Bernard-Henri Lévy
Egipto, año cero
BERNARD HENRI-LÉVY 27/02/2011
Egipto año cero. Es el vértigo de una democracia que está dando sus primeros pasos, dice el autor, que hace un recorrido por el país que ha derrocado a Mubarak. La verdad y el derecho están en marcha.
Aquí fue donde todo comenzó. Y aquí es donde, más que nunca, todo se decide. Hay que imaginarse una plaza el doble de grande que la de la República en París. Tanques en todas las encrucijadas adyacentes. Niños encaramados a los tanques y fraternizando con los soldados. Una muchedumbre alborozada. Quinientas mil personas, tal vez más. Muchachas muy jóvenes con la cabeza descubierta y rodeadas de muchachos con las mejillas pintadas con los tres colores de la bandera egipcia. Banderines por encima de las cabezas. Cuernos y trompetas. Fuegos artificiales. Banderolas en honor a los "mártires", a los "desaparecidos" o, simplemente, "a Egipto", y entre los que no localizo ningún eslogan antioccidental. ¿Una kermés? ¿Un lado hinchas de partido de fútbol? Sí, sin duda. De hecho, alguien toma a uno de mis compañeros de viaje por un entrenador portugués. Y, por eso, lo suben hasta un estrado improvisado y le piden que diga unas palabras. "Viva Tahrir. Ustedes han tomado Tahrir como Francia tomó la Bastilla. Y en Tahrir están haciendo la primera revolución del siglo XXI". La respuesta es un clamor. El clamor de esta comuna cairota que ocupa desde hace tres semanas, o casi, la plaza de Tahrir. Hay quien le reprocha que no tenga ni programa ni líder. Pero Tahrir es el programa. Y el pueblo, en Tahrir, como diría Sartre, es su propio líder.
Mañana siguiente. En Tahrir, de nuevo. Frente al museo que los esbirros de Mubarak intentaron vandalizar y que una cadena de ciudadanos protegió. Me encuentro con Aalam Wassef, con el que me crucé en París hace 20 años y al que no volvía a ver desde entonces. A sus 40 años, conserva el mismo aire juvenil. El mismo interés por la literatura y la filosofía. Pero, mientras, se ha convertido en uno de esos ases de Internet que estuvieron en el origen de ese reguero de pólvora democrático que llega hoy hasta la heroica revolución libia. En su caso, todo fue muy sencillo. Empezó por comprar la palabra clave "Mubarak". Se las arregló para que, cada vez que un internauta tecleaba ese nombre desde cualquier lugar del mundo, tropezara con un mensaje que ridiculizaba al tirano. Wassef lanzó la operación "Presidente Mubarak, ha recibido un e-mail", que llevó a miles de internautas a enviar mensajes feroces o desternillantes que él pasaba al formato de microanuncio de Google. También colgó en YouTube -bajo un seudónimo ya legendario en la Red: Ahmad Sherif- unos vídeos que vieron millones de egipcios. Hasta el punto de que la embajada norteamericana terminó poniéndose en contacto con él y la Amn el Dawla, la policía secreta del régimen, vigilando sus actividades. Pero, mientras, la revolución, la verdadera, la del pueblo unido que descubre que el rey está desnudo y decide dejar atrás el miedo, ya estaba en marcha...
Cumpleaños de un amigo en la ciudad artificial de Beverly Hills, a una hora en coche de El Cairo, en pleno desierto. He venido a esta fiesta primaveral con una idea: conocer a otro de esos locos de la Red, Abdelkarim Mardini, que, según se dice, durante los primeros días del levantamiento, cuando el Gobierno bloqueó Internet, encontró la manera de esquivar la prohibición. "Es cierto", me explica con una elegante desenvoltura carente de toda exaltación. "No lo hice solo. Pero es cierto que, la noche del 27 al 28 de enero, unos cuantos estuvimos reflexionando sobre la manera de eludir a la policía de la Red. Y aquella noche, entre Zúrich, donde me encontraba, California, sede de Google, y, naturalmente, Egipto, tuvimos la idea de combinar voz e Internet". En líneas generales, Mardini dispuso tres líneas de teléfono fijo (en Estados Unidos, Italia y, al parecer, Bahréin). La gente llamaba a esos números para grabar mensajes breves (informando, en particular, del lugar, la hora y las consignas de las manifestaciones). Esos mensajes podían escucharse marcando los mismos números (o visitando, cuando era posible, el sitio Speak2Tweet). Conservo de mi juventud althusseriana una sana desconfianza hacia las explicaciones tecnicistas de la historia. Pero al mismo tiempo..., ¿cuántos de los jóvenes que estaban ayer por la tarde en la plaza de Tahrir se movilizaron gracias a gente como Mardini? ¿Cuántos reunieron, gracias a ellos, el valor para esta revuelta pacífica? ¿Y por qué no hacer justicia a esas redes sociales que, con Twitter a la cabeza, contribuyeron a que el pueblo de El Cairo arriesgase la vida por defender su libertad?
