a tres grandes obras de la literatura española de todos los tiempos -el Corbacho del Arcipreste de Talavera, La Celestina y La Lozana andaluza-, obras en las que el tema erótico, más menos explícito, constituye su textura o elemento común. Pero si las dos primeras figuraban obviamente en todos los programas universitarios de nuestra lengua, tanto en España como fuera de ella, la tercera era aún de una perturbadora novedad. Pese a los artículos de Antoni Vilanova y Segundo Serrano Poncela, de la bella edición ilustrada por Rafael Alberti en su exilio romano y de la más reciente de clásicos Castalia a cargo de Bruno Damiani, el libro de Delicado permaneció oculto o, si se prefiere, en ese estado de hibernación tan frecuente en nuestras tierras, y que, en su caso, se prolongó cuatro siglos y medio. Los apuntes de mi cursillo, convenientemente redactados, fueron publicados en la revista Triunfo en marzo de 1976 con el título de 'Notas sobre la Lozana Andaluza' e incluidos un año después en Disidencias, un libro de ensayos editado por Seix Barral. Entre el seminario y las 'Notas', aparecieron dos trabajos de Francisco Márquez Villanueva y José Hernández Ortiz, con quienes compartía la admiración por el arte narrativo de Delicado: al hilo de mis conversaciones con ambos en Harvard y Nueva York, comprobé con satisfacción que la consigna de silencio en torno al libro no se cumplía ya, al menos en el ámbito universitario norteamericano.
Hablo de consigna, porque la condena inapelable de Menéndez Pelayo lo era. El gran polígrafo santanderino, a menudo encomiable por su perspicacia -vayan de ejemplo sus páginas sobre La Celestina-, se dejó cegar aquí por sus prejuicios ideológicos y religiosos y por su aversión a la expresión escrita del sexo: calificó la excepcional y singularísima obra de Delicado de "libro inmundo y feo", de "valor estético nulo" y "cuya lectura no puede recomendarse a nadie". Y, a partir de tal contundencia, autorizó su aproximación, con pinzas y mascarillas, tan sólo a los filólogos, a quienes su profesión docente y decente "acoraza", escribía, contra esas "publicaciones que no deberían salir nunca de lo más recóndito de la necrópolis científica".
Como mis estudiantes veintiañeros no disponían de dicha coraza, el cursillo fue objeto de críticas y denuncias en el alma máter. Según me confió el jefe del Departamento de Lenguas Románicas, un colega, compatriota mío por más señas, había ido a lamentarse a su despacho de mi imprudencia y temeridad: el presunto seminario era en realidad, pretendía, ¡un cursillo pornográfico! La acusación, como es de suponer, me encantó. ¡La fuerza subversiva de La Lozana alarmaba aún por esas fechas a la devota grey de los pastores de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana!
Pocas veces he disfrutado tanto como de un cursillo como aquél. Mi entusiasmo por el "mamotreto" de Delicado se contagió a los estudiantes que lo siguieron. Todo favorecía mi empeño. La libertad del tema -la licencia reinante en Roma durante el pontificado de los Borgia, tan genialmente expuesta, centurias más tarde, por Óscar Panniza en El concilio del amor-. El personaje de Aldonza, exiliada de su Andalucía natal, pero feliz en una Roma en donde todo se vende, se compra y en la que puede vivir a sus anchas. Los diálogos sabrosos de los personajes, en los que el sexo es tratado con un lenguaje rico en todo tipo de imágenes, metonimias y metáforas que evitan la reiteración y monotonía de muchas novelas de hoy. La intrusión del autor en la obra, ya que, anticipándose a Unamuno y a Pirandello, Delicado charla con su heroína y ésta se refiere a él como el señor que sobre ella escribe. El empleo habilísimo de elementos deícticos para enhebrar el relato y crear la impresión de movimiento sin descripción alguna, en unos pasajes que cotejé, si mal no recuerdo, con párrafos de El Jarama, de Rafael Sánchez Ferlosio. La saludable franqueza con que la Lozana manifiesta sus preferencias amorosas por criados y rufianes, y su deseo de que "se perdiese el temor a la vergüenza, para que cada uno pida y haga lo que quisiera". La presencia de personajes tan insólitos como el de Siete Coñitos, requerido de amores por Cardenales y Prelados de la Curia, seducidos por sus meneos, ungüentos y arte de bailaor. El epílogo feliz, sin castigo moral alguno, de Aldonza y su machucho y siempre bien dispuesto Rampín en la isla de Lípari, a salvo de la peste y el saqueo de la ciudad santa por las tropas del condestable de Borbón.
