José María Toro Piqueras
Queridísimo nieto:
Desde que hace cinco fatídicos días murió tu madre, cosa que he sentido en lo más hondo de mi corazón, has dejado de ser tú. Sé lo duro que es perder a un familiar cercano, yo mismo lo he experimentado teniendo que enterrar a mi mujer y a una de mis hijas, lo cual es antinatura. Entiendo que el mundo se te haya venido encima, que pienses que ya nunca más podrás tirar hacia adelante. Sé que por mucho que mis palabras sean sinceras, esto no podrás confirmarlo hasta que tú mismo lo decidas. Se necesita una fuerza de voluntad enorme para superar estas heridas del corazón. Mi tiempo se agota también, pero en absoluto quiero que caigas en una depresión, pues mi hora ya ha llegado, y me voy tranquilo, pues no debo de posponer algo que se me exige.
Con todo esto también te quería pedir que perdones a tu padre, pues mi hijo nada malo ha hecho. Él no pudo hacer nada para salvar la vida de tu madre. Ella murió de una manera natural, a pesar de su juventud. Tu padre nada pudo hacer. Está tan destrozado como tú, créeme, y no solo por la muerte de la que ha sido su compañera durante 25 años, sino por el odio que desde ese momento sientes hacia él. Esa persona, y ya no hablo de él como si fuera mi hijo, ha dado por ti todo lo que tiene. Sé que tú eres consciente de todo esto, pues en más de una ocasión me has comentado que no merecías lo que ellos te daban. Esteban, eres una persona muy inteligente, y sé que triunfarás en aquello que te propongas, mas no puedes permitir que por un hecho tan desafortunado pierdas la relación con tu padre. Él te va a seguir queriendo tanto o más de lo que te quiere. Pero el sentimiento de culpa, y el pensamiento de que ha fracasado contigo lo derrumbarán. Es una persona muy orgullosa, aunque eso ya lo sabrás, le cuesta mostrar lo que siente, aunque tiene un corazón enorme. Y…, como sabes, se desvive por ti. No importa el dinero que hayas necesitado para tus estudios en la capital, pues él siempre te lo ha dado. Tus padres se han quitado muchísimos caprichos por darte a ti una educación como la que has tenido. Y con esto no quiero decir que no te la merezcas, pues has demostrado que eres un estudiante excelente, y con un corazón que no te cabe en el pecho, de lo cual me enorgullezco. Pero, por favor, no seas tan tozudo como tu padre, y perdónalo. Demuéstrale tu cariño. Dale un abrazo. Bésale con toda la calidez que un hijo puede. Esa muestra de cariño es lo mejor que le puedes dar. Con eso nada más. No tienes que pedirle perdón por tu rebelde comportamiento estos cinco días. Sé que todo lo que has hecho lo has hecho cegado por el sufrimiento de perder a tu madre, pero eso no debes pagarlo con tu padre. Él está tan dolorido como tú, pero sabe que no se puede venir abajo, pues tiene que cuidar de tu hermana.
Siento que parezca que esté recriminándote, pues es cierto que tu actitud ha sido la de un niño. Pero no, lo que quiero es que te des cuenta de que ese camino solo te llevará a que os despreciéis mutuamente y os digáis cosas que no deberíais. De seguir así, lo único que conseguirás será crear un distanciamiento entre vosotros, que es el peor castigo que un padre y un hijo se pueden infligir el uno al otro, y más cuando no ha habido motivo para tal hecho.