¿Recuerdan a Faruk Hosni, ese ministro al que Mubarak intentó colocar en la dirección de la Unesco cuando acababa de comprometerse a quemar "con sus propias manos" todo libro escrito en hebreo que, habiendo escapado a la vigilancia de sus policías, se encontrase aún en la biblioteca de Alejandría? Pues bien, tengo enfrente de mí, en el restaurante Estoril, cerca de la calle Kasr el Nil, a una de las personas que mejor pueden explicar el tipo de dictadura que ese personaje instaló sobre la cultura. Se llama Karima Mansour. Es bailarina. Coreógrafa. En sus espectáculos montados en Lisboa, por ejemplo, en los que compartía escenario con un hombre desnudo, tuvo la inteligencia -y el talento- de evitar el cliché de la bailarina oriental tradicional. Pero durante los años del reinado de Hosni fue víctima de una fetua laica que le impedía trabajar y fue emitida, a instrucciones del ministro, por Walid Aouni, su favorito y director de danza de la Ópera de El Cairo. Persecuciones. Vejaciones. Humillaciones de toda clase. Hasta ese 25 de enero, día del estallido de la revolución, que la sorprendió en Berna, donde estaba ensayando un espectáculo sobre la Mirada que interrumpió para venir aquí, a la plaza de Tahrir, para reunirse con sus camaradas y familiares. Hoy, Karima puede hablar. Hoy, Karima puede decirlo todo. Y habla del reinado de un Ubú ilustrado pero ladrón de antigüedades, perseguidor de espíritus libres y blogueros, al que, haciendo gala de toda su credulidad, Occidente llegó a tomar en serio por un momento.
Considero que el papel de las mujeres en los movimientos sociales siempre es un indicativo elocuente de su contenido democrático. En este caso, voy servido. Karima, pues. Las muchachas de Tahrir. Y también Nadia Mobarak, fundadora de la ONG 'El Faro', con la que me encuentro en mi hotel una mañana en la que todos los empleados están en huelga para protestar por sus 50 euros de salario mensual. Nada Doraid, copta, o, lo que es lo mismo, cristiana de Oriente, que ha regresado de Estados Unidos a la carrera. Magy Mahrous, también copta, que se ha pasado los últimos años bregando en Irak, Afganistán o Darfur, y que ha regresado con la idea fija de construir escuelas en el campo desfavorecido del Alto Egipto. La veterana Sayda Greiss, que fue diputada del barrio de Al Moqatam y para quien la revolución también debe devolver la dignidad a ese pueblo de traperos que vive sepultado bajo las basuras de la ciudad. También en el corazón del movimiento: Ayyam Sureau, norteamericana de nacimiento y francesa por educación, que, con su madre, Habiba, encarna el mayor refinamiento que el gran Egipto cosmopolita ha sido capaz de producir. Finalmente, espléndida bajo su melena blanca, bailando como una jovencita durante la garden party de Beverly Hills, Nawal el Saadawi, una mezcla de nuestras dos Simone, Veil y De Beauvoir, que narra su pasado de luchas feministas; su campaña presidencial de hace cinco años, cuando los esbirros de Mubarak iban a boicotear sus mítines; y ahora, en el momento en que una comisión de ocho hombres ha sido encargada de reflexionar sobre la futura Constitución y a nadie se le ha ocurrido incluir a una sola representante del segundo sexo, su firme intención de hacer que se oiga, más que nunca, la voz de las mujeres.
