José María Toro Piqueras
Parte III
Ecos del pasado retumban en estas paredes
Me fui rápido de allí. Todo aquel ambiente tan depresivo me resultaba vomitivo. Esta vez regresé andando a casa. Necesitaba camuflarme. Esconderme. Estaba roto, destrozado, y no quería que nadie irrumpiera en mis pensamientos con trivialidades. El camino entre mi casa y el hospital duraba alrededor de una hora a pie…que se me hicieron casi dos, pues anduve muy pesadamente por calles que me traían a la memoria momentos de mi infancia en aquella ciudad encantadora, cuyos aromas embriagaban a cualquiera. Era una ciudad pequeña, que nada tenía que ver con Madrid. Esta última aún no se había instalado en mi corazón.
Deambulé largo rato por las estrechas y angostas calles que rodeaban la mezquita. Estas habían sido testigos de mis fantasías cuando apenas era un crío. Habían sido mi confidente cuando necesité a alguien en quien poder confiar. Habían sido escenario de mis paridas con mis amigos. Cuando andaba por ellas en las frías noches de invierno, el gélido y cortante viento me susurraba al oído aquello que quería oír. Esas calles habían sido mis amigas. Pero en aquella ocasión parecían darme la espalda. Era un extraño para ellas, lo que aumentó mi desazón, pues esperaba que me reconfortaran un poco en aquel momento que necesitaba de su compañía. Pero por toda respuesta recibí el impacto de las gotas de lluvia contra el pavimento. Por ello decidí apresurarme e irme de aquellas callejuelas.
Poco después avisté mi casa. Aterido de frío intenté introducir sin éxito la llave en la cerradura mientras sostenía con mi siniestra mano el paraguas. Erré también en el segundo intento, pero ya a la tercera, como bien pronostica la recurrida locución, conseguí acertar en el orificio y abrir la puerta de la casa, que se arrastró plañidera. Pareciera que no quería acogerme aquella casa en su hogar, a pesar del tiempo que allí había vivido. ¿Acaso se revelaba en mi contra?
Una vez entré, dejé el paraguas en el zaguán para que se secara, y me extrañó que mi perro no se hubiera lanzado a mí para saludarme. Obvié el hecho y subí a mi cuarto. Requería de la intimidad de la oscuridad para abrir mi corazón a la carta que mi abuelo me había escrito, por lo que bajé la persiana y encendí una vela que había tenido siempre encima de la mesita de noche. Me eché en la cama, y con la sola compañía de aquella y de la cálida voz de Johnny Cash, me preparé para leer lo que mi abuelo quería decirme. Sus últimas palabras. Levanté el sobre y lo miré detenidamente. Estaba lacrado, lo que me extrañó muchísimo. Le daba un toque solemne. El lacre, en rojo, mostraba un bello ave fénix con las alas extendidas y a punto de echar a volar enjaezado con una túnica cuyos bordes estaban ribeteados. En seguida supe el porqué de aquel sello. Tanto a mi abuelo como a mí nos fascinaba el encanto que destilaba esa ave mitológica, de la que se decía que podía resucitar de sus propias cenizas. Supuse que mi abuelo quería animarme a salir adelante, pero con un simple sello no conseguiría alegrar a un alma melancólica como la mía.
El ocre de la carta la confería una apariencia bastante antigua. Parecía que dicha carta había estado guardada durante mucho tiempo y que finalmente se podía entregar a su dueño. Me costó decidirme a abrirla. Me aterraba lo que pudiera contener. ¿Qué pretendía hacerme saber?
Tras titubear un poco, abrí el sobre. En su interior solo había una carta escrita a mano. Deduje por la caligrafía que la había escrito él, pues su letra siempre había sido muy peculiar. A esta la acompañaba una foto que no reconocí al principio. En ella aparecían cuatro personas muy felices. Dos mujeres sentadas al frente, con un bebé en brazos la más joven de ellas. Detrás de ambas, dos varones, el uno, un imberbe mozo de unos 25 años, y el otro, un hombre de porte elegante y edad más avanzada cuya mera presencia causaba respeto. El bebé resultaba ser yo. Ambas mujeres, mi madre y abuela, y los hombres eran sendos maridos de estas. Era la primera vez que veía esa foto. Supuse que la habrían hecho durante mi bautizo, porque el traje que llevaba era horrible. Una lágrima se deslizó por mi mejilla cuando me fijé en los rostros jóvenes, ambiciosos y llenos de vida de mis padres.
La dejé encima de mi pecho y me dispuse a leer la carta. La escribo íntegramente aquí, pues me causó grande impresión.
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