En "El País":
La gracia y el abismo
La primera edición de 'Las flores del mal' de Baudelaire en 1857, ocasionó un proceso judicial que acabó en condena y escándalo
Algunos hechos marcaron para siempre la vida de Baudelaire (1821-1867) y, sin duda, contribuyeron a que forjara una visión sombría de la existencia que, a su vez, penetró en todos los intersticios de su poesía. Se quedó huérfano de padre a los 6 años y, a partir de entonces, estableció una profunda e intensa relación con su madre que duró hasta que esta decidió casarse de nuevo. Este hecho supuso para él el fin del idilio, cuyo causante fue su padrastro, al que vio, sin duda, como el peor ladrón, el intruso más intolerable, el más bárbaro Atila que arrasó con su infancia dorada e irrecuperable.
A partir de aquí empieza el descalabro, la mala vida, el lujo inmoderado, los burdeles oscuros, la bohemia de altura, el dandismo más exaltado y la poesía más original, descarnada, profunda y anhelante que quepa imaginar. Se puede decir que de esa grieta existencial incurable nació el remedio doloroso de su poesía, que empezó a escribir pronto, “con paciencia y con furia”, y a la que le puso distintos títulos —Las Lesbianas, Los limbos— hasta de que acabara siendo Las flores del mal.
La primera edición tuvo lugar en 1857, con el consiguiente proceso judicial que acabó en condena y escándalo. Baudelaire tuvo que quitar seis poemas de su libro en la reedición de 1861, entre ellos el magnífico Mujeres condenadas (es decir, lesbianas), por no hablar del portentoso Una mártir, que termina de una manera tan escabrosa que, sin duda, tuvo que horrorizar a los jueces que lo condenaron. Estos poemas excluidos reaparecieron en la edición de 1866, hecha en Bruselas por el gran escudero del poeta, su editor Auguste Poulet-Malassis. A esta edición le siguió la de 1868, ya póstuma y con nuevos añadidos a los que ya se habían producido en la 2ª edición, la de 1861.
La traducción y la edición que celebramos ahora se apoya en esas dos ediciones, la del 61 y la del 68. El diseño como tal es rompedor, atrevido, fantasioso y recuerda a una caja multicolor, con los bordes (el canto) rojos, en cuyo interior se encuentra ¡ese regalo, esa joya!, los poemas gloriosos de Baudelaire. El diseñador es Quim Díaz y la fotógrafa, Fiona Morrison, autora de las fotos que entrelazan la figura mayéstatica y dandística de Baudelaire, junto con unas floraciones multicolores que expanden la mirada del poeta a ¿sus paraísos artificiales?
Y luego está la traducción del citado Manuel J. Santayana, que ha apostado por la métrica y la rima más estrictas. Para calibrar esa audaz opción —llenas de peligros— hay que mirar los resultados y los resultados son excelentes, con muchos aciertos brillantes, con un respeto escrupuloso por el sentido del original, con muy pocas cabriolas —o ninguna— que lo desfiguren en favor de las geniales ocurrencias del traductor de turno.
Su patrón métrico básico es el alejandrino, siguiendo al alejandrino francés, pero también usa el endecasílabo, el heptasílabo, el eneasílabo, siempre según la pauta marcada por el original. A este estricto rigor métrico se suman las rimas, siempre consonantes, con una disposición que calca la del poema baudelairiano. El esfuerzo es, sin duda, titánico y los resultados son regularmente buenos, sin los temibles ripios al acecho, o esas otras componendas ridículas que, para facilitar la rima, se convierten en horrísonas patochadas, que afectan tanto al sonido como al sentido. Poemas fabulosos como Moesta et Errabunda (Tristes y errantes), La campana quebrada, Paisaje, Las viejecitas, A una que pasaba o El cisne —entre otros— están fenomenalmente traducidos y suenan muy bien cuando se leen en voz alta.
A veces resuena Rubén Darío, o a cualquiera de sus discípulos hispanos, como en este fragmento del poema La Belleza: “Yo reino en el azur, esfinge postergada;/mi blancura es de cisne y mi corazón, nieve;/porque enreda las líneas, odio lo que se mueve/y no río jamás y no lloro por nada”. Otras, sin más, se oye, en español —¡milagro de las buenas traducciones!—, esa voz baudelairiana del desgarro moderno, como ocurre en el maravilloso A una que pasaba: “Un fulgor…¡y la noche! Fugitiva beldad,/cuyo mirar me ha hecho nacer una vez más,/¿no te veré ya nunca, sino en la Eternidad?"/Lejos de aquí! ¡Muy tarde! ¡Quién sabe si jamás!/Pues tú ignoras mi rumbo, yo no sé adónde irías,/¡tú, a quien yo hubiera amado, oh tú, que lo sabías!”.
Cada época debe traducir a los grandes de otras lenguas para sentirse viva. Este Baudelaire vive a lo grande en español. ¡Bienvenido sea!
Ángel Rupérez. Escritor y crítico literario.
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