En "El País" (27 noviembre 2014):
domingo, 30 de noviembre de 2014
PRENSA CULTURAL. "Rodolfo Walsh, ese hombre". Rodrigo Hasbún
Rodolfo Walsh
Rodolfo Walsh, ese hombre
«No te olvides de regar las lechugas», le dijo ella –Lilia, su cuarta esposa– desde el otro lado de la calle. Él levantó la mano, sonriendo, antes de perderse entre el gentío.
Era viernes y era marzo y era 1977 y la dictadura de Videla venía diezmando salvajemente a los compañeros de lucha. En un repliegue necesario, los dos vivían hacía meses en una casita que habían comprado en San Vicente, cincuenta y tantos kilómetros al sur de Buenos Aires. Ahí, lejos, él se disfrazaría de profesor jubilado. Ahí, después de tanto, volvería a escribir cuentos –incluso ya había comenzado alguno– y también, ojalá, un libro de memorias o la novela tanto tiempo postergada. Pero ese día había sido convocado y no quiso negarse. Ignoraba que la cita estaba entregada.
En el trayecto despachó a distintos medios algunas copias de su carta a la Junta Militar («La censura de prensa, la persecución a intelectuales, el allanamiento de mi casa, el asesinato de amigos queridos y la pérdida de una hija que murió combatiéndolos, son algunos de los hechos que me obligan a esta forma de expresión clandestina»), que el día anterior había celebrado su primer aniversario. Todo parece tan ajustado como en sus mejores textos y no cuesta tanto pensarlo a él mismo como su personaje más entrañable.
Era viernes y era marzo y era 1977 y estaban a punto de desaparecer a Rodolfo Walsh.
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Hay varias definiciones posibles de ese hombre. Las más extendidas son la del escritor, periodista y militante de izquierda que llevó su compromiso hasta las últimas consecuencias, y la de autor de Operación Masacre (1957), un maravilloso experimento donde se entremezclan la investigación rigurosa y las técnicas narrativas más sofisticadas, para muchos el primer libro de periodismo literario no solo en nuestro idioma sino en cualquiera (Capote recién publicaría A sangre fría nueve años después). Definiciones alternativas deberían señalarlo como uno de los mejores cuentistas argentinos del siglo XX, como audaz traductor y practicante del género policial, como diarista implacable y como intelectual inquieto que ocupó posiciones encontradas a lo largo de su vida.
Existe la costumbre de leerlo bajo la luz única de los setenta y es difícil, desde ahí, llegar a todo lo que fue Walsh: las partes no siempre cuadran, algunas de sus definiciones terminan anulándose entre sí. Estos apuntes son un intento de acercar al hombre que matiza o contradice la figura heroica y un poco plana que se ha construido en su nombre. Son también una breve aproximación a lo que escribió.
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Descendiente de irlandeses, había nacido cincuenta años antes de su última caminata (en Choele-Choel, «que quiere decir “corazón de palo”. Me ha sido reprochado por varias mujeres», escribe él; en Lamarque, corrige el biógrafo Eduardo Jozami). Su padre, mayordomo de una finca y jugador de cartas contumaz, había decidido independizarse en el peor momento posible y la crisis de los años treinta acercó la desgracia a la familia. Rodolfo y uno de sus hermanos fueron enviados a un internado de monjas donde se iniciaron en el largo y duro aprendizaje de las jerarquías y la autoridad.
En «El 37», un texto precioso sobre ese tiempo, su padre los visita un domingo. «Nos dejaron salir a la quinta contigua, sentarnos en el pasto. Abrió un paquete, sacó pan y un salame, comió con nosotros. Sospeché que tenía hambre, y no de ese día», escribe Walsh, y añade hacia el final «Hubo otras mudanzas, buenas y malas. La felicidad no estaba perdida para siempre: solo había que tomarla con cautela, sin quejarse cuando se esfumaba de golpe. Empezaba a probar el sabor de mi época, y eso era una suerte.»
Me gusta pensar que en esas líneas aparece cifrada una de las claves de su vida y obra: las intermitencias de la felicidad propia –que se pierde y se recupera y se vuelve a perder sin mayores avisos– no están desligadas de las intermitencias de la época, son zonas que a menudo se condicionan y atraviesan. Esa trama de afectos seduce al niño sin casa (al hombre que lo recuerda y escribe sobre él), al hijo de diez años que se enfrenta al desamparo de su padre, al futuro escritor que, aun sin saberlo, empieza a prestar atención no solo a lo que tiene dentro suyo sino también alrededor.
Tres años después lo enviaron a un internado más brutal, esta vez de curas. Sobre ese tiempo escribiría luego algunos de sus cuentos más hermosos.
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¿Es cierto que ya no circulan sus libros, al menos fuera de la Argentina? ¿Se está volviendo, se ha vuelto ya, un autor de archivo, un espécimen raro en el museo latinoamericano del horror?
Pero volvamos a la escena inicial.
Walsh llevaba meses divergiendo por escrito con la conducción de Montoneros, organización armada a la que pertenecía desde 1973. Los instaba a aceptar la derrota militar para dar paso a la resistencia y a la lucha por otros medios, ya no los de la violencia. Eran llamados a la sensatez, llamados urgentes que la conducción ignoró.
Ese día de marzo de 1977 acudía a la cita por razones personales: quien lo convocaba era la viuda de uno de los chicos caídos junto a su hija Vicki. Esto es más difícil de ver, pero el militante que caminaba hacia su muerte era también el magistral narrador y cronista que no escribía hacía diez años. Esa última caminata resulta aun más trágica porque justo entonces estaba logrando desentenderse al fin del más largo de sus silencios.
Había habido otros. Había habido también un borramiento paulatino de la frontera entre la escritura y la vida. Cuenta Walsh: «La idea más perturbadora de mi adolescencia fue ese chiste idiota de Rilke: Si usted piensa que puede vivir sin escribir, no debe escribir. Mi noviazgo con una muchacha que escribía incomparablemente mejor que yo me redujo a silencio durante cinco años. Mi primer libro fueron tres novelas cortas en el género policial, del que hoy abomino. Lo hice en un mes, sin pensar en la literatura, aunque sí en la diversión y el dinero. “Me callé durante cuatro años más, porque no me consideraba a la altura de nadie.Operación Masacre cambió mi vida”. Haciéndola, comprendí que, además de mis perplejidades íntimas, existía un amenazante mundo exterior. Me fui a Cuba, asistí al nacimiento de un orden nuevo, contradictorio, a veces épico, a veces fastidioso. Volví, completé un nuevo silencio de seis años. En 1964 decidí que, de todos mis oficios terrestres, el violento oficio de escritor era el que más me convenía. Pero no veo en eso una determinación mística. En realidad, he sido traído y llevado por los tiempos; podría haber sido cualquier cosa. (…) Pienso que la literatura es, entre otras cosas, un avance laborioso a través de la propia estupidez».