Ni un eslogan antiamericano. ¿Y antiisraelí? Estoy en el café 'Las Noches de Felicidad', en el corazón del barrio popular de Sayyeda Zenab. No sé muy bien cómo ha sido, pero el dueño, Sayed, de 30 años, como hacen todos los cairotas en este momento, se ha puesto a pensar en voz alta sobre los méritos comparados de Amr Moussa, líder de la Liga Árabe, y de Mohamed el Baradei, inspector de las instalaciones nucleares iraníes, para suceder a Mubarak. Me está contando la historia de la mezquita vecina, construida sobre las ruinas de una iglesia, la de Santa María, que, a su vez, reposaba sobre los cimientos de un templo de Isis. He aquí que aborda la cuestión de Israel y el temor de Occidente a que el nuevo régimen ponga en tela de juicio el tratado de paz firmado por Sadat. "Fue Mubarak quien os vendió esa tontería", se burla. "Fue él quien, para justificar su régimen de terror, os dijo que somos unos salvajes cuyo único objetivo, de no ser por él, sería tirar el tratado al cubo de la basura. Eso no es muy amable para con nosotros, que no somos perros rabiosos. Ni para Israel, que no merece vivir con esa ansiedad. Pero, sobre todo, es falso. Pues nosotros nacimos con ese tratado. Crecimos con él. Es parte de...". Y señala hacia las mesas y sillas de plástico de mala calidad que acaba de disponer en su pequeña terraza de cemento, nada más salir el sol. "Es parte del mobiliario. ¿Por qué iba yo a querer deshacerme de mis muebles?". No creo que el antisemitismo egipcio -que hace solo un año, durante mi viaje anterior, se exhibía en los escaparates de las librerías, que vendían sin complejo alguno Los protocolos de los sabios de Sión- se haya disuelto en Twitter y Facebook. Lo que sí creo es que Tahrir es además el nombre de una maduración política acelerada y que esa maduración tiene, entre otros efectos, el de enfriar, reducir y, tal vez un día, circunscribir ese antisemitismo estatal y popular.
Reconozco esa misma madurez política, aunque bajo otra forma, en Ahmed Bayoumi, un hombre maravilloso, de profesión fontanero, que, tras pasarse años echando, a ratos perdidos, aceite de motor en el agua y observando las formas que producía, terminó convirtiéndolo en un arte, cuyas obras, fotografiadas con un móvil, se exponen en una galería de El Cairo. "Hay dos clases de gente", me dice, sentado en una silla de tijera a la puerta de su casa, situada en una callejuela de tierra batida en lo más profundo de uno de esos barrios cairotas en los que se vive con menos de dos dólares al día. "Están los que estiman que todo eso había durado demasiado, y que con la caída de Mubarak conseguimos lo que queríamos y ahora hay que volver al trabajo. Y están los que piensan que cortamos la cabeza, pero el cuerpo sigue ahí". Y añade, poniendo como testigo a su vecina, una matrona con la cabeza descubierta que se afana alrededor de una olla de verduras rellenas: "El dinero, por ejemplo. Todo el dinero que robaron y que duerme en vuestros bancos. Esperad antes de devolverlo. Esperad a que hayamos elegido a un presidente digno de ese nombre. Porque los que se fueron ya habían comido bien, pero los que se han quedado y garantizan el relevo aún tienen hambre y no van a dudar en meterle mano. Conservad ese dinero...".
Porque el problema central no es otro que el de la corrupción. Los datos que me da Ahmed Elsayed Elnaggar, el elegante director del 'Centro de Estudios Políticos y Estratégico', cuyas oficinas están en la undécima planta del mítico periódico Al-Ahram, son asombrosos. Lo son por las cifras: decenas de miles de millones de dólares malversados en 30 años por Mubarak y sus secuaces. Pero aún más por la sofisticación del sistema de doble, triple, cuádruple contabilidad nacional que esa gente organizó y cuyas mentiras Ahmed lleva toda la vida intentando desmontar. "Un ejemplo", me dice. "La población activa pasó, sin que nadie dijese nada al respecto, de 32 a 23 millones de personas para enmascarar las tasas de paro". Otro (me tiende un expediente que el juez llevaba cinco años obstaculizando y que él ha conseguido esta mañana para nuestra cita): "El sistema de malversación de fondos diseñado aquí mismo, por los dirigentes de este periódico". Y concluye, con una sonrisa alegre y victoriosa en los labios: "Hasta el presente era yo quien tenía miedo, aunque, bueno...". Y me muestra un dedo sin alianza: "Soltero y sin hijos, pude resistirme a las intimidaciones; pero ellos...". Y señala con la mirada hacia los pisos inferiores y luego hacia los superiores: "Ahora son ellos quienes van a tener que rendir cuentas; ahora el miedo cambia de bando". Egipto, año cero. Vértigo de una democracia que está dando, a tientas, sus primeros pasos. Lo quieran o no, la verdad y el derecho están en marcha...