La lista de razones de admiración por la modernidad atemporal de La Lozana sería interminable. Obra única y sin descendencia literaria alguna, nos deslumbra a cada paso por su ingenio verbal, sentido del humor, miscelánea de voces e idiomas, defensa de una ética natural de buscar el bien para sí sin perjuicio de los demás; por el ritmo cinematográfico de sus escenas y cambios de encuadre; su alegato a favor de un retiro digno a las prostitutas viejas o enfermas en cuanto "combatientas" que "pusieron sus personas y fatigas" al servicio de la sociedad; y su reivindicación de una honra profesional que nada tiene que ver con la de sus vanos y orgullosos paisanos.
Toda nueva edición de La Lozana es una buena noticia: la confirmación de que su rico caudal creativo mana libremente incluso en tiempos de duro estiaje como los nuestros. La muy esmerada de Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, en una cuidada edición de Jacques Joset y Folke Gernerd, convida a acercarse a ella tanto a quienes tienen la dicha, por desconocerla, de descubrir tal tesoro, como a los viejos aficionados a sus dichos y hechos a reafirmar su goce de relectores con renovada afición. Su modernidad atemporal es, como dije, la mejor garantía de que ni unos ni otros se sentirán defraudados.
Retrato de la Lozana andaluza
Francisco Delicado
Edición y estudio preliminar de Jacques Joset y Folke Gernerd
Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores
Barcelona, 2008
596 páginas. 29 euros
La modernidad atemporal de 'La Lozana andaluza'
JUAN GOYTISOLO 02/08/2008
La obra de Francisco Delicado, única y sin descendencia literaria alguna, deslumbra a cada paso por su ingenio verbal, miscelánea de voces, defensa de una ética natural y por el ritmo cinematográfico de sus escenas.
En 1972 dediqué un seminario para estudiantes graduados de la New York University a tres grandes obras de la literatura española de todos los tiempos -el Corbacho del Arcipreste de Talavera, La Celestina y La Lozana andaluza-, obras en las que el tema erótico, más menos explícito, constituye su textura o elemento común. Pero si las dos primeras figuraban obviamente en todos los programas universitarios de nuestra lengua, tanto en España como fuera de ella, la tercera era aún de una perturbadora novedad. Pese a los artículos de Antoni Vilanova y Segundo Serrano Poncela, de la bella edición ilustrada por Rafael Alberti en su exilio romano y de la más reciente de clásicos Castalia a cargo de Bruno Damiani, el libro de Delicado permaneció oculto o, si se prefiere, en ese estado de hibernación tan frecuente en nuestras tierras, y que, en su caso, se prolongó cuatro siglos y medio. Los apuntes de mi cursillo, convenientemente redactados, fueron publicados en la revista Triunfo en marzo de 1976 con el título de 'Notas sobre la Lozana Andaluza' e incluidos un año después en Disidencias, un libro de ensayos editado por Seix Barral. Entre el seminario y las 'Notas', aparecieron dos trabajos de Francisco Márquez Villanueva y José Hernández Ortiz, con quienes compartía la admiración por el arte narrativo de Delicado: al hilo de mis conversaciones con ambos en Harvard y Nueva York, comprobé con satisfacción que la consigna de silencio en torno al libro no se cumplía ya, al menos en el ámbito universitario norteamericano.
Hablo de consigna, porque la condena inapelable de Menéndez Pelayo lo era. El gran polígrafo santanderino, a menudo encomiable por su perspicacia -vayan de ejemplo sus páginas sobre La Celestina-, se dejó cegar aquí por sus prejuicios ideológicos y religiosos y por su aversión a la expresión escrita del sexo: calificó la excepcional y singularísima obra de Delicado de "libro inmundo y feo", de "valor estético nulo" y "cuya lectura no puede recomendarse a nadie". Y, a partir de tal contundencia, autorizó su aproximación, con pinzas y mascarillas, tan sólo a los filólogos, a quienes su profesión docente y decente "acoraza", escribía, contra esas "publicaciones que no deberían salir nunca de lo más recóndito de la necrópolis científica".