Eso, entonces: una vida signada por el silencio, mientras el hombre callado confronta su propia estupidez. Eso: la mirada fría, de una precisión quirúrgica, que ese mismo hombre logra conservar cuando mira hacia sí mismo.
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La época en la que escribió ese texto, a punto de cumplir cuarenta, fue la más productiva en términos literarios. Al volver de La Habana, donde había ayudado a fundar y dirigir la agencia de noticias Prensa Latina, se aisló en una casita en el Tigre, a orillas del río Carapachay. Por entonces lo acompañaba su tercera esposa, Pirí Lugones, nieta del poeta, hija del torturador, mejor amiga de Poupée, su segunda esposa, que había sucedido a Elina, madre de sus dos hijas. Aislado, a mediados de los sesenta, Walsh escribió las obras de teatro La granada y La batalla –sátiras de la vida militar, una anticipación absurda del infierno que se avecinaba– y los librosLos oficios terrestres y Un kilo de oro, que suman diez cuentos en total.
Varios de ellos («Nota al pie», «Fotos», «Esa mujer», «Irlandeses detrás de un gato», «Los oficios terrestres») sin duda merecen la mejor compañía en la cuentística argentina y latinoamericana, digamos la de Borges y Cortázar, o la de Ribeyro, Lispector y Rulfo. Ahí están el rigor en cada frase y el privilegio de una voz propia que, sin embargo, sabe atenuarse para dejar oír la de otros, la exploración de la vida en la provincia y la de algunos rincones ocultos de la urbe, la empatía por los personajes desposeídos, la rabia y la contención, el lirismo, la intensidad.
Cuando Walsh abandonaba su silencio, eso es lo que invariablemente había, escribiera lo que escribiera.
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Y mientras anoto esto me doy cuenta de que nunca tuve un libro de Walsh. Nunca tuve un libro de Walsh, anoto, y la frase me resulta un poco desoladora. Los he leído todos, algunos más de una vez, pero siempre sacados de alguna biblioteca.
¿Es cierto que ya no circulan sus libros, al menos fuera de la Argentina? ¿Se está volviendo, se ha vuelto ya, un autor de archivo, un espécimen raro en el museo latinoamericano del horror? ¿Alguien del que más o menos todos saben algo pero al que pocos han leído? ¿La obra terminó diluyéndose en la vida? ¿Es la última consecuencia del borramiento que practicó Walsh, el reverso inevitable de ese borramiento?
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Diez años antes de aislarse en el Tigre, una noche de diciembre de 1956, le dijeron en un bar de La Plata que había un fusilado que vivía. Esa frase, tan resonante en los oídos de alguien que supiera oírla, lo estremeció. Tres días después entrevistó a Juan Carlos Livraga, el fusilado, y dio inicio a la investigación de las operaciones con las que el gobierno de la autodenominada Revolución Libertadora –dictadura cívico-militar que en 1955 derrocó a Juan Domingo Perón– habría buscado aplacar un intento de levantamiento.
La estupenda (y walshiana) cronista Leila Guerriero narra así lo que sucedió entonces: «El hombre, que hasta diciembre había sido periodista cultural y traductor, fue, de pronto, esto: alguien que, para seguir con esa investigación, cambió de identidad, consiguió cédula falsa y un revólver, se fue de su casa. A lo largo de semanas, de meses, Walsh buscó, rastreó, averiguó y encontró a dos, a cuatro, a siete sobrevivientes. Publicó la historia, primero, bajo la forma de artículos, y no en las refinadas paginas de Leoplán o Vea y Lea, sino en los únicos medios que se atrevieron a hacerlo: semanarios y hojas gremiales, a veces peronistas, a veces de derecha, en las antípodas de su propio pensamiento (Walsh no era, por entonces, peronista) pero poco le importaba porque lo que Walsh quería era decir: que se supiera».
Operación Masacre demostraría que los fusilados eran en realidad inocentes. Demostraría además que era posible hacer un periodismo que ambicionara tanto como la mejor literatura y que usara todos sus recursos sin necesidad de pedirle permiso a nadie. Juntando una historia inaudita, el manejo de la intriga del escritor de cuentos policiales, la investigación a fondo del periodista experimentado, la sensibilidad del estilista que confía en las palabras y el talento enorme de alguien que sabía oír y mirar, de un hombre que se atrevía, el resultado fue ese libro vertiginoso, que insertaría a Walsh en el presente y lo forzaría a intervenir. Lo hacía bajo los mandatos de una fuerte vocación cívica, siguiendo la figura del periodista justiciero que confronta el discurso del poder, apuntando hacia los culpables y exigiendo un castigo. El Walsh que publica esos artículos, y el que luego arma un libro a partir de ellos, todavía cree que algo va a lograr.
Aparte de la transformación personal y del descubrimiento de una nueva forma de escritura –que vuelve a practicar poco después en otra investigación, El caso Satanowsky–, no logra nada de nada. Lo dice él mismo en el epílogo de la segunda edición de Operación Masacre: «Los muertos, bien muertos; y los asesinos, probados, pero sueltos». Ante eso, claro, sobrevendrían el desencanto y un nuevo silencio.
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Solo años después retomaría el oficio perdido de la crónica. Recopiladas luego en El violento oficio de escribir, varias de las suyas podrían contarse fácilmente entre las mejores que se hayan escrito en el idioma. De una agilidad y una hondura notables, no solo obedecen al viejo imperativo de hacer visible lo invisible, sino además al de cuestionar los motivos de la invisibilidad y, de nuevo, al de confrontar a los responsables, aunque ahora desde un registro más cotidiano.
