Así lo leemos en "elpais.com", firmado por Javier Rodríguez Marcos: Sánchez Ferlosio, Premio Nacional de las Letras Españolas.
Aquí, una entrevista del 2007: "Nunca se convence a nadie de nada". Por José María Ridao.
A continuación, reproducimos un artículo aparecido en "El País" -14 octubre 2009-, sobre el eslógan con el que Madrid aspiraba a ser ciudad olímpica: Corazón arriba, corazón abajo:
En Cartas al director de este mismo diario, el 3 de octubre pasado, don J. A. Cano Barbero lamenta que, en relación con la "corazonada", nadie haya osado salir a los medios, ni antes ni después, a protestar. Empezaré por decirle, para su satisfacción o al menos su consuelo, que el espíquer de Cuatro invitó al público a que el que quisiera le telefonease al estudio diciendo cómo había sentido la candidatura de Madrid a los Juegos Olímpicos. El pobre Gabilondo había calculado mal, porque era harto improbable, socialmente, que se diese la redundancia de que llamase alguno de esa "inmensa mayoría" de partidarios que se había dado por supuesto, como no fuese para recargar con culpas el gran disgusto de la frustración: "¡Era ya nuestro, y nos lo han robado descaradamente!". Lo normal, lo esperable, era que llamasen los "negacionistas"; el amigo mío que lo vio en la pantalla añade que el espíquer parecía incluso "esforzarse" porque saliese alguno que "diese positivo". ¡Nadie!, y mi amigo es de fiar. Gabilondo, casi como un afiliado a esa secta nueva del "Pensamiento emocional / positivo", se dolió al constatar tanto negacionismo en una cosa que, como otros muchos, piensa que une a los españoles, aunque, como ya he dicho, el resultado no era, en modo alguno, estadístico, porque no podía ser neutral, como no puede serlo, en principio, ninguna encuesta en que los encuestados son aquellos que escojan libremente responder a la oferta de opinar, y no personas señaladas al azar por los encuestadores. En aquella encuesta voluntaria, a quienes importaba hacer valer su opinión era precisamente a los que se sentían no haber sido dados por supuesto, tanto menos en medio de aquella delirante atmósfera de tan patrióticas como presuntuosas previsiones de unanimidad.
Unanimidad, que, por lo demás, no han compartido las cuatro ciudades aspirantes, en parte, quizás, porque les ha faltado un condotiero emocional tan irresponsable como Ruiz-Gallardón, consciente del valor político del deporte como instrumento de control social, cosa que no es ahora, pero que se ha desmesurado inmensamente con la imponente, jamás imaginable, hipertrofia que ha sufrido el deporte en estos últimos 25 o 30 años, hasta convertirse en máximo o virtualmente único contenido del patriotismo tanto nacional como periférico.
La proclamación solemne la hizo el Abc del 8 de octubre del 2008 en un editorial titulado El orgullo de ser español, que empezaba con estas palabras: "A día de hoy, España es una gran potencia deportiva al más alto nivel internacional". A continuación cantaba las victorias de la selección nacional de fútbol, de Rafael Nadal, de Pau Gasol, de Alberto Contador y otros dos ciclistas, de Fernando Alonso, "heredero genuino de los más grandes pilotos de la historia" ("historia" ponía, sí, es literal). Más adelante se leía lo siguiente: "En tiempos confusos para la vertebración territorial del Estado, el deporte está jugando un papel relevante porque aglutina las emociones comunes y demuestra la fuerza de la unidad frente a las absurdas tentaciones políticas disgregadoras". Pero sobre esta misma preocupación unitaria, el editorial se equivocaba, en cierta curiosa manera indirecta, unos párrafos más abajo, al decir: "... los deportistas no son fáciles de atraer hacia causas localistas y cerradas, como pretenden algunos políticos nacionalistas con su habitual cortedad de miras", lo cual es, en principio, objetivamente cierto, salvo que el Barça, queriendo o sin quererlo, no ha sido tan corto de miras al anticiparse largamente a todos los demás en apuntar más lejos que ninguno de ellos en cuanto a transfigurar el deporte -el "deporte rey", en este caso- en un importante componente o contenido de la patria. Hoy, muchos años después, aquella genial inspiración de "El Barça es más que un equipo" se ha cumplido, a escala nacional, como "España no es más que un equipo".
Sacar adelante al "equipo España" fue lo que se le metió alocadamente en la cabeza al alcalde de Madrid. Por cierto que otros han dicho ya "la marca España" y Naomi Klein, aun más apropiadamente, diría "el logo España", porque sin duda el enorme incremento de las publicidades nacionales, en detrimento de los gastos en "producción administrativa", ha convertido las naciones en puros "logos". De esas permanentes campañas publicitarias forman parte, naturalmente, las actividades deportivas. Gallardón buscaba la grandeza y la gloria de España en el prestigio y la fama de Madrid. La índole publicitaria de los Juegos Olímpicos se manifiesta ya en los procedimientos puestos en juego para conseguirlos, salvo que los estrepitosos movimientos de masas, las multitudinarias convocatorias en torno a estrados de tarima levantados en las grandes plazas, con su cantante y todo, y sobre todo el eslogan estúpidamente sentimental de "la corazonada" son contraindicados, cuando no contraproducentes, para inclinar o doblegar la opinión de un comité de votantes. "Corazonada", que fue indudablemente excogitado para seducir y arrastrar a los madrileños, podría incluso -de haber habido alguna posibilidad de descabalgar a Río- haber resultado indignante para aquel comité: "¿Conque tendríamos que dárselo a Madrid porque el alcalde ha tenido una corazonada? ¡Hasta ahí podríamos llegar!". "Corazonada" es una cosa tan huera y tan mágica como "A la tercera va la vencida".
La fidelidad al propio equipo, que dura toda la vida, hace pensar que el patriotismo deportivo ha emulado a los patriotismos nacionales, fundados en el antagonismo, incorporando el factor de la territorialidad. El patriotismo del deporte representa, por pretendida ficción (Veblen), el antagonismo puro, vacío, sin contenido alguno, o el patriotismo genérico, indeterminado, que, de rechazo, trasluce la propia gratuidad del patriotismo armado.
Trató, en efecto, de seducir al renuente público reconduciendo y compensando su nulidad política corporativa con el astuto recurso populista de incitarla al esperpéntico vicio de la masturbación emocional colectiva. Debía de saber de sobra, o debía haber sabido, como todos sabíamos, que los Juegos Olímpicos estaban dados a Río de Janeiro, a Lula da Silva, el actual amado de los dioses de Occidente. La irracionalidad era su flauta, la corazonada su melodía; sabía que niños y ratones se van tras la música, no tras las palabras, y lo que hizo con los ratones fue lo que hizo el de Hamelin: despeñarlos; y cuando por fin salió que Madrid no, eran muchísimos los que lloraban; pero lo más sorprendente para mí fue que lloraran también muchas mujeres: ¿en qué lucha habían perdido?; me parece que su competición era la de la corazonada, pues los americanos han demostrado hasta qué punto la elección para los Juegos Olímpicos también era sentida, en sí misma, como una competición deportiva de las cuatro ciudades -y sus naciones- entre sí.
El New York Times lo decía de esta manera, sobrentendiendo el presidente Obama: "No sólo ha fracasado en traer el oro a casa, sino también la plata y el bronce".
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