Como mis estudiantes veintiañeros no disponían de dicha coraza, el cursillo fue objeto de críticas y denuncias en el alma máter. Según me confió el jefe del Departamento de Lenguas Románicas, un colega, compatriota mío por más señas, había ido a lamentarse a su despacho de mi imprudencia y temeridad: el presunto seminario era en realidad, pretendía, ¡un cursillo pornográfico! La acusación, como es de suponer, me encantó. ¡La fuerza subversiva de La Lozana alarmaba aún por esas fechas a la devota grey de los pastores de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana!
Pocas veces he disfrutado tanto como de un cursillo como aquél. Mi entusiasmo por el "mamotreto" de Delicado se contagió a los estudiantes que lo siguieron. Todo favorecía mi empeño. La libertad del tema -la licencia reinante en Roma durante el pontificado de los Borgia, tan genialmente expuesta, centurias más tarde, por Óscar Panniza en El concilio del amor-. El personaje de Aldonza, exiliada de su Andalucía natal, pero feliz en una Roma en donde todo se vende, se compra y en la que puede vivir a sus anchas. Los diálogos sabrosos de los personajes, en los que el sexo es tratado con un lenguaje rico en todo tipo de imágenes, metonimias y metáforas que evitan la reiteración y monotonía de muchas novelas de hoy. La intrusión del autor en la obra, ya que, anticipándose a Unamuno y a Pirandello, Delicado charla con su heroína y ésta se refiere a él como el señor que sobre ella escribe. El empleo habilísimo de elementos deícticos para enhebrar el relato y crear la impresión de movimiento sin descripción alguna, en unos pasajes que cotejé, si mal no recuerdo, con párrafos de El Jarama, de Rafael Sánchez Ferlosio. La saludable franqueza con que la Lozana manifiesta sus preferencias amorosas por criados y rufianes, y su deseo de que "se perdiese el temor a la vergüenza, para que cada uno pida y haga lo que quisiera". La presencia de personajes tan insólitos como el de Siete Coñitos, requerido de amores por Cardenales y Prelados de la Curia, seducidos por sus meneos, ungüentos y arte de bailaor. El epílogo feliz, sin castigo moral alguno, de Aldonza y su machucho y siempre bien dispuesto Rampín en la isla de Lípari, a salvo de la peste y el saqueo de la ciudad santa por las tropas del condestable de Borbón.
La lista de razones de admiración por la modernidad atemporal de La Lozana sería interminable. Obra única y sin descendencia literaria alguna, nos deslumbra a cada paso por su ingenio verbal, sentido del humor, miscelánea de voces e idiomas, defensa de una ética natural de buscar el bien para sí sin perjuicio de los demás; por el ritmo cinematográfico de sus escenas y cambios de encuadre; su alegato a favor de un retiro digno a las prostitutas viejas o enfermas en cuanto "combatientas" que "pusieron sus personas y fatigas" al servicio de la sociedad; y su reivindicación de una honra profesional que nada tiene que ver con la de sus vanos y orgullosos paisanos.
Toda nueva edición de La Lozana es una buena noticia: la confirmación de que su rico caudal creativo mana libremente incluso en tiempos de duro estiaje como los nuestros. La muy esmerada de Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, en una cuidada edición de Jacques Joset y Folke Gernerd, convida a acercarse a ella tanto a quienes tienen la dicha, por desconocerla, de descubrir tal tesoro, como a los viejos aficionados a sus dichos y hechos a reafirmar su goce de relectores con renovada afición. Su modernidad atemporal es, como dije, la mejor garantía de que ni unos ni otros se sentirán defraudados.