Por supuesto, en un reportaje como este, las decepciones son inevitables. Boutros Boutros-Ghali, por ejemplo. No había vuelto a verlo desde el día en que, todavía secretario general de Naciones Unidas, recibió una andanada de tomates en Sarajevo por parte de una muchedumbre exasperada por su "muniquismo". Pero ahora, en su apartamento acomodado de la avenida de El Nilo, su mediocridad es más lamentable aún. Sigue en plena forma intelectual. Y casi feliz de tener la ocasión de evocar nuestros encuentros bosnios de antaño. Pero de la juventud de la plaza de Tahrir solo acierta a refunfuñar que "no sabe lo que quiere ni hacia dónde va". Del viento de democracia que azota su país solo puede repetir una y otra vez que "costará caro" y que "eso a nadie le preocupa". De las manifestaciones de los primeros días solo quiere recordar la quema del despacho de Mubarak, al mismo tiempo que la de la sede de su partido, pues estaban en el mismo edificio. Y no hablo de Irán, que, como para poner a prueba al nuevo poder egipcio, acaba de desplazar dos navíos de guerra a la entrada del canal de Suez: en este punto, este señor de 90 años, que fue uno de los artífices del tratado de paz con Israel, pierde completamente la compostura y grita, en un perfecto francés, que no ve por qué Netanyahu va a tener derecho a la bomba atómica y Ahmadineyad no.
Hay momentos extraños, en los que uno tiene la impresión de encontrarse en una mala novela de Le Carré. Alí, por ejemplo. Lo llamaré simplemente "Alí" para no comprometer al amigo que me lo presentó. Pero ¿qué mensaje quiere transmitirme exactamente este gran burgués vinculado por lazos familiares a una importante empresa turística, cuando me dice que fueron los Hermanos Musulmanes -afirma haberlos "visto" y "reconocido"- quienes defendieron la plaza la noche del 27 de enero arrojando las primeras piedras contra los esbirros de Mubarak, que llegaron a lomos de camello? ¿Por qué esta teoría absurda, completamente cogida por los pelos, sobre el hecho de que, entre 365 mártires, siempre nos muestren los mismos 25 rostros y de que, como los Hermanos Musulmanes cultivan el secreto y son mártires discretos, los otros 340 tienen que ser de los suyos? ¿Y quién es exactamente este misterioso "Zayed" al que me presenta como parlamentario del partido mayoritario y que habría pagado personalmente a los famosos esbirros, pero al que un grupo de amables militares, enterado por uno de esos esbirros arrepentido de que se preparaba para repetir la operación el jueves siguiente, habría detenido inmediatamente, impidiéndole hacer más daño? ¿Acaso quieren hacerme creer que los Hermanos Musulmanes están moviendo sus hilos y que solo la virtud del ejército puede frenarlos? ¿Pretenden reeditar la estratagema de Mubarak, es decir, la legitimación de la dictadura mediante una exageración del peligro verde?