Y para que veas que no has sido el único que en su juventud ha cometido errores, te quiero contar un hecho de mi vida que ninguno de mis allegados conoce, pues fue una etapa de la que me avergüenzo cómo me comporté. Yo también he cometido muchos errores, Esteban, por eso, en la medida de lo posible, me gustaría que tú no cometieras los mismo que yo, o que al menos, estés advertido…
"Cuando terminé la carrera, un poco antes de cumplir los veintitrés años, era un joven que tenía muchísimas ambiciones. Solo pensaba en trabajar y ganar dinero. Necesitaba el reconocimiento de la persona que hace algo grande. Yo lo tenía claro en mi interior. Estaba destinado a hacer algo grande. Además, todo parecía augurarme un futuro prometedor, pues, a pesar de haber cursado mi carrera, al igual que tú lo estás haciendo, en la Universidad Politécnica de Madrid, en la cual los profesores ya se jactaban de ser los mejores, conseguí ser el mejor de mi promoción, por lo que se me abrieron rápidamente las puertas de muchos de los mejores estudios de Madrid. Yo en ese momento quería lo mejor, y, según me había comentado un profesor, el futuro pasaba por irse a Asia, preferiblemente Japón o en su defecto China, pues esos parajes, para muchos de nosotros aún exóticos, estaban abriendo sus puertas al comercio, y en consecuencia, toda su cultura, milenaria estaba impregnando a la nuestra. Esas corrientes que bebían del saber ancestral de dichas culturas eran las vanguardias más rompedoras y que más estaban triunfando en esos tiempos. Yo lo vi claro, y sin pensarlo ni un segundo, y con la carta de recomendación del profesor que me había aconsejado dicho destino, me dispuse a encontrar un estudio con proyección internacional y sede en alguno de estos países. Me costó encontrar uno, pero finalmente lo hice, y aceptaron contratarme. Viendo mi potencial y la carta de recomendación de mi profesor, no dudaron en enviarme a China, país en el que tenían su única sede, como ayudante del representante de la empresa en dicho país.
Saldría en un mes. No tenía mucho que hacer aquí, pues no había mucha gente de la que despedirme. Ese último mes lo pasé con ganas de que llegara el día. Y llegó. Y embarqué rumbo a un sitio desconocido, pero que sin duda me haría destacar en mi profesión a nivel mundial, de saber aprovechar las oportunidades que se me presentaran. El viaje fue larguísimo, pero llegué sin incidentes. Una vez allí me recogieron, y tras dormir en la que sería mi futura casa, me dispuse a trabajar de inmediato al día siguiente. Mi hogar me parecía extraño, no se parecía nada a las viviendas occidentales a las que estaba acostumbrado. Es más, nada me recordaba a mi España querida. Todo allí era muy diferente, cosa que desde entonces ha cambiado mínimamente.
Supongo que estarás contrariado, pues jamás te he dicho que viví y trabajé en dicho país. No te preocupes, nadie lo sabe, ni siquiera a tu abuela se lo conté.
En el estudio éramos solo diez personas. El jefe, una persona muy locuaz y agradable, que caía muy bien a la gente, y que estaba lleno de vitalidad a pesar de rondar los 60 años. Luego había un subdirector, que era el segundo detrás de este primero que ya he mencionado, y finalmente ocho trabajadores más con diferentes funciones. Mi papel era el de ser uno más. Me sentí herido en mi orgullo propio, pues había ido con la idea de ser el segundo de a bordo, por usar el símil marítimo. Aunque me disgustó bastante, asumí mi papel de gregario, y me dije que yo mismo me encargaría de mostrar mi valía mediante los trabajos que me enviaran en lo sucesivo. Tenía pensado demostrar que era el mejor.