Retrato de la Lozana andaluza
Francisco Delicado
Edición y estudio preliminar de Jacques Joset y Folke Gernerd
Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores
Barcelona, 2008
596 páginas. 29 euros
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LITERATURA ESPAÑOLA Y UNIVERSAL (FRAGMENTOS). "La Lozana andaluza", de Francisco Delicado (c. 1475- c.1535)
Algunos fragmentos del comienzo:
Parte I
Mamotreto I
La señora Loçana fue natural compatriota de Séneca, y no menos en su intelligencia y resaber, la cual desde su niñez tuvo ingenio y memoria y vivez grande, y fue muy querida de sus padres por ser aguda en servillos y contentallos. E muerto su padre, fue neçessario que acompañasse a su madre fuera de su natural, y esta fue la causa que supo y vido munchas cibdades, villas y lugares d'España, que agora se le recuerdan de cassi el todo, y tiñíe tanto intellecto, que cassi escusaba a su madre procurador para sus negocios. Siempre que su madre la mandaba ir o venir, era presta, y como pleiteaba su madre, ella fue en Granada mirada y tenida por soliçitadora perfecta e prenosticada futura. Acabado el pleito, e no queriendo tornar a su propria cibdad, acordaron de morar en Xerez y pasar por Carmona. Aquí la madre quiso mostrarle texer, el cual officio no se le dio ansí como el ordir y tramar, que le quedaron tanto en la cabeça, que no se le han podido olvidar. Aquí conversó con personas que la amaban por su hermosura y gracia; assimismo, saltando una pared sin licençia de su madre, se le derramó la primera sangre que del natural tenía. Y muerta su madre, y ella quedando huérfana, vino a Sevilla, donde halló una su parienta, la cual le dezía: "Hija, sed buena, que ventura no's faltará"; y assimismo le demandaba de su niñez, en qué era estada criada, y qué sabía hazer, y de qué la podía loar a los que a ella conoscían. Entonçes respondíale desta manera: "Señora tía, yo quiero que vuestra merçed vea lo que sé hazer, que cuando era vivo mi señor padre, yo le guisaba guisadicos que le plazían, y no solamente a él, mas a todo el parentado, que, como estábamos en prosperidad, teníamos las cosas necessarias, no como agora, que la pobreza haze comer sin guisar, y entonçes las espeçias, y agora el apetito; entonçes estaba ocupada en agradar a los míos, y agora a los estraños".
Mamotreto II
Responde la tía y prosigue
-Sobrina, más ha de los años treinta que yo no vi a vuestro padre, porque se fue niño, y después me dixeron que se casó por amores con vuestra madre, y en vos veo yo que vuestra madre era hermossa.
LOÇANA.- ¿Yo, señora? Pues más paresco a mi agüela que a mi señora madre, y por amor de mi agüela me llamaron a mi Aldonça, y si esta mi agüela vivía, sabía yo más que no sé, que ella me mostró guissar, que en su poder deprendí hazer fideos empanadillas, alcuzcuçu con garbanzos, arroz entero, seco, grasso, albondiguillas redondas y apretadas con culantro verde, que se conoscían las que yo hazía entre ciento. Mirá, señora tía, que su padre de mi padre dezía: "¡Éstas son de mano de mi hija Aldonça!". Pues, ¿adobado no hazía? Sobre que cuantos traperos había en la cal de la Heria querían proballo, y máxime cuando era un buen pecho de carnero. Y ¡qué miel! Pensá, señora, que la teníamos de Adamuz, y çafrán de Peñafiel, y lo mejor del Andaluzía venía en casa desta mi agüela. Sabía hazer hojuelas, prestiños, rosquillas de alfaxor, textones de cañamones y de ajonjolí, nuégados, xopaipas, hojaldres, hormigos torçidos con azeite, talvinas, çahinas y nabos sin toçino y con comino; col murciana con alcaravea, y "olla reposada no la comía tal ninguna barba". Pues boronía ¿no sabía hazer?: ¡por maravilla! Y caçuela de berengenas moxíes en perfiçión; caçuela con su agico y cominico, y saborcico de vinagre, esta hazía yo sin que me la vezasen. Rellenos, cuajarejos de cabritos, pepitorias y cabrito apedreado con limón çeutí. Y caçuelas de pescado çecial con oruga, y caçuelas moriscas por maravilla, y de otros pescados que serían luengo de contar. Letuarios de arrope para en casa, y con miel para presentar, como eran de membrillos, de cantueso, de uvas, de berengenas, de nuezes y de la flor del nogal, para tiempo de peste; de orégano y de hierbabuena, para quien pierde el apetito. Pues ¿ollas en tiempo de ayuno? Éstas y las otras ponía yo tanta hemencia en ellas, que sobrepujaba a Platina, De voluptatibus, y a Apicio Romano, De re coquinaria, y dezía esta madre de mi madre: "Hija Aldonça, la olla sin çebolla es boda sin tamborín", Y si ella me viviera, por mi saber y limpieza, me casaba, y no salía yo acá por tierras agenas con mi madre, pues me quedé sin dote, que mi madre me dexó solamente una añora con su huerto, y saber tramar, y esta lançadera para texer cuando tenga premideras.