Walsh, el Walsh de estas crónicas escritas entre 1966 y 1968, es el cronista que se pregunta por el origen de las cosas y que las investiga a fondo, hasta desentrañar su procedencia. De dónde viene este pedazo de carne, se pregunta por ejemplo antes de internarse durante semanas en un matadero municipal, donde convive de cerca con los matarifes. De dónde viene la luz de mi casa, se pregunta antes de instalarse en una generadora eléctrica para acercarse a las dificultades que enfrentan a diario los técnicos a cargo de iluminar la ciudad. En todos los casos, su manera de llegar al corazón de esos fenómenos es atendiendo a las personas involucradas, los hombres y las mujeres que permiten que el mundo siga funcionando. Walsh, el Walsh de esta serie, es el cronista que recorre las ciudades debajo de la ciudad, el que descubre los países enterrados en la imagen arbitraria y superficial de un país. Por sobre todo, durante esos viajes se dedica a oír a los otros, a entender el lugar desde donde hablan. Las crónicas de esos años, tan adelantadas a su tiempo y tan inquietantes aún ahora, están llenas de gente: leprosos recluidos («La isla de los resucitados»), agricultores caídos en desgracia («La Argentina ya no toma mate», «Viaje al fondo de los fantasmas»), los que frecuentaron en Misiones a Horacio Quiroga («El país de Quiroga»). Están llenas también de datos siempre contundentes y de una poesía incómoda, difícil, ejemplar.
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A esa escritura de lo social, al mismo tiempo, le antepone otra más secreta, que sucede en las orillas de una tradición opuesta a la de la crónica.
Dice Blanchot que los diarios son el lugar donde los escritores escriben sobre lo que no escriben. Dice Canetti a su vez que «los escritores felices» son aquellos que siempre tienen algo que decir. El diario que Walsh empezó a escribir a sus treinta y tantos revela al escritor infeliz que a partir de cierto momento solo tiene mucho que decir sobre aquello que no puede decir. Intenta explicárselo una y otra vez, pero al final solo hay un hombre hablando a solas, un hombre rumiando en silencio sobre su silencio, intentando convencerse de que en verdad ha dejado de interesarle escribir más cuentos o crónicas o esa novela que tanto se espera de él y por la que ya le han pagado una suma cuantiosa.
En el diario nos acercamos al convencido que duda, al hombre severo que cae en falta, al que también intenta oírse a sí mismo. Walsh se humaniza en esas páginas, cobra espesor: cuando va de putas («Tenía el vientre abultado. Hay pensamientos de placer en la maldad, coger a una niña embarazada de 16 años, empujar hasta el fondo y sentirse un maldito, que se joda, jodámonos todos»), cuando alguna crítica a su trabajo lo atormenta durante semanas («Me molestó lo que dijo Raimundo, que yo escribía para los burgueses. Pero me molestó porque yo sé que tiene razón, o que puede tenerla»), cuando busca ser distinto («Que alguien me enseñe a cantar y a bailar. Que alguien me desate la lengua. Que yo pueda hablar con la gente, entonces podré hablar de la gente. Que alguien me cauterice esta costra de incomunicación y estupidez»), cuando acepta su vulnerabilidad mientras le escribe a su hija Vicky («Nosotros morimos perseguidos, en la oscuridad. El verdadero cementerio es la memoria. Ahí te guardo, te acuno, te celebro y quizás te envidio, querida mía»), cuando indaga con una impotencia enorme sobre la rabiosa confluencia de la literatura y la política, y sobre el lugar de la escritura en una vida de militancia como la que ahora lleva. Su hija Patricia resume lindo el cuestionamiento incesante que para su padre surge en ese cruce: «… cómo se escribe, se escribe igual o se escribe distinto, para quién se escribe, cómo se escribe, cuándo se escribe y finalmente, ¿se escribe?, porque si uno tiene que estar haciendo tantas otras cosas, habría que ver si se escribe, y si se escribe habría que ver si se puede escribir».
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La búsqueda de justicia, la lenta transformación ideológica, la suma de desencantos, un nuevo llamado al silencio y el azar coincidieron para que desde 1968 su vida fuera otra cosa y para que Walsh, además de escritor que no escribía, pasara en los próximos diez años a ser creador y director del semanario sindical CGT de la Confederación General del Trabajo de los Argentinos (donde publica una tercera y última investigación, ¿Quién mató a Rosendo?), militante de las Fuerzas Armadas Peronistas y más adelante de Montoneros (donde organiza el Departamento de Inteligencia, del que se hace cargo), creador del diario Noticias, de la Agencia Clandestina de Noticias, de una escuela de periodismo en villas miseria y de la Cadena Informativa, que involucra a la sociedad civil en la difusión noticiosa.
Walsh se desentiende por completo de la institución literaria, de su superficialidad, de sus mezquindades, de su elitismo. Quiere llegar a la mayor cantidad de gente posible y estas son iniciativas de gran alcance popular. Mientras tanto, todo va ensombreciéndose alrededor. Los últimos son años de clandestinidad y de una pérdida tras otra, hasta llegar a lo del principio: la divergencia con la conducción de Montoneros, el repliegue personal a una casita en San Vicente, algún cuento empezado después de tanto, y esa última caminata por la ciudad.
«No te olvides de regar las lechugas», le dijo ella –Lilia, su cuarta esposa– desde el otro lado de la calle. Él levantó la mano, sonriendo, antes de perderse entre el gentío.
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De dónde viene este pedazo de carne, se pregunta por ejemplo antes de internarse durante semanas en un matadero municipal, donde convive de cerca con los matarifes. De dónde viene la luz de mi casa, se pregunta antes de instalarse en una generadora eléctrica.
Anota en su diario, en agosto del 69: «Tengo que recrear los hábitos, las circunstancias materiales. Un lugar agradable para trabajar, una división armoniosa entre lo que debo a los demás, y lo que a mí mismo me debo». Anota en diciembre del 70: «No quiero decir que dentro de poco voy a tener 44 años. Pirí se dio cuenta antes que yo: “Has dejado de ser un escritor” dijo la última vez. Era un elogio, eso la emocionaba. ¿He dejado?». Anota en febrero del 71: «Nos vinimos a la quinta donde fantaseaba con escribir al sol, terminar los trabajos empezados, desatarme un poco de las cosas que me traban. Pero en realidad lo más importante que he hecho es dormir y jugar al póker. (…) Si digo que no pude terminar la traducción, proseguir el cuento, escribir algunos artículos, averiguar ciertas cosas, planear mi futuro, ni siquiera mantener una apariencia decente de trabajo, estoy dando una medida de la extensión de mi crisis. Pero no toda la medida».