Trabajaba mucho y duro. Aunque mi jornada era de ocho horas diarias, incluidos sábados, yo trabajaba de siete de la mañana a seis de la tarde, por lo que al llegar a casa estaba agotado de una jornada de trabajo tan larga, pero satisfecho, pues me había ganado en poco tiempo el favor y respeto de mis iguales. A pesar de que todos teníamos el mismo puesto, yo, en apenas un mes, me había erigido como el portavoz de todos ellos, pues carecían de iniciativa propia, a pesar de ser muy hábiles en lo que hacían. A mi jefe le agradó mi compromiso y que me hubiera adaptado tan rápidamente, lo cual me motivó aún más. En último lugar estaba el subdirector, por llamarlo de alguna manera, ya que era un trabajador como nosotros pero que desempeñaba muchas de las funciones del jefe, ya que este era incapaz de lidiar con todas ellas. En consecuencia, cobraba más que todos nosotros. Su nombre era Javier. Este era una persona taciturna. Hablaba poco, pero en seguida me di cuenta de que era muy diferente del resto. Sabía lo que hacía y lo hacía bien. Se había ganado el respeto del jefe y de todos mis compañeros a lo largo de los años, pero a mí no me gustó, pues lo veía como a un rival. Era mi adversario, pues yo quería su puesto. Me esforcé todo lo que pude para que me pusieran a mí en su puesto.
Por otro lado, a partir de la tercera semana allí, empecé a salir algunos viernes y sábados un rato con mis compañeros después del trabajo para tomar unas copas. Al principio me negaba rotundamente, pero al final me acababan convenciendo. Una de las primeras noches que salimos, fuimos a un bar de la zona que tenía fama de estar muy animado, pues iban a él jóvenes de entre 20 y 30 años. Ciertamente el ambiente era insuperable, pero yo, que en mi juventud como estudiante apenas había salido con mis compañeros de la Universidad, me sentía un extraño en dicho sitio. No me gustaba. Nunca me había gustado, y no sabía cómo comportarme. Por eso preferí quedarme en la barra, observando atentamente cómo mis compañeros bebían y bailaban.
En esto, y para mi asombro, me percaté de que una bella joven china me miraba desde el otro lado del bar. Cuando intercepté su mirada, ella se sonrojó. Yo no le di más importancia al hecho, pues no tenía ningún interés en hablar con ella. Pensé que si no daba pie a una conversación, podría pasar una noche tranquila pensando en mis cosas sentado en la barra. Mas no fue así. Para mi asombro, fue ella quien se acercó a mí.
-Ho…hola –tartamudeo un poco–. ¿Cómo te llamas?
-Ehm… Pedro. ¿Y tú?
-María.
El hecho de que su nombre fuera occidental me sorprendió. Y así empezamos una conversación, para su tranquilidad, gracias a la cual me enteré de que su padre era de Barcelona, y que se empeñó en darle un nombre occidental a su primogénita. Al final resultó que era una chica bastante inteligente, y que se había atrevido a hablarme porque resultaba que vivía en mi misma calle, y que me veía todas las mañanas al ir a trabajar. Yo, obsesionado por mi trabajo, jamás hasta ese momento había reparado en su presencia. A partir de entonces quedamos un par de días para charlar. Con el tiempo estos encuentros se hicieron más y más frecuentes. Sinceramente, estaba descubriendo una faceta de mi persona en la que hasta ese entonces apenas había indagado. Me sentía cómodo a su lado. Aunque me mostraba un poco reacio al principio al contacto físico, poco a poco fui necesitando de sus caricias, abrazos y besos.
Un día, cuando ya llevábamos en torno a tres meses saliendo ambos, me subieron de puesto, y pasé a encargarme de las funciones de Javier. Él siguió trabajando en la empresa, pero por debajo de mí. Para mi asombro, jamás vi una mala cara hacia mí. Aunque en el fondo intuía que debería estar odiándome. El nuevo puesto requería más horas de trabajo invertidas. Tal era el agobio que en esos momentos teníamos, que muchos domingos pasaba toda la mañana y la tarde terminando lo que entre la semana laboral no había podido finalizar. No podía delegar responsabilidades, pues yo, y nada más que yo, era quien se tenía que encargar de todo ello. No podía mostrarle al jefe que el puesto me podía. Jamás.