TÍA.- Sobrina, esto que vos tenéis y lo que sabéis será dote para vos, y vuestra hermosura hallará axuar cosido y sorzido, que no os tiene Dios olvidada, que aquel mercader que vino aquí ayer me dixo que, cuando torne, que va a Cádiz, me dará remedio para que vos seáis casada y honrrada, mas querría él que supiésedes labrar.
LOÇANA.- Señora tía, yo aquí traigo el alfilelero, mas ni tengo aguja ni alfiler, que dedal no faltaría para apretar, y por esso, señora tía, si vos queréis, yo le hablaré antes que se parta, porque no pierda mi ventura, siendo huérfana.
Mamotreto III
Prosigue la Loçana y pregunta a la tía
-¿Señora tía, es aquel que está paseándose con aquel que suena los órganos? ¡Por su vida, que lo llame! ¡Ay, cómo es dispuesto! ¡Y qué ojos tan lindos! ¡Qué çeja partida! ¡Qué pierna tan seca y enxuta! ¿Chinelas trae? ¡Qué pie para galochas y çapatilla zeyena! Querría que se quitase los guantes por verle qué mano tiene. Acá mira. ¿Quiere vuestra merçed que me asome?
TÍA.- No, hija, que yo quiero ir abaxo, y él me verná a hablar, y cuando él estará abaxo, vos vernéis. Si os hablare, abaxá la cabeça y pasaos y, si yo os dixere que le habléis, vos llegá cortés y haçé una reverençia y, si os tomare la mano retraeos hazia atrás, porque, como dicen: "Amuestra a tu marido el copo, mas no del todo". Y d'esta manera él dará de sí, y veremos qué quiere hazer.
LOÇANA.- ¿Veislo? Viene acá.
MERCADER.- Señora, ¿qué se haze?
TÍA.- -Señor, serviros, y mirar en vuestra merçed la lindeza de Diomedes el Ravegnano.
MERCADER.- Señora, pues ansí me llamo yo. Madre mía, yo querría ver aquella vuestra sobrina. Y por mi vida que será su ventura, y vos no perderéis nada.
TÍA.-Señor, está revuelta y mal aliñada, mas porque vea vuestra merçed cómo es dotada de hermosura, quiero que pase aquí abajo su telar y verála cómo texe.
DIOMEDES.- Señora mía, pues sea luego.
TÍA.-¡Aldonça! ¡Sobrina! ¡Desçíos acá, y veréis mejor!
LOÇANA.- Señora tía, aquí veo muy bien, aunque tengo la vista cordobesa, salvo que no tengo premideras.
TÍA.-Desçí, sobrina, que este gentilhombre quiere que le texáis un texillo, que proveheremos de premideras. Vení aquí, hazé una reverencia a este señor.
DIOMEDES.- ¡Oh, qué gentil dama! Mi señora madre, no la dexe ir, y suplícole que le mande que me hable.
TÍA.-Sobrina, respondé a esse señor, que luego torno.
DIOMEDES.- Señora, su nombre me diga.
LOÇANA.-Señor, sea vuestra merçed de quien mal lo quiere. Yo me llamo Aldonça, a servicio y mandado de vuestra merçed.