Hay momentos en los que uno tiene la impresión de haberse metido en la boca del lobo. Por ejemplo, en este atardecer en el que me encuentro en el cuartel general de los Hermanos Musulmanes, en la calle El Malek el Saleh. Estoy con Saad al Hoseiny, otro exdiputado encarcelado el 28 de enero y liberado por Mubarak junto a miles de delincuentes para sembrar el pánico en la ciudad. Enseguida llama la atención, aparte de su corpulencia de gigante, sus dedos sin uñas y sus falanges machacadas, un recuerdo de los delicados métodos de una policía egipcia que, por lo demás, no está claro que haya cambiado tanto... Durante la entrevista mantiene un perfil bajo. Me asegura que la hermandad solo representa el 15%. Me garantiza que dentro de seis meses no presentará candidato a las elecciones presidenciales. Me jura por todos los dioses que, de todos modos, y por ahora, no tiene más programa que la libertad, la dignidad y la justicia. Pero añade, con una mirada burlona, que los "problemas de Egipto" son demasiado "grandes" para que la modesta hermandad asuma tan abrumadora responsabilidad. Luego su mirada se endurece: respecto al otro programa, el verdadero, el que vienen alimentando desde 1928, el que han pulido durante su larga temporada hitleriana y que es, más o menos, el que su rama palestina aplica ya en Gaza, "tenemos mucho tiempo...". Al final de la entrevista me pregunta si, con un apellido como el mío, no seré un poco "judío", por casualidad. Y cuando le respondo que sí, que en efecto, me mira con un aire de estupefacción que, sorprendentemente, me hiela la sangre en las venas.
Después están los encuentros que te dejan un sentimiento de malestar. Estoy en casa del embajador de Francia. Está presente un periodista de origen marroquí, brillante y bien informado. Un personaje maravilloso, abogado y defensor de los derechos humanos: Amir Salem. También está presente un tal Mounir Abd el Nour, que me inspira una inmediata antipatía. Descubro que acaba de ser nombrado ministro de Turismo en sustitución del que acaba de arrojar a los leones el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, metiéndolo en prisión por corrupción. Comprendo que es, como su predecesor, un poderoso hombre de negocios, antaño vinculado a la Africa Middle East Petroleum Company, a su vez implicada en los grandes escándalos de corrupción relacionados con el petróleo de Sadam Husein. También comprendo que él, antiguo jefe del muy laico partido Wafd, no tiene ninguna objeción en que los Hermanos Musulmanes se inserten en el proceso democrático en curso. Y llega el momento en que, cuando hablamos tranquilamente del lugar del laicismo en el islam, se interrumpe para espetarme, como surgido de ninguna parte y con un índice amenazador: "No se equivoque. El sufrimiento palestino es una herida abierta en el costado de todos los egipcios". Y cuando, como sorprendido por el cambio de tema, le pregunto si el sufrimiento de los libios masacrados por Gadafi el Carnicero, en el preciso momento en el que hablamos, no es también una herida abierta, se pone colorado, se enfurece, aprieta su smartphone hasta casi triturarlo y me responde: "Usted no puede comparar una masacre entre hermanos con el escándalo permanente que es la ocupación de Palestina". Sospechas de corrupción... Ejército... Indulgencia hacia el islamismo... Y, para terminar, un doble rasero perfectamente asumido... En este momento, este personaje, para mí, es la vívida imagen de aquello contra lo que se está construyendo la nueva República de Egipto.
Al día siguiente, en Alejandría, y luego en las inmediaciones de la frontera libia, veré a unos egipcios honorables que consideran que Gadafi es la vergüenza del mundo árabe. En la Universidad de Al Azhar, destacado centro de espiritualidad y estudio, escucharé al consejero del gran imán El Tayyeb pronunciarse contra la participación de los Hermanos Musulmanes en el Gobierno. Volveré a ver a los activistas de Tahrir, sin conseguir imaginar qué milagro podría hacer que pasaran de su ebriedad liberal y libertaria, de su pasión por el derecho y la palabra, del sentimiento, para terminar, de haber encendido la mecha que está dinamitando ese régimen de locos de Trípoli, a la aceptación de la sharía. Pero la verdad es que Egipto ha iniciado una carrera contrarreloj y habrá que esperar que el calendario electoral le permita ganarla. Por una parte está la regresión islamista, en la que me cuesta creer, pero que, por supuesto, no podemos excluir completamente. Por otra, un escenario militaro-civil "putiniano" más que "iraní", en el que el ejército de Nasser, Sadat y Mubarak volvería a hacerse con las riendas una vez más y ofrecería al mundo árabe el modelo de una revolución petrificada en un autoritarismo constitucionalizado. O finalmente, el acontecimiento, el verdadero, el que he visto desplegarse, que podría seguir su curso incierto y magnífico. Eso se llamaría "democracia". Y, por ahora, así están las cosas.
Traducción: José Luis Sánchez-Silva
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