En consecuencia, mi relación con la bella y delicada María se resintió. Al principio ella no se quejó de nuestros cada vez menos frecuentes encuentros, pero, tras un mes de agotador trabajo, y después de haber pasado dos semanas sin verla y ni siquiera llamarla para preguntar cómo estaba, ocurrió uno de los episodios más tristes de mi vida. Se acercó a donde trabajaba. Entró en mi despacho, y, guardando la compostura, cosa de la que aún me asombro, me dijo que aquello no podía continuar así. Estábamos sufriendo tanto ella como yo. Ya no nos veíamos. Me dijo que me amaba, y me rogó que por favor trabajara menos, pues quería compartir más tiempo conmigo cuando todavía éramos jóvenes. Me dijo que incluso quería casarse conmigo, y compartir toda una vida juntos, hasta que ya de viejecitos pudiéramos sentarnos juntos y hacernos compañía mientras veíamos pasar las estaciones y veíamos a nuestros nietos corriendo y jugando en el jardín. Todo esto me embarga de tristeza cuando lo recuerdo, pues la quería de todo corazón. Mas, yo, estúpido y cegado por el trabajo, le respondí que lo que quería era que perdiera mi puesto. Le reproché que no me quería, y que no iba a ser ella quien cortase conmigo, ya que era yo quién la dejaba…Todavía me arrepiento de mis palabras. Y me avergüenzo de mí mismo cuando recuerdo la cara que puso cuando oyó esto. No se enfadó. Simplemente agachó la cabeza, y lloró en silencio, rota por dentro. Ni siquiera en esa situación fui capaz de reconfortarla. Me fui de allí corriendo. Solo… Tras deambular varias horas sin rumbo, y cuando el sol se predisponía a hacer su desaparición, me encontré con Javier. Quizás la persona a quien menos deseaba ver. ¿Querría regodearse de mi estrepitoso fracaso?
Me preparé para oír cualquier disparate o barbaridad que seguramente me sumiría aún más en la desesperación. Pero las palabras que oí me dejaron confuso.
-Sígueme.
Cual corderito lo seguí durante diez minutos hasta que nos paramos en mitad de un puente de madera. En verdad era precioso. En medio del parapeto se encontraba una pequeña balaustrada con forma de semicírculo que se adentraba en el pequeño riachuelo que se perdía en el horizonte. Este estaba flanqueado a derecha e izquierda por infinitud de juncos, sumergidos a media altura en el agua, y, ya en la orilla, árboles de todas clases que, debido a lo avanzado del otoño, se mostraban esplendorosos, deleitándonos con unos colores cálidos que le alborozaban a uno el corazón. El sol, ya en su ocaso, comenzaba a ocultarse en lontananza como si tuviera miedo de la oscuridad que le sobrevendría. Pero antes de expirar, nos embelesó a todos con unos cimbreantes contoneos en la superficie del agua a la vez que nos eclipsaba con el amplio espectro de colores que desprendía. Parecía que quería demostrar su vigor, mostrar de qué era capaz, antes de que la penumbra le arrebatase su último suspiro. Ambos permanecimos absortos y en silencio ante tal espectáculo hasta que por fin el sol, al que le flaqueaban las fuerzas, sucumbió a la noche, que imperó sola en cielo. Ahora todo el firmamento le pertenecía.
Entonces, Javier comenzó a hablar…
-Precioso, ¿no? –se calló durante un momento, e inspiró profundamente antes de proseguir–. Aunque no tanto como María, ¿verdad?
¿Qué pretendía? ¿Reírse de la estupidez que acababa de hacer?
-No creas que te quiero hundir más de lo que probablemente estés. No. Simplemente quería darte un consejo. Me caes bien, Pedro, aunque creo que yo a ti no demasiado. Me veo reflejado en ti. Era igual de ambicioso que tú, y cometí muchos errores por ello.
Yo seguí escuchándole en silencio.
