lunes, 14 de febrero de 2011

CUENTO de José María Toro Piqueras (1)

José María Toro Piqueras

   José María Toro Piqueras, exalumno del IES "Maimónides", y Premio Extraordinario de Bachillerato, nos envía el siguiente relato:

Llorad, corazón, que tenéis razón
                                                     A mi padre y a mi madre,
                                                     a quienes amo con toda mi alma.

Parte I
Preludio del mal

   El móvil empezó a vibrar en mi bolsillo y acto seguido comenzó a sonar esa maldita canción que mi madre había escuchado hasta la saciedad y que, según ella, “tan felices momentos” le había evocado. No obstante, esta vez no surtió el mismo efecto conmigo. Oír aquella canción era como si me martillearan la cabeza.
   –¡Joder! ¿No sabéis dejar a las personas tranquilas? –me dije mientras vi en la pantalla del móvil que era mi padre quien me incordiaba –¡Qué querrá este ahora! –y cancelé la llamada, no tenía ganas de hablar con nadie, y mucho menos con él.
   Apenas volví a cerrar los ojos para intentar descansar algo, el mismo sonido infernal volvió a enervarme.
   –¿Pero qué quieres ahora? –le grité a mi padre por teléfono.
   –Es el abuelo. Se está muriendo –me contestó, lacónico–. Estamos en el hospital.
   –No puede ser… –Y le colgué sin ni siquiera despedirme de él.

   De un salto me levanté de la cama, en la que me había echado sin ni siquiera desvestirme. Cogí el chaquetón y llamé a un taxi mientras salía de la casa, pues llovía a cántaros. Mientras lo esperaba, no pude evitar desquiciarme. ¿De verdad me merecía esto? ¿Qué había hecho tan mal en la vida para tener que pagar tan alto precio?... Por suerte el taxi no se hizo esperar y pude dejar de pensar en estas cosas. Me estaba volviendo loco.
Parte II
La siega del guadañero aún no ha terminado

   –Al hospital.
   –De acuerdo, señor.
   El taxista, de mediana edad y con una expresión afable, intentó comenzar una conversación, aunque mi escasa predisposición para hablar no se lo puso precisamente fácil.
   –Un mal día para ir al hospital… siendo mañana Nochevieja. ¿Es por algún familiar?
   –Mi abuelo –respondí, parco en palabras.
   –Oh, lo siento. No tengo por qué inmiscuirme en donde no me llaman.
   El taxista se quedó callado un momento. Yo mientras tanto me entretuve mirando por la ventana los edificios de aquella ciudad que tan extraña se me hacía. Las gotas golpeaban el cristal y se desplazaban por este dejando tras ellas surcos intermitentes.
   –Por cierto, usted no es de aquí, ¿no? No tiene acento…
   –No… Soy de Madrid. Bueno, sí, sí que soy de aquí, pero llevo un par de años allí estudiando.
   –Ya veo. Viene a pasar un tiempo con la familia, ¿no?
   –Eso pretendía…
   –No han salido las cosas como usted quería, ¿me equivoco?
   –No tengo ahora ganas de hablar de eso, discúlpeme.
   –No se preocupe, hay cosas que es mejor rumiarlas uno solo.
   El conductor-filósofo no se volvió a dirigir a mí. Agradecí que respetara mi decisión de no hablar. En lo que quedó de camino no pude evitar darle vueltas a las palabras que me había dicho. “Viene a pasar un tiempo con la familia, ¿no?”. Sí, eso había querido, pero en esos momentos deseaba irme de allí. Desde hacía cinco días había dejado de ser mi hogar. Todo lo que me arraigaba a esa ciudad se había desvanecido desde aquel fatídico día… ¿Por qué tuviste que irte? Su mero recuerdo me laceraba en lo más hondo de mi ser. En los últimos cinco días apenas había dormido un total de ocho horas, y unas marcadas ojeras acrecentaban lo demacrado de mi imagen.
   El calor que había en el interior del coche casi provocó que me durmiera. Cuando ya estaba dando cabezadas, el taxista me sacó de mi ensueño.
   –Ya hemos llegado.
   –Gracias.
   Tras pagarle la carrera, entré al hospital y me dirigí a recepción. Pregunté en qué habitación se encontraba mi abuelo, y subí sin más dilación a su planta. El pasillo en el que se encontraba mi abuelo era bastante tétrico, y, para mi asombro, se encontraba absolutamente en silencio. Avisté el número de su habitación al final del pasillo. 101. No me inspiró confianza. La puerta estaba entreabierta. Cuando entré vi a mi abuelo tumbado en la cama, agarrándole la mano a mi padre. Este, al oírme, me habló.
   –Hijo… Menos mal que viniste, el abuelo…
   No le respondí. Dudo que ni si quiera llegara a prestarle atención en ese momento. El mundo se me volvía a venir encima apenas cinco días después de aquello. Me quedé un rato en el umbral de la puerta, observando la escena que tenía ante mí. El aspecto macilento y enfermizo de mi abuelo no me tranquilizó. Me senté a su lado, y le cogí la mano. En ese momento se percató de mi presencia…
   –Esteban..., qué mayor estás –apenas podía hablar. Tenía una voz muy débil y le costaba mucho expresarse. Continuamente se veía falto de aire.
   –Abuelo, no te preocupes, estoy aquí.
   –No estoy preocupado…, es mi hora. –Acto seguido le entró un ataque de tos. Cuando se le hubo pasado prosiguió con su voz quejumbrosa y apagada–. Le he dicho a tu padre que te llamara…porque tengo algo para ti…
   Me señaló con la mirada un sobre que había encima de la mesa justo enfrente de la cama. No lo cogí en ese momento, pues le entró otro golpe de tos aún más fuerte. Cuando se le hubo pasado me dijo:
   –Lo he escrito porque sabía… sabía… que no… me quedaba mucho. Hemos hablado en muchas ocasiones… pero… me faltaba por contarte algo de mi vida –respiraba con mucha dificultad–. Hasta ahora... me ha faltado el valor para… contártelo… Pero ahora que mi final se acerca… no veo motivo para ocultártelo.
   Yo no sabía qué decirle. Me limitaba a agarrarle la mano con más fuerza, para que sintiera que lo quería. Que sintiera que lo quería mucho. Que lo quería mucho. Mucho. El siguió hablando a duras penas.
   –Ahora, por favor, déjame hablar por última vez con mi hijo…Después podré morir en paz…
   Asentí con la cabeza y me levanté aún aferrándole la mano. Le besé la frente, y entonces me fui. Cogí el sobre y me lo guardé en el bolsillo de la chaqueta. Antes de salir de la habitación, lo miré de nuevo desde la puerta. Fue entonces cuando noté en sus ojos que su vida estaba casi extinta. La llama se apagaba lenta, pero elegantemente. A pesar de encontrarse irremediablemente abocado a una muerte segura, aun en la antesala de la muerte no perdía ese toque señorial y enigmático que tanto me había cautivado de pequeño. Como último recuerdo suyo me quedaré con la sonrisa que me esbozó. Irradiaba una paz interior y una felicidad que aplacó momentáneamente el odio que sentía hacia mi padre en esos momentos. Lo había olvidado, aunque no tardé en recuperarlo. Otro pilar fundamental en mi vida desaparecía. Primero fue mi madre cinco días antes. Con ella cayó mi padre, por motivos que no tenía valor de recordar. Y ahora se me iba él…

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