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Hay otros Walsh. El que viaja a Palestina y escribe extensos reportajes en contra de la represión ejercida por el Estado israelí. El que también reportea desde Chile o Bolivia. El que se enseña a descifrar mensajes secretos y lo hace al final de su estadía en Cuba, detectando antes que nadie los planes de la invasión de Bahía Cochinos. El que publica una crónica al respecto, sin notificarlo antes al régimen cubano, y se mete en problemas que aceleran su salida del país.
Hay, también, el Walsh más personal, el mujeriego, el jodón. El que al volver de Cuba pone un mapa de La Habana en una pared de su casa y un mapa de París, donde nunca ha estado, en otra. El que vende antigüedades, el que intenta aprender japonés. El que llora un día entero al enterarse de la emboscada a su amigo Urondo, según cuenta su amigo Gelman. El que les escribe cartas a los muertos. El que admira a Borges y, más adelante, el que lo desprecia. El dormilón, el que nunca tiene un peso. El que ama el río y la pesca.
Estas son algunas de las cosas que quería ese hombre (lo anota en su diario en marzo de 1972): «Lilia mis hijas el trabajo oscuro que hago los compañeros el futuro los que no obedecen los que no se rinden los que piensan y forjan y planean los que actúan el análisis claro la revelación de lo escondido el método cotidiano la furia fría los títulos brillantes de mañana la alegría de todos la alegría general que ha de venir un día la gente abrazándose la pareja en su amor la esperanza insobornable la sumersión en los otros».
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Eso, entonces: Walsh o la literatura (y la vida) como un ejercicio de sumersión en los otros pero también, no olvidarlo, como un avance laborioso a través de la propia estupidez. En esa conjunción inusual es quizá donde sea posible encontrar su mejor definición. Todo parece indicar que fueron una misma cosa para él.
El escritor boliviano Rodrigo Hasbún ha publicado los libros de cuentos Cinco y Los días más felices, y la novela El lugar del cuerpo.
PRENSA. "Burundi, un país en el corazón de las tinieblas"
En "cuartopoder.es":
Burundi, un país en el corazón de las tinieblas
JOAQUÍN MAYORDOMO | Publicado:
Cada día pasado en Burundi y Rwanda este verano he recordado a aquel Marlow que se adentra en la selva siguiendo el río Congo en busca de Kurtz, semidios agrandado por Joseph Conrad (1899-1924) en su mítica novela El corazón de las tinieblas, libro magistral que sirve aquí de disculpa para dar nombre a este artículo. Kurtz murió pronunciando la enigmática frase “¡El horror! ¡El horror!” delante de Marlow y esta frase, como un estigma, me ha acompañado cada hora vivida en una región en la que se perpetró, justo ahora hace 20 años, uno de los mayores genocidios que se recuerdan. Se calcula que entre ambos países murieron más de un millón de tutsis asesinados a machetazos por los hutus; sólo en Ruanda la cifra estimada es de 800.000 asesinatos en apenas tres meses.
Pero esto es historia, aunque las heridas parezcan recientes. Ahora toca hablar de la realidad. Y la realidad es que esta región de lagos tan grandes como mares (Tanganica, Kivu, Victoria) y hermosas montañas —la Suiza africana la llaman— siguen viviendo en el infierno.
Burundi es un pequeño país de 27.834 kilómetros cuadrados y 11 millones de habitantes. Galicia, para hacerse una idea, tiene 1.723 kilómetros cuadrados más y sólo 2.766.000 habitantes. Es decir, la primera sensación que se tiene al viajar por Burundi es que en el país “no cabe más gente”. El 54% de la población tiene menos de 15 años y la media de hijos por familia ronda los 9, pero las innumerables religiones —católica, musulmana, adventista, anglicana, baptista, metodistas, etcétera— que predican sus credos allí instan a la libre concepción o se inhiben, como hace el Gobierno —que deja hacer—, mientras cada día son más las voces que claman que es necesario tomar medidas urgentes de control de natalidad, pues la eclosión demográfica es un bomba que un día va a estallar.
Mientras tanto, la miseria devora a los burundeses. El 90% de la población vive con menos de dos euros al día y el 59% con menos de uno. El salario medio no llega a los 20 € al mes. En el último Informe sobre Desarrollo Humano 2014 publicado por Naciones Unidas, Burundi ocupa el lugar 180 —España, el 27— de los 187 países que aparecen en la lista. Sólo, por este orden, Burkina Faso, Eritrea, Sierra Leona, Chad, República Centroafricana, RD del Congo y Níger, que ocupa el último lugar, le superan en este ranking de pobreza.
Hay otros datos escalofriantes (la esperanza de vida es de 54 años, el analfabetismo supera el 38% y la tasa de escolarización no pasa del 64%.), y otros, también, que dan qué pensar; como que el 52% de su presupuesto lo cubren donaciones extranjeras. ¿Es viable un país que no tiene recursos ni para cubrir tan siquiera el 50% de su presupuesto? Probablemente lo sería si hubiese justicia; si su riqueza se distribuyese mejor, si no hubiese corrupción… Pero ésta, la corrupción, es la bandera que impera en Burundi. El dinero que entra a mansalva de los países donantes de la Unión Europea y de otros se escurre como el agua entre los dedos de sus gobernantes, sin que se sepa a dónde va. Y esto se traduce en la más completa miseria: la mayoría de la gente come una sola vez al día (si come) y los servicios sociales (salud, educación), en general, brillan por su ausencia.
Otras necesidades, como la de disponer de herramientas para hacer mejor los trabajos industriales y agrícolas —Burundi es un país eminentemente agrícola: bananas, mandioca, arroz, té y café son sus principales cultivos— tampoco están mínimamente cubiertas. Resulta dolorosamente patético descubrir a grupos de mujeres que arrancan, sí, arrancan el trigo por no disponer de una hoz para segarlo, lo amontonan a la puerta de sus casas y luego, sentadas en el suelo, recolectan las espigas una a una. Junto a las carreteras es frecuente encontrarse a personas (niños sobre todo), rompiendo a martillazos grandes piedras que luego se usarán como grava, cuando se eche el asfalto. ¿Y qué decir del transporte, tan necesario para el desarrollo? Si se trata de llevar algo cerca o a algunos kilómetros… el mejor medio es la cabeza.