-Has de saber que ese tipo de actitud no te llevará a nada bueno. Hoy mismo has empezado a darte cuenta de esto. Hay que ser agradecido con las personas que nos quieren, y estimarlas. Si no lo haces, perderás a gente estupenda por el camino. Y créeme, cobrar 100.000 pesetas más no te va a ser feliz. ¿Te has fijado en el atardecer, Pedro? –Su voz sosegada me tranquilizaba, era como estar sentado enfrente de un manantial de agua estanca y cristalina–. El sol y la noche. Los dos intentan agotar hasta su último segundo con vida. No quieren irse, y pelean por hacernos compañía aunque sea un minuto más. Pero en el fondo saben que ha de ser el otro astro quien los releve. Se respetan… -Se quedó callado un momento y me miró–. Pedro, lo que has hecho hoy está mal, pero, al igual que el sol renace todos los días, tú también puedes volver a intentar hacerlo bien. Nunca es tarde para el perdón –se quedó mirando al horizonte-. ¿Sabes? Un viejo amigo me dijo hace unos 30 años un proverbio que se me quedó grabado en mente.
千 里 送 鹅 毛 ,礼 重 情 意 轻
Qīng lǐ sòng é máo, lǐ qíng zhòng yì qiān
“Enviar desde la lejanía mil plumas de ganso, por muy liviano e insignificante que sea el regalo, encierra gran afecto”. Estas palabras me abrieron los ojos, espero que a ti también te ayuden. Adiós, amigo.
Y sin más se fue, dejándome en medio de ese puente reflexionando sobre lo que acababa de hacer, pero no solo sobre eso, sino también sobre cómo había sido mi vida hasta ese entonces. Había estado vacía e insulsa, y solo la presencia de María había logrado aderezarla. Regresé de inmediato y me dirigí a su apartamento. A pesar de que ya estaba muy entrada la noche, la llamé desde afuera. No albergaba esperanzas porque me perdonara, pero al menos quería que supiera de mi arrepentimiento. Ella, en vez de recibirme con desprecio, me abrió la puerta y me invitó a entrar. Una vez adentro, rompí a llorar.
Gracias al consejo de una persona que hasta ese momento me había despertado un recelo enorme, conseguí arreglar la relación, y pasamos un par de años estupendos, pero lo nuestro se acabó, aunque para siempre fue una amiga para toda la vida. Del mismo modo que yo experimenté las mieles del éxito y me di cuenta de lo verdaderamente importante en la vida, quiero que tú sepas querer a los tuyos. Quiere a tu padre hasta que exhale su último aliento. Permite que tenga una muerte tranquila y dulce, y que no tenga que arrepentirse de haber tenido un hijo que no le supo perdonar. Que este sea el último favor que me concedes, Esteban. (…)".
Parte IV
Y cuando se despertó…
El último párrafo de la carta pudo conmigo. Al igual que hiciera mi abuelo en casa de María, rompí a llorar. Salí corriendo de casa y lo más rápido que mis piernas me permitieron, llegué de nuevo al hospital. Subí los escalones de tres en tres, y cuando llegué a la planta en donde se encontraba mi abuelo, vi la puerta al final del pasillo cerrada. Mi padre estaba tirado en el suelo, sollozando. Corrí hacia él. -Papá –le dije, llorando.
-Hijo…
Los dos nos fundimos en un abrazo. Con él sé que me perdonó lo mal que lo había tratado los últimos días. Una persona tan buena no merecía sufrir de aquella manera… Mientras lo abrazaba y lo apretaba contra mí, recordé las últimas palabras que escribió mi abuelo en su carta:
"Y recuerda, Esteban, el verdadero milagro de la vida no es si no el amor que las personas que nos quieren nos profesan y aquello que hacemos movidos por la fuerza del amor. El amor de nuestros hijos, el amor de nuestros abuelos, el amor de nuestros padres… No permitas que la muerte de tu madre empañe tan bella relación.
Por y para siempre tuyo.
Te quiere
Tu abuelo".
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