DIOMEDES.-¡Ay, ay! ¡Qué herida! Que de vuestra parte cualque vuestro servidor me ha dado en el coraçón con una saeta dorada de amor.
LOÇANA.-No se maraville vuestra merçed, que cuando me llamó que viniese abaxo, me parece que vi un muchacho, atado un paño por la frente, y me tiró no sé con qué. En la teta izquierda me tocó.
DIOMEDES.- Señora, es tal ballestero, que de un mismo golpe nos hirió a los dos. Ecco adonque due anime in uno core. ¡Oh, Diana! ¡Oh, Cupido! ¡Socorred el vuestro siervo! Señora, si no remediamos con socorro de médicos sabios, dubdo la sanidad, y pues yo voy a Cádiz, suplico a vuestra merçed se venga conmigo.
LOÇANA.- Yo, señor, verné a la fin del mundo, mas dexe subir a mi tía arriba y, pues quiso mi ventura, seré siempre vuestra más que mía.
TÍA.-¡Aldonça! ¡Sobrina! ¿Qué hazéis? ¿Dónde estáis? ¡Oh, pecadora de mí! El hombre deja el padre y la madre por la muger, y la muger olvida por el hombre su nido. ¡Ay, sobrina! Y si mirara bien en vos, viera que me habíedes de burlar, mas no tenéis vos la culpa, sino yo, que teniendo la yesca, busqué el eslabón. ¡Mirá qué pago, que si miro en ello, ella misma me hizo alcagüeta! ¡Va, va, que en tal pararás!
Parte I
Mamotreto I
La señora Loçana fue natural compatriota de Séneca, y no menos en su intelligencia y resaber, la cual desde su niñez tuvo ingenio y memoria y vivez grande, y fue muy querida de sus padres por ser aguda en servillos y contentallos. E muerto su padre, fue neçessario que acompañasse a su madre fuera de su natural, y esta fue la causa que supo y vido munchas cibdades, villas y lugares d'España, que agora se le recuerdan de cassi el todo, y tiñíe tanto intellecto, que cassi escusaba a su madre procurador para sus negocios. Siempre que su madre la mandaba ir o venir, era presta, y como pleiteaba su madre, ella fue en Granada mirada y tenida por soliçitadora perfecta e prenosticada futura. Acabado el pleito, e no queriendo tornar a su propria cibdad, acordaron de morar en Xerez y pasar por Carmona. Aquí la madre quiso mostrarle texer, el cual officio no se le dio ansí como el ordir y tramar, que le quedaron tanto en la cabeça, que no se le han podido olvidar. Aquí conversó con personas que la amaban por su hermosura y gracia; assimismo, saltando una pared sin licençia de su madre, se le derramó la primera sangre que del natural tenía. Y muerta su madre, y ella quedando huérfana, vino a Sevilla, donde halló una su parienta, la cual le dezía: "Hija, sed buena, que ventura no's faltará"; y assimismo le demandaba de su niñez, en qué era estada criada, y qué sabía hazer, y de qué la podía loar a los que a ella conoscían. Entonçes respondíale desta manera: "Señora tía, yo quiero que vuestra merçed vea lo que sé hazer, que cuando era vivo mi señor padre, yo le guisaba guisadicos que le plazían, y no solamente a él, mas a todo el parentado, que, como estábamos en prosperidad, teníamos las cosas necessarias, no como agora, que la pobreza haze comer sin guisar, y entonçes las espeçias, y agora el apetito; entonçes estaba ocupada en agradar a los míos, y agora a los estraños".
Mamotreto II
Responde la tía y prosigue
-Sobrina, más ha de los años treinta que yo no vi a vuestro padre, porque se fue niño, y después me dixeron que se casó por amores con vuestra madre, y en vos veo yo que vuestra madre era hermossa.