Las mujeres soportan todo lo imaginable sobre sus cabezas. Además de llevar, generalmente, un niño a la espalda, cargan con grandes mazorcas de bananas, cestos gigantes a rebosar de alimentos, sacos de lo que sea… Es lo normal. Pero si alguien dispone de una bicicleta… —¡En Burundi la bicicleta es el vehículo nacional por excelencia y quien tiene una bici se considerará casi rico!— podrá montar una industria boyante dedicada al transporte de lo que haga falta. Desde llevar a tres, cuatro personas a la vez, hasta transportar muebles, puertas, ladrillos, tejas, troncos, sacos de carbón, animales…
Este es Burundi; un lugar olvidado del mundo donde, sin embargo, el hormiguero de la cooperación internacional campa a sus anchas. Prácticamente, no hay cartel entre los miles de ellos sembrados por todo el país, que no anuncie un proyecto patrocinado por un país rico. Nadie quiere perderse, parece, esta “fiesta de la cooperación”. Aunque los resultados, por lo que se ve, no sean tan óptimos como sería deseable. Todos los indicadores de desarrollo social y humano cotejados en los últimos años por organismos e instituciones internacionales (OMS, FAO, Intermon Oxfam, etc.) indican que se han estancado o han ido a peor. Este hermoso país, tejido de montañas y valles, cubierto de una alfombra verde gran parte del año, esquilmado en sus bosques autóctonos y repoblado todo él de eucaliptos hasta hacer daño a la vista, sigue encaminándose, si alguien no lo remedia, hacia un nuevo horror.
Y es aquí cuando toca hablar de política. Porque la política en Burundi es un argumento muy endeble, casi cogido con alfileres, que en cualquier momento puede hacer crack, ¡crack!, y ser sustituido por el más prosaico de las armas. El país está gobernado por Pierre Nkurunziza, un exlíder guerrillero hutu, que lleva dos legislaturas (desde 2005) en el poder, y al que parece que ahora sólo le interese el fútbol. Todas las tardes, en torno a las cuatro, el ínclito presidente corta el tráfico de las calles que comunican el palacio presidencial con su campo de fútbol privado, junto al lago Tanganyca, para jugar unas horas con sus amigos. Lo insólito de este esperpento, que tanto da que hablar en la capital, Bujumbura, es que “el partido no concluye hasta que el sportif presidente no mete un gol”, aseguran sus detractores.
Pero, al margen de anécdotas, la realidad es que la paz cada día es más débil. Un reciente informe de Amnistía Internacional que se hacía, a su vez, eco de otro similar de la misión de paz que la ONU tiene en Burundi —“confidencial hasta que alguien, interesado, en Nueva York, lo filtró”, según fuentes del propio organismo— fue difundido por la prensa en julio pasado, logrando con ello que saltaran todas las alarmas del país. En él se denuncia la creación de milicias armadas por parte del partido del gobierno; una especie de cuerpo paramilitar a su servicio. Y esto es muy grave. Gravísimo. Porque la oposición, tanto hutu como tutsi —aquí, todavía, la sangre tribal corre caliente por las venas de unos y otros, y todos saben muy bien en que bando están y qué partido deben tomar cuando las cosas vengan mal dadas— no está dispuesta a consentir más corrupción ni más sucios manejos del Gobierno de Pierre Nkurunziza. Sin embargo, el partido que le sustenta, el Consejo Nacional para la Defensa de la Democracia (CNDD-FDD, su acrónimo en inglés) sigue a lo suyo mientras le niega el pan y la sal a la oposición, también hutu, del Palipehutu-FNL (Frente Nacional de liberación) y, por supuesto, a los tutsis de Uprona, partido que encabezó en su día las luchas por la independencia.
El Gobierno actual les prohíbe a todos por igual los mítines y las manifestaciones. Persigue a sus líderes y, esporádicamente, alguno de estos líderes sufre (o ha sufrido) “accidentes” irreparables de tráfico o de otra índole, provocados, según la versión oficial, por ajustes de cuentas… “amorosas”, por ejemplo. Entre tanto, la misión burundesa de paz de la ONU se esfuerza en documentar estas muertes, a las que califica de “asesinatos políticos” mientras sigue ahí, empeñada en sentar a las partes a la mesa del diálogo; un diálogo cada día más débil y más difícil, y que ahora se agrava con la intención de Pierre Nkurunziza de presentarse por tercera vez a las elecciones el año que viene; algo que la Constitución no contempla al limitar los mandatos presidenciales a dos legislaturas.
Así está Burundi; pendiente de un hilo; enredado en la vieja madeja étnica de hutus y tutsis, ricos y pobres, colonizadores y colonizados… Desde que en 1962 lograse la independencia de Bélgica, las guerras, matanzas entre unos y otros y las catástrofes, no han dejado de sucederse. Ahora parece que se avecina una nueva hecatombe si la comunidad internacional no se toma en serio lo que está ocurriendo (o puede ocurrir) en este país. El asesinato de tres monjas italianas de 75, 83 y 79 años, ocurrido hace una semana en un barrio de la capital, o la “salida voluntaria” de algunos cooperantes europeos, “aconsejados” por sus amigos de allí, no son más que relámpagos de una tormenta… que puede que pase de largo o que estalle sin más. Y entonces, si estalla, ya no habrá remedio. Y el horror, una vez más el horror, habrá vuelto al corazón de las tinieblas.
Y de Rwuanda ya os contaré.
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PRENSA CULTURAL. "Pasión y gloria de Edgar Allan Poe"
En "cuartopoder.es":
Pasión y gloria de Edgar Allan Poe
DAVID TORRES | Publicado:
En una serie de doce consejos más o menos irónicos sobre el arte de escribir cuentos, de repente, al llegar al punto número nueve,Bolaño se pone serio y advierte: “La verdad de la verdad es que con Edgar Allan Poe todos tendríamos de sobra”. Y luego añade: “10) Piensen en el punto número nueve. Piensen y reflexionen. Aún están a tiempo. Uno debe pensar en el nueve. De ser posible: de rodillas”.
