El crítico Harold Bloom
En "El País":
No me parece que en la literatura contemporánea, ya sea en inglés, en Estados Unidos, en español, catalán, francés, italiano, en las lenguas eslavas, haya nada radicalmente nuevo”. Las palabras de Bloom tampoco son nuevas. Ya el autor del Eclesiastes declaraba: “¿Hay algo de que se pueda decir: Mira, ¿esto es nuevo? Ya existía en los siglos que nos precedieron”. Sólo la idea de novedad es novedosa, un concepto inventado por los modernistas para justificar sus experimentos artísticos. Cervantes deliberadamente imitó la novela pastoral y de caballerías, y Shakespeare tomó varios de sus argumentos de autores italianos.
Si bien el tema y las maneras de narrarlo son parte de una costumbre ancestral, hay en ciertos autores (Cervantes, Shakespeare) un tono, un cambio de punta de vista, una revisión de las ideas consabidas que los convierten en algo único, notable. Esas voces singulares, que repiten de un modo inesperado historias ya contadas, aparecen en todas las épocas y en todas las culturas, y en todas se alzan voces como la Bloom y la del autor del Eclesiastes para decir que ahora no hay nada nuevo bajo el sol.
Los catálogos nunca convencen, y sin embargo en casos como éste pueden ofrecer a quienes creen compartir la opinión de Bloom materia para contradecirla. Es cierto que la voz de Cees Nooteboom tiene ecos de Ibn Battuta y Diderot; que en W. G. Sebald hay vestigios de Sir Thomas Browne y de Heine prosista; que Enrique Vila-Matas es heredero de Laurence Sterne; que Ismail Kadaré continúa la tradición de Herodoto y de Homero; que Jean Echenoz ha aprendido la lección de los novelistas franceses del XVIII; que Tom Stoppard debe mucho al teatro de Wilde y de Pirandello; que Tomas Tranströmer ha leído al Virgilio de las églogas y a Wordsworth; que Cynthia Ozick ha estudiado la obra de Henry James; que Pascal Quignard tiene una deuda con Montaigne. Todo esto es cierto, pero cierto es también que estos autores son únicos, y sus obras iluminan nuestro siglo como Cervantes y Shakespeare iluminaron el suyo.
Dante condena al infierno a aquellos que fueron tristes “en el dulce aire que del sol se alegra”, es decir, aquellos que no saben reconocer en el propio mundo la felicidad de lo creado bajo el sol del día presente. Como en todas las épocas, nuestros anaqueles están repletos de inmundicias, y seres que se llaman a si mismos escritores producen objetos que se parecen a libros para el consumo dirigido. (Pensemos en los autores condenados por el cura y el barbero en la biblioteca de Alonso Quijano). Pero también hay creadores auténticos, inspirados autores que, no sabemos ni porqué ni cómo, nos dan viejas palabras en permutaciones nuevas para nombrar aquí y ahora nuestras ancestrales angustias, temores y esperanzas.
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