LOÇANA.- ¿Yo, señora? Pues más paresco a mi agüela que a mi señora madre, y por amor de mi agüela me llamaron a mi Aldonça, y si esta mi agüela vivía, sabía yo más que no sé, que ella me mostró guissar, que en su poder deprendí hazer fideos empanadillas, alcuzcuçu con garbanzos, arroz entero, seco, grasso, albondiguillas redondas y apretadas con culantro verde, que se conoscían las que yo hazía entre ciento. Mirá, señora tía, que su padre de mi padre dezía: "¡Éstas son de mano de mi hija Aldonça!". Pues, ¿adobado no hazía? Sobre que cuantos traperos había en la cal de la Heria querían proballo, y máxime cuando era un buen pecho de carnero. Y ¡qué miel! Pensá, señora, que la teníamos de Adamuz, y çafrán de Peñafiel, y lo mejor del Andaluzía venía en casa desta mi agüela. Sabía hazer hojuelas, prestiños, rosquillas de alfaxor, textones de cañamones y de ajonjolí, nuégados, xopaipas, hojaldres, hormigos torçidos con azeite, talvinas, çahinas y nabos sin toçino y con comino; col murciana con alcaravea, y "olla reposada no la comía tal ninguna barba". Pues boronía ¿no sabía hazer?: ¡por maravilla! Y caçuela de berengenas moxíes en perfiçión; caçuela con su agico y cominico, y saborcico de vinagre, esta hazía yo sin que me la vezasen. Rellenos, cuajarejos de cabritos, pepitorias y cabrito apedreado con limón çeutí. Y caçuelas de pescado çecial con oruga, y caçuelas moriscas por maravilla, y de otros pescados que serían luengo de contar. Letuarios de arrope para en casa, y con miel para presentar, como eran de membrillos, de cantueso, de uvas, de berengenas, de nuezes y de la flor del nogal, para tiempo de peste; de orégano y de hierbabuena, para quien pierde el apetito. Pues ¿ollas en tiempo de ayuno? Éstas y las otras ponía yo tanta hemencia en ellas, que sobrepujaba a Platina, De voluptatibus, y a Apicio Romano, De re coquinaria, y dezía esta madre de mi madre: "Hija Aldonça, la olla sin çebolla es boda sin tamborín", Y si ella me viviera, por mi saber y limpieza, me casaba, y no salía yo acá por tierras agenas con mi madre, pues me quedé sin dote, que mi madre me dexó solamente una añora con su huerto, y saber tramar, y esta lançadera para texer cuando tenga premideras.
TÍA.- Sobrina, esto que vos tenéis y lo que sabéis será dote para vos, y vuestra hermosura hallará axuar cosido y sorzido, que no os tiene Dios olvidada, que aquel mercader que vino aquí ayer me dixo que, cuando torne, que va a Cádiz, me dará remedio para que vos seáis casada y honrrada, mas querría él que supiésedes labrar.
LOÇANA.- Señora tía, yo aquí traigo el alfilelero, mas ni tengo aguja ni alfiler, que dedal no faltaría para apretar, y por esso, señora tía, si vos queréis, yo le hablaré antes que se parta, porque no pierda mi ventura, siendo huérfana.
Mamotreto III
Prosigue la Loçana y pregunta a la tía
-¿Señora tía, es aquel que está paseándose con aquel que suena los órganos? ¡Por su vida, que lo llame! ¡Ay, cómo es dispuesto! ¡Y qué ojos tan lindos! ¡Qué çeja partida! ¡Qué pierna tan seca y enxuta! ¿Chinelas trae? ¡Qué pie para galochas y çapatilla zeyena! Querría que se quitase los guantes por verle qué mano tiene. Acá mira. ¿Quiere vuestra merçed que me asome?
TÍA.- No, hija, que yo quiero ir abaxo, y él me verná a hablar, y cuando él estará abaxo, vos vernéis. Si os hablare, abaxá la cabeça y pasaos y, si yo os dixere que le habléis, vos llegá cortés y haçé una reverençia y, si os tomare la mano retraeos hazia atrás, porque, como dicen: "Amuestra a tu marido el copo, mas no del todo". Y d'esta manera él dará de sí, y veremos qué quiere hazer.
LOÇANA.- ¿Veislo? Viene acá.
MERCADER.- Señora, ¿qué se haze?
TÍA.- -Señor, serviros, y mirar en vuestra merçed la lindeza de Diomedes el Ravegnano.
MERCADER.- Señora, pues ansí me llamo yo. Madre mía, yo querría ver aquella vuestra sobrina. Y por mi vida que será su ventura, y vos no perderéis nada.