El elogio no es exagerado. En las enciclopedias se lee, no sin razón, que el gran escritor bostoniano fue el inventor del cuento de terror moderno y del relato policíaco, lo que no es pequeña cosa, teniendo en cuenta el auge de ambos géneros durante todo el pasado siglo y lo que llevamos de éste. Sin embargo los dos adjetivos eluden un hecho fundamental, el de que Poe es responsable del cuento tal y como lo conocemos hoy, el cuento entendido como un artilugio narrativo tenso, lúcido y fatal, donde no debe sobrar ni faltar una palabra. Probablemente, desde que Montaigne se sacara el ensayo de la manga, ningún otro escritor en ninguna literatura ha transformado un género con tanta fuerza, originalidad y convicción. Puede decirse que hasta la llegada de Chéjov, el triste, sutil y tranquilo Anton Chéjov, que abrió otro territorio inmenso, el cuento permaneció varado en las aguas fúnebres y oscuras de las pesadillas de Poe.
Incluso puede decirse que permaneció varado mucho tiempo después, puesto que sus herederos forman una legión heterogénea que va de Maupassant a Stephen King, pasando por Bierce, Blackwood, Machen, Chambers, Quiroga, Lovecraft y casi quien se les ocurra. La resonancia de Poe en la literatura mundial es como una piedra arrojada a un estanque. Sherlock Holmes, con su desgana y su insolencia, ¿no es una versión corregida y aumentada del Chevalier Auguste Dupin? Al leer El hombre de la multitud, ¿no se escucha el sombrío eco de Kafka? ¿Y no parecen El monte de las ánimas o Los ojos verdes, de Bécquer, dos relatos perdidos de Poe? Fue Benet quien dijo que los genios literarios desertizan su idioma durante siglos y que por eso no había grandes novelistas españoles después de Cervantes ni grandes dramaturgos ingleses tras Shakespeare. Anotó, con notoria maldad, que los herederos de Cervantes son británicos, los de Shakespeare, rusos, y los de Goethe, alemanes. También apuntó que la estela de Poe había que buscarla en Argentina, donde no es difícil rastrear aquel pasaje de Pierre Menard, autor del Quijote en el que Borges asegura que un poeta simbolista podía imaginarse el mundo sin Cervantes pero no sin Poe. Cortázar fue más explícito y nos legó una traducción casi completa de su obra que igualaba el regalo que había hecho Baudelaire al francés un siglo atrás.
Todavía recuerdo mi primera visita a la Feria del Libro de Madrid, cuando era un niño del brazo de mi padre, quien me dijo que me regalaría el libro que yo quisiera. Hice trampa y, sin dudarlo, escogí los Cuentos completos de Poe en dos volúmenes, editorial Alianza, con la traducción de Cortázar y la escueta calavera en portada de Daniel Gil. Es quizá el libro más antiguo que conservo, y eso que lo he prestado varias veces, pero en Poe los escalofríos permanecen intactos, así sea en la traducción de Baudelaire al francés, en la de Cortázar al español, en la de quien sea al chino, en las amarillentas adaptaciones de Corman al cine o en las barrocas ilustraciones de Bernie Wrightson.
Con sus nocturnos, sus ángeles, sus gatos y sus crímenes, Poe llevó el romanticismo más lejos que nadie, pero llegó más lejos aun. Inauguró una Venecia del horror. Desenterró un perdido cordón umbilical entre el miedo y la belleza que conectaba los mitos griegos con el mundo moderno. En el cortocircuito venían también muchos de los antiguos pánicos de la especie (el incesto, el emparedamiento, la necrofilia, la locura, el asesinato), traumas psíquicos que Poe iba alumbrando con un candelabro goteante sin que jamás le temblara la mano. Perfeccionó el cuento como un arma de un solo tiro que atraviesa la cabeza del lector. Un cuento –explicó alguna vez– debe constar de un solo tono y provocar un solo efecto. La danza lóbrega y mortuoria de La caída de la casa Usher; el stacatto enloquecido de El corazón delator; la melodía infinitamente triste de Ligeia; la chanza grotesca de El tonel de amontillado, cuya partitura Stevenson definió como “el golpetear de unas castañuelas malignas”. El gran Stevenson, que nunca acabó de entender cómo Poe había podido perpetrar el “audaz e imprudente escamoteo” de no revelar nunca qué había en las tinieblas de El pozo y el péndulo. En ese espanto innombrable reside precisamente la clave definitiva del genio de Poe, que se atrevió a sugerir lo que no se puede ni siquiera sugerir, a alumbrar el fondo del pozo para mostrar, como diría Faulkner, que “una cerilla encendida en medio de un sótano no sirve para ver mejor, sino para ver mejor la oscuridad”.
Pocas novelas contemporáneas resuenan con el grito inacabado del final de la Narración de Arthur Gordon Pym, un libro donde lo narrado y lo leído, la escritura y la voz se confunden en puntos suspensivos sobre la misma página. Poe ya había ensayado un laberinto textual más perfecto y más breve en El retrato oval, un prodigio imaginativo de apenas cuatro páginas que es al mismo tiempo un supremo relato de horror, una indagación metaliteraria y un canto absoluto al delirio del arte. Como el pintor entregado a la tarea imposible de plasmar la belleza en el lienzo, Poe lo dio todo por la literatura, incluidos su amor, su vida, su oficio y su salud.
En su Filosofía de la composición, un ensayo que escribió para justificar la imaginería y la rítmica fúnebres de El cuervo, dijo que en la literatura no había tema más sublime que la muerte de una joven hermosa. Poe repitió ese camafeo de la muchacha muerta en muchos de sus grandes relatos, en Berenice, en Morella, en El retrato oval, en La caída de la casa Usher, en Ligeia, que era su favorito. Lo repitió en algunos de sus mejores poemas, como Annabel Lee. Lo repitió también, por desgracia, en su propia vida, cuando su prima Virginia, con quien se había desposado cuando ella sólo contaba trece años, murió de tuberculosis en 1847, dejándolo convertido en uno de sus héroes malditos, un poeta melancólico que aullaba a la luna y oía bajo las tablas de la casa, enterrado para siempre, el tam tam fantasmal de un corazón.
