Uno de los más hermosos paseos que se puede disfrutar en Gijón es el que conduce desde la estatua de Octavio Augusto en el Campo Valdés, junto a las termas romanas, hasta el Parque del Cabo de San Lorenzo, conocido por los gijoneses como Parque de la Providencia. Es un paseo largo, generoso, que consume su buen par de horas, y que permite contemplar el tómbolo de la playa de San Lorenzo y de su bahía, para fatigar luego la llamada Senda del Cervigón, una serie de subidas y bajadas que discurren en paralelo al mar hasta alcanzar el más imponente mirador que existe en la ciudad.
A medio camino de este recorrido, dejada atrás la que fue residencia de Rosario Acuña, la reformadora y escritora feminista, el paseante se encuentra con un monolito erigido el 24 de febrero del año 2001 en memoria de los dos centenares de asturianos muertos a manos del nacionalsocialismo, la mayoría de ellos en el campo de concentración de Mauthausen, cerca de la ciudad austriaca de Linz.
Es un monumento severo y a la vez humilde, que suele pasar desapercibido a los caminantes a poco que no presten atención. Como si el recuerdo del horror exigiera ser convocado sin estridencias.
Acostumbrados a la ecuación que vincula nacionalsocialismo y Shoah, a menudo se olvida que muchas de las víctimas de los campos de concentración lo fueron por razones políticas, caso de los comunistas, o de «higiene social», caso de los homosexuales, y que por los campos pasaron personas de muy diversas nacionalidades, incluidos 8.000 españoles que respondían, casi siempre, a un mismo perfil: republicanos exiliados a Francia, detenidos por los alemanes tras la invasión del país vecino en 1940 o capturados como miembros de la Resistencia, y enviados a los territorios del Reich para servir como esclavos.
Liberación del Campo de concentración de Mauthausen.
Joaquim Amat-Piniella fue un escritor y periodista manresano que ingresó en Mauthausen en enero de 1941 para ser liberado en mayo de 1945 por las tropas estadounidenses. Casi cuatro años y medio de internamiento, pues. Como Primo Levi, y con idéntica urgencia, ya en 1946, mientras el químico turinés escribía Si esto es un hombre, Amat-Piniella redactaba K. L. Reich. Sin embargo, por problemas de censura, los recuerdos del catalán en torno a la vida en el campo no verían la luz hasta 1962.
Por contraste con supervivientes como Améry, Appelfeld, Kertesz, Pahor o el mencionado Levi, Amat-Piniella escogió para su experiencia del infierno la forma novelesca en vez del ensayo o las memorias. Pero la coartada de la ficción como estrategia narrativa no resta intensidad al impacto que provoca su obra. Al contrario, es plausible sostener que lo potencia, pues K. L. Reich, como Ignacio Martínez de Pisón señala en su prólogo al libro, sorprende por esa "implacable plasticidad verbal" que la paleta del autor dispone sobre un lienzo turbador.
Solidaridad entre hombres
Amat-Piniella disecciona en su novela la estructura completa del campo atendiendo a sus jerarquías, a la organización del tiempo y de los castigos, a la disciplina y a las recompensas, a las servidumbres y a las componendas.
Se estudia a los alemanes en clave de dirigentes (el comandante del campo), de lacayos (los kapos de los bloques) y de víctimas (los delincuentes comunes y los presos políticos); de igual modo, se estudia la capacidad de los españoles para organizar una resistencia activa, para crear protocolos de ayuda, para oponer una voz a menudo común a las amenazas externas.
Hay páginas muy emotivas en ese sentido, en las que Amat-Piniella logra trasladar la solidaridad entre hombres nacidos en un mismo suelo, una especie de hermandad dentro de la hermandad de los vencidos.
El recipiente moral de estas contiendas, la conciencia en la que Mauthausen repercute a lo largo del tiempo, es Emili, un hombre que, para su vergüenza, salvará la vida mediante un expediente inesperado: dibujar escenas pornográficas para los SS del campo.
Esa vergüenza, que Emili interpreta como una mácula imborrable, atormenta durante gran parte de la acción al protagonista, y le conduce a encarnar muchos de los asuntos que la llamada literatura concentracionaria ha convertido en lugares comunes: la inefabilidad del mal, la sensación de culpa de los supervivientes, la deshumanización como mecanismo radical de alienación.
Sobrevivir a la memoria
Emili, que ve a sus compañeros morir como ratas, y que debe aprender a tolerar que contra esas muertes arbitrarias se yergue su propio anhelo de supervivencia, representa el dilema tan común a los prisioneros que resistieron la prueba de Dachau, Buchenwald o Auschwitz: cómo conciliar en la balanza de una vida digna, abierta al futuro, las vejaciones sufridas con el hecho de seguir aquí. Esto es: cómo sobrevivir a la propia memoria.
Una madre con sus hijos en el campo de concentración de Auschwitz (CC)
Es mérito de Amat-Piniella lograr que este diálogo entre la experiencia en el campo y la conciencia de los hombres que habitaron en él nos golpee incluso después de que hayamos asimilado los millares de documentos con los que nuestra cultura nos ha venido alimentando al respecto.
En ese sentido, leída hoy, tras el gigantesco palimpsesto que en torno al nacionalsocialismo la literatura como depósito de memoria ha logrado erigir, y cuando son ya la tercera o cuarta generación de aquel suceso (los nietos o bisnietos de los verdugos y víctimas) quienes siguen reflexionando sobre este pozo sin fondo, K. L. Reich mantiene incólume la doble fuente de atracción que toda gran novela propone: un qué resonante y un cómo admirable.
No hay comentarios:
Publicar un comentario