Leila Guerriero
Cuidado
A veces, cuando camino por la calle y veo caras sumergidas en la indiferencia, en la resignación o el miedo, me digo: cuidado
Leo, hacia el final de Un hombre enamorado (Anagrama, 2014), la temible y fabulosa novela del noruego Karl Ove Knausgard, esta frase: “Mis rabias eran mezquinas, me enfadaba por detalles tontos, ¿a quién le importa quién fregó qué a la hora de mirar hacia atrás al resumir una vida? (...) ¿Cómo se podía echar a perder la vida enfadándose por el trabajo de la casa? ¿Cómo era eso posible?”. Sí. ¿Cómo es eso posible? Y, sin embargo, la pila de platos sucios, la pelea en torno a quién le toca hacer la compra, transforma nuestro corazón, alguna vez en llamas, en un pantano ciego. Y lo hace con una eficacia sibilina, más tóxica e irreversible que una catástrofe mayor. A veces, cuando camino por la calle y veo caras sumergidas en la indiferencia, en la resignación o el miedo, me digo: cuidado. Porque ¿cómo es que sucede? ¿Cuándo la fruición de la carne empieza a deslizarse, anestesiada, entre las páginas de un libro, los anteojos para la presbicia, el beso de las buenas noches? ¿Cuándo dejamos de reírnos como lobos? ¿En qué momento la prudencia empieza a ser más importante que todo lo demás, el crédito hipotecario que todo lo demás, la compra en el supermercado que todo lo demás? ¿Cómo, en qué momento los domingos de almuerzo con los suegros reemplazan para siempre el desayuno a las cuatro de la tarde, el amasijo, los tiernos bordes de la noche licuándose en un amanecer de pájaros ardientes? ¿Dónde está aquel sueño imposible, tan enloquecido: a qué pila de escombros hay que ir a buscar? Cada vez que veo en las caras la prudencia, la resignación, el miedo, me digo: cuidado. Me miro la sangre y los tendones. Me entreno para estar despierta. Dicen: “Les sucede a todos: el tiempo pasa”. Me dirán loca. Yo siempre estaré buscando, bajo los adoquines, la arena de la playa.
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