TÍA.-Señor, está revuelta y mal aliñada, mas porque vea vuestra merçed cómo es dotada de hermosura, quiero que pase aquí abajo su telar y verála cómo texe.
DIOMEDES.- Señora mía, pues sea luego.
TÍA.-¡Aldonça! ¡Sobrina! ¡Desçíos acá, y veréis mejor!
LOÇANA.- Señora tía, aquí veo muy bien, aunque tengo la vista cordobesa, salvo que no tengo premideras.
TÍA.-Desçí, sobrina, que este gentilhombre quiere que le texáis un texillo, que proveheremos de premideras. Vení aquí, hazé una reverencia a este señor.
DIOMEDES.- ¡Oh, qué gentil dama! Mi señora madre, no la dexe ir, y suplícole que le mande que me hable.
TÍA.-Sobrina, respondé a esse señor, que luego torno.
DIOMEDES.- Señora, su nombre me diga.
LOÇANA.-Señor, sea vuestra merçed de quien mal lo quiere. Yo me llamo Aldonça, a servicio y mandado de vuestra merçed.
DIOMEDES.-¡Ay, ay! ¡Qué herida! Que de vuestra parte cualque vuestro servidor me ha dado en el coraçón con una saeta dorada de amor.
LOÇANA.-No se maraville vuestra merçed, que cuando me llamó que viniese abaxo, me parece que vi un muchacho, atado un paño por la frente, y me tiró no sé con qué. En la teta izquierda me tocó.
DIOMEDES.- Señora, es tal ballestero, que de un mismo golpe nos hirió a los dos. Ecco adonque due anime in uno core. ¡Oh, Diana! ¡Oh, Cupido! ¡Socorred el vuestro siervo! Señora, si no remediamos con socorro de médicos sabios, dubdo la sanidad, y pues yo voy a Cádiz, suplico a vuestra merçed se venga conmigo.
LOÇANA.- Yo, señor, verné a la fin del mundo, mas dexe subir a mi tía arriba y, pues quiso mi ventura, seré siempre vuestra más que mía.
TÍA.-¡Aldonça! ¡Sobrina! ¿Qué hazéis? ¿Dónde estáis? ¡Oh, pecadora de mí! El hombre deja el padre y la madre por la muger, y la muger olvida por el hombre su nido. ¡Ay, sobrina! Y si mirara bien en vos, viera que me habíedes de burlar, mas no tenéis vos la culpa, sino yo, que teniendo la yesca, busqué el eslabón. ¡Mirá qué pago, que si miro en ello, ella misma me hizo alcagüeta! ¡Va, va, que en tal pararás!
POESÍA. Un poema de Adrián González da Costa (Lepe, Huelva, 1979)
Adrián González da Costa
-no sé si lo recuerdas todavía-,
con un timbre de pena en cada acento.
Y desde entonces, este corazón,
que seguía tu ritmo en sus latidos,
late sin ritmo, desacompasado.
Mis amigos me dicen lo que oyen:
que nada dura nunca para nadie,
que vivir es andar con paso propio,
etc., etc., etc.
Y han subido, solemnemente, whisky
para brindar por cada curva tuya.
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POESÍA. "SONETO GONGORINO EN QUE EL POETA MANDA A SU AMOR UNA PALOMA", de Federico García Lorca (1898-1936). MÚSICA: por Amancio Prada
SONETO GONGORINO EN QUE EL POETA MANDA A SU AMOR UNA PALOMA
Este pichón del Turia que te mando,
de dulces ojos y de blanca pluma,
sobre laurel de Grecia vierte y suma
llama lenta de amor do estoy parando.
Su cándida virtud, su cuello blando,
en limo doble de caliente espuma,
con un temblor de escarcha, perla y bruma
la ausencia de tu boca está marcando.
Pasa la mano sobre su blancura
y verás qué nevada melodía
esparce en copos sobre tu hermosura.
Así mi corazón de noche y día,
preso en la cárcel del amor oscura,
llora sin verte su melancolía.
Ahora, lo escuchamos en la voz de Amancio Prada:
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