Un crítico dijo una vez que Poe y su genio extraordinario, Poe y su sensibilidad exquisita, languidecían en los Estados Unidos como un Botticelli colgado en una pocilga. Puede que tuviera razón pero para alguien como él, con ese anhelo de belleza y de pureza imposibles, no había ningún lugar limpio en el mundo. Murió en Baltimore, de un ataque de democracia, a manos de una banda de desaprensivos que cogían a forasteros y vagabundos y les invitaban a beber una y otra vez para obligarles a votar en distintos colegios electorales. Lo emborracharon hasta la muerte. Lo imagino yendo de urna en urna, depositando su papeleta, haciendo eses, el mismo hombre que había escrito que el pueblo no debe intervenir en las leyes más que para obedecerlas. Tuvo un momento de lucidez antes del coma final y un médico recogió sus últimas palabras, tal vez las más tristes de las que se tiene noticia. “Dígame, doctor, ¿hay esperanza?” El médico meneó la cabeza, sin saber qué responder, y entonces Poe remató su obra maestra: “Oh, no me refiero a eso. Quiero decir si hay esperanza para un miserable como yo”.
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sábado, 29 de noviembre de 2014
POESÍA. "[Saint-Jacques]". Sara Herrera Peralta (Jerez de la Frontera, Cádiz, 1980)
[Saint-Jacques]
La identidad de cada asiento, la esclavitud territorial, el lenguaje, los idiomas,
elevados y cercanos a una lengua que silba en los labios
de todos los que llegamos de lejos, de ciudades inventadas, de aceras contagiosas.
elevados y cercanos a una lengua que silba en los labios
de todos los que llegamos de lejos, de ciudades inventadas, de aceras contagiosas.
Manteniendo el diálogo que precede a los días imaginarios,
el vagón de metro inventa un lenguaje para todos, un argot moderno
-tu me mank-
y pisamos con cuidado el saber hacer de los más viejos,
el léxico que guardó la ciudad durante años, la tradición de los clásicos.
el vagón de metro inventa un lenguaje para todos, un argot moderno
-tu me mank-
y pisamos con cuidado el saber hacer de los más viejos,
el léxico que guardó la ciudad durante años, la tradición de los clásicos.
La aparición de los mensajes de móvil fue una plaquette romántica
igual que los nuggets el tentempié de los martes.
igual que los nuggets el tentempié de los martes.
No me acuses de hablar espontáneamente porque no hay límites en todo esto.
Los academicistas me maldecirán por ser joven, mujer sin experiencia,
de poca formación.
Los academicistas me maldecirán por ser joven, mujer sin experiencia,
de poca formación.
Y me lo dirá un representante de seguros,
como si la cuestión humana estuviese ahí, precisamente ahí,
y no mucho más lejos.
como si la cuestión humana estuviese ahí, precisamente ahí,
y no mucho más lejos.
PRENSA. "¿Animales de la Tierra? El día en que la humanidad escapará del sistema solar". José Luis Villacañas
En "blogs.elconfidencial.com":
José Luis Villacañas. 29-VIII-2014
Stephen Hawkins ha defendido que si no logramos colonizar el espacio para 2100, la humanidad corre peligro de desaparecer. Para 2050 tomaremos la Luna. Para inicios del siglo XXII conquistaremos Marte. Es como la canción de Leonard Cohen, y no deja de tener cierto aire paranoide. Luego, desde allí, deberemos arriesgarnos hacia las oscuridades estelares. ¿Hacia dónde? Nadie lo sabe. En este mensaje es mucho más explícito el peligro que la salvación. Tenemos muy claro el diagnóstico: la humanidad está en riesgo de perecer. Lo que debemos hacer para evitarlo es más confuso: ganar la Luna y Marte.
Mientras tanto, el comentario más inmediato que me viene a la cabeza es el siguiente: todo lo que sabemos de esos astros es que constituyen grandes desiertos. Si se demuestra que es verdad todo lo que suponemos sobre la desertificación de la Tierra, entonces dentro de poco no tendremos que viajar a la Luna o a Marte. Nuestro planeta ya se habrá convertido en algo tan parecido a esos astros que podríamos ahorrarnos el esfuerzo. Si al parecer no tenemos recursos ni voluntad para detener la desertificación de la Tierra, ¿cómo encontraremos recursos para hacer de esos arenales astrales vergeles habitables?
El comentario del famoso científico es un síntoma de lo que puede significar la ciencia cuando, más allá de resolver problemas de conocimiento de la realidad, se eleva a conductora de la humanidad. La retórica es la fuente de las utopías.Cuando la ciencia se autopresenta como portadora de utopías se rebaja a mala retórica. Mala, en la medida en que, parapetada tras la autoridad del científico, oculta su propia debilidad y riesgo. Pero sobre todo, esta propuesta de aventura sideral es un síntoma, porque en el fondo no acaba de revelar una plena autoconciencia de todos los aspectos de lo que dice.
La utopía siempre tiene una estructura no escrita: piensa en la existencia de un mundo con pocos seres humanos
El motivo por el que la humanidad colapsará, según el diagnóstico de Hawkins, es el número excesivo de personas y la imposibilidad de alimentar a tantos seres humanos. En realidad, por lo que sabemos del ser humano, no siempre ha emprendido largos viajes hacia lo desconocido por falta de comida. Otros anhelos han pesado tanto o más. Según la paleoantropología, la especie humana viaja quizá incluso desde antes de constituirse. Especie nómada, el cambio de mundo es una poderosa memoria vital. Lo que un día ya lejano fue una necesidad –quizá la de huir–, se ha convertido en una insistencia, en un modo de vida, casi en una pulsión antropológica. Para un ser con ese pasado, saber que no hay más allá adonde ir se convierte en una mala noticia. En este asunto, como en muchas otras cosas, encontramos el destino de la democratización moderna. Si plus ultra fue la divisa del emperador Carlos I, el señor del mundo, ahora es la divisa de un anhelo general de la humanidad entera.
El pronóstico del sabio astrofísico, consciente del destino de los tiempos, habla por eso de humanidad, pero en realidad, cuando lo pensamos bien, no puede sino querer decir “una minoría de la humanidad”. Esa sería en todo caso la que podría viajar al espacio estelar y la que puede soñar con esquivar los agujeros negros. No habrá energía suficiente en la Tierra –ni vehículos capaces de transportarla y propulsarse a un tiempo– para imaginar viajes de miles de millones de seres humanos hacia Marte. La utopía siempre tiene una estructura no escrita: piensa en la existencia de un mundo con pocos seres humanos. Desde que Platón elaborase su República, la clave de todo sistema utópico es que el número de los hombres se mantenga en sus límites. Por eso la matemática es tan necesaria al filósofo-rey platónico. Si este cae en la irracionalidad que atraviesa la ley de la proliferación infinita de los números, el Estado es ingobernable. Esta tensión entre la proliferación del número y la finitud que impone todo orden, atraviesa los sueños de la inteligencia humana.
Al parecer, lo que hay en el fondo de esta tensión es que el ser humano ni puede vivir sin respeto de ciertos límites ni puede vivir sintiéndose insuperablemente coaccionado por ellos. Esa tensión se resuelve en el viaje, real o imaginario. Ahí está el fondo de su pulsión a experimentar que el mundo sigue abierto. No sabemos cuál es la base antropológica concreta, pero lo cierto es que el ser humano no puede desprenderse de la idea de lo que queda más allá de lo propio, de un exceso infinito, por mucho que su soporte corporal lo condene a lo finito. Esa es la noticia que Hawkins quiere volver a darnos: que disponemos todavía de un horizonte expansivo espacial y temporal que supera los límites de la Tierra. Y no solo eso: que todavía tenemos el reto de imaginar lo hoy por hoy inimaginable: escapar de la cárcel de este sistema solar y de su tiempo finito. La autoridad de la ciencia es aquí muy fuerte porque, a fin de cuentas, es la única actividad humana que mantiene la promesa de que nuestro mundo no está cerrado, por mucho que ella avance solo a pequeños pasos.
Todo relato mítico nos propone una historia en la que el cosmos o la creación tiene una relación especial con nosotros
¿De dónde surge la necesidad de esta idea de infinito, de vivir en un mundo abierto? Sin duda de la hiperactividad de un cerebro que tiene una masa neuronal excedentaria respecto de toda funcionalidad de supervivencia. De ahí proceden las actividades de la imaginación y la inclinación a la teoría, un lujo existencial respecto de las necesidades de la autoconservación. Pero también este exceso permite la capacidad reflexiva de autoobservación humana y, con ella, la conciencia de la propia contingencia.
De todo ello se deriva la tensión de una vida que, cuanto más sabe de la inmensidad del mundo, más repara en la propia insignificancia. La idea de infinito nos deja así ante el principal de los retos: superar la humillación y la pérdida de relevancia del sentido humano que produce en nosotros. Eso es lo que durante mucho tiempo hizo el mito. Todo relato mítico nos propone siempre una historia en la que se nos explica que, a pesar de nuestra insignificancia aparente, el cosmos o la creación tiene una relación especial con nosotros que nos permite dotarnos de una cierta centralidad. Eso explicaría que, a pesar de nuestra contingencia, como especie seamos dignos de reconciliarnos con lo absoluto.
La irrupción de los comentarios de Hawkins, que ponen de nuevo la investigación científica en el contexto de asegurar la supervivencia de la especie humana, preocupa desde la ciencia la vieja prestación del mito. Como en la más lejana saga, también el gran científico nos dice que el cosmos entero puede ser nuestra casa. No somos un animal de la Tierra. Más bien somos animales cósmicos y, como en el tiempo de los estoicos, podemos desplegar todavía un sentido verdadero de la anhelada cosmópolis. Nuestra historia está vinculada a la historia del cosmos y no es, como fascinaba a Pascal, la historia de una mota de polvo perdida en el espacio infinito.
Es como si viviéramos urgidos todavía por una idea: si no nos pensamos tan eternos como el universo, el minuto siguiente de nuestra existencia ya sería la antesala de la desesperación. Quizá buena parte de lo que nos pasa es que no hemos encontrado un camino intermedio entre la dificultad de imaginarnos eternos y la disolución en un presente sin otro sentido que agotarse en su propio olvido. Con una repetición que es sintomática de esta insuperable tensión, la imaginación del Apocalipsis es tan frecuentada porque en el fondo nos relaja de ella.
Como si fuera parte de un programa para darle ánimos a una humanidad que se muestra demasiado equidistante del origen, y que desde el mito no parece haber progresado mucho en la solución de sus exigencias de autocomprensión, otro científico ha seguido la senda de Hawkins, complementándola. Ha dicho que el ser humano conserva en sí la energía que desplegó el universo en el momento cercano al origen, a la explosión del Big Bang. Como tesis, encierra la más completa traducción del relato bíblico.
Los científicos se adentran en las estructuras del pensamiento religioso, ofreciendo el consuelo de un devenir armónico
En el mismo comienzo de la creación, el universo ya configuró la energía que ha quedado depositada en el seno mismo del ser humano. Si podemos tener la esperanza de habitar en cualquier parte del cosmos, es porque en el fondo somos la energía originaria cósmica, una reserva de la juventud creativa del mundo. Cómo no vamos a estar en condiciones de adaptarnos a un universo que es carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. La armonía preestablecida, que de algún modo es la mecánica de todo mito, queda aquí asumida en esta renovada teología gnóstica. No meramente imagen y semejanza, sino de la propia sustancia del Padre universal, de ese Big Bang en cuya historia infinita todavía estamos y estaremos.
De este modo, los científicos no sólo construyen una retórica mitopoiética, sino que se adentran en las estructuras del pensamiento religioso, ofreciendo el consuelo de un devenir armónico entre el tiempo del cosmos y el tiempo del hombre. Al hacerlo, se presentan como la única elite que de verdad puede compensarnos por las inquietudes del presente, ofreciéndonos imaginaciones que en su boca tienen el plus de ser algo más que eso. Ignoro lo que hay detrás de este descenso descarnado a la arena del mito y del consuelo religioso. Pero sea lo que sea que haya detrás, tendrá consecuencias en la distribución de recursos.
Quizá en un futuro cercano, cuando ya nadie tenga memoria real de las antiguas construcciones míticas, filosóficas y religiosas –un proceso tan acelerado como la desertización de la Tierra, porque es la desertización misma– estas mitologías que nos ofrecen los científicos en sus ratos libres pasarán como las nuevas y autorizadas creencias. ¿Y quién tendrá entonces memoria para ironizar sobre ellas? Viviremos pendientes de lo que sucedió en el inicio del Big Bang y de lo que sucederá cuando seamos capaces de atravesar los agujeros negros. Entonces el viejo Dios de la humanidad sufriente, el que cuenta con paciencia los años uno tras otro (creo que los mejores en esto llevan contados unos 5.775 años), será una antigualla propia de aquellos tiempos extraños en los que el ser humano, consciente de su finitud, tenía como aspiración suprema garantizar la vida de la generación siguiente sobre esta bendita